«Hijo de Dios» es quizás el título más conocido para referirse a Jesús tanto dentro como fuera de la iglesia, y podría decirse que es el título cristológico más importante del NT. Sin embargo, ni la fama del título ni su importancia han garantizado una comprensión exacta de sus numerosos significados.
Jesús es el Hijo de Dios. Esta afirmación es eminentemente bíblica e innegablemente cristiana. Sin embargo, como ilustran los concilios ecuménicos (por ejemplo, Nicea, Constantinopla, Calcedonia), la filiación de Jesús es una de las proposiciones más incomprendidas de la historia de la Iglesia. Es más, cuando abrimos la Biblia, Jesús no es el único «hijo de Dios».
De hecho, Graeme Goldsworthy (31-32) encuentra no menos de quince usos diferentes de «hijo de Dios» en las Escrituras. D. A. Carson también demuestra cómo este «título cristológico» ha sido, en palabras del subtítulo de su libro, «a menudo pasado por alto, a veces malinterpretado y actualmente objeto de disputa». Reconociendo una gama semántica diversa, muestra cómo «hijo de X» no siempre es biológico, a menudo es vocacional (es decir, tu padre define tu trabajo), y se aplica de forma variada en el AT y el NT.
En un intento de dar mayor claridad a este título, este artículo aborda tres áreas, tal como se bosqueja a continuación.
- FILIACIÓN DIVINA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO, EL JUDAÍSMO DEL SEGUNDO TEMPLO Y EL MUNDO GRECORROMANO
- FILIACIÓN DIVINA EN LA VIDA DEL JESÚS HISTÓRICO
- FILIACIÓN DIVINA EN EL NT Y LOS EVANGELIOS CANONICOS
** Nota: Las citas bíblicas tienen hipervinculos que al hacer click le llevara al texto Bíblico relevante de biblia.com – (Versión NVI por defecto si no se indica lo contrario), si tienes el software Logos te abrira directamente la app Logos Software…
FILIACIÓN DIVINA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO, EL JUDAÍSMO DEL SEGUNDO TEMPLO Y EL MUNDO GRECORROMANO
Filiación divina en el Antiguo Testamento
El AT utiliza el concepto de la filiación divina para describir tres grupos diferentes:
- Los seres angelicales.
- El pueblo de Israel (o la nación colectiva de Israel).
- Los reyes de Israel (en particular los reyes descendientes de David).
De los tres, la filiación divina del rey de Israel es la más útil como trasfondo del NT. La identidad del rey como hijo de Dios transmite una variedad de significados:
- El rey como receptor de la fidelidad paternal de Dios y amor por el rey (2 Sm 7:14–16; Sal 89:24, 28–37).
- El rey como agente de Dios que ejerce la autoridad de Dios en la tierra (Sal 2).
- El rey como heredero y beneficiario de la herencia de Dios (Sal 2:7–8).
- El rey como destinatario de la disciplina paternal de Dios (2 Sm 7:14; Sal 89:20–27).
- El papel de Dios como progenitor del rey, puesto que es Dios quien llamó y estableció a los reyes de Israel.
Cabe señalar que la filiación divina en el Antiguo Testamento se entiende metafóricamente (tal vez en términos de adopción/legitimidad legal), y, a diferencia del concepto de la filiación divina en el pensamiento egipcio, persa o helenístico, el rey de Israel no fue concebido en modo alguno como divino o hijo literal de Dios.

Además, aunque el concepto de la filiación divina en el Antiguo Testamento se utiliza para describir a los reyes de Israel, nunca se utiliza explícitamente para describir al Mesías o a cualquier figura mesiánica.
D. A. Carson también demuestra cómo este «título cristológico» ha sido, en palabras del subtítulo de su libro, «a menudo pasado por alto, a veces malinterpretado y actualmente objeto de disputa». Reconociendo una gama semántica diversa, muestra cómo «hijo de X» no siempre es biológico, a menudo es vocacional (es decir, tu padre define tu trabajo), y se aplica de forma variada en el AT y el NT.
Por ejemplo, Carson (29-34) enumera siete «hijos» diferentes de Dios. En orden cronológico, son:
| 1) Adán (Lc. 3:38). |
| 2) Israel (Éxo. 4:22-23). |
| 3) David (2 S. 7:14). |
| 4) El pueblo del pacto de Dios (Dt. 14:1; Is. 43:6; 45:11; 63:8; Jer. 3:19; Rom. 8:14; Gal. 3:26; Fil. 2:15; 1 Jn. 3:1). |
| 5) Los adoptados por Dios (en Cristo) (Ro. 8:15, 23; 9:4; Gá. 4:5; Ef. 1:4-5). |
| 6) Los imitadores de Dios (Mt. 5:44-45). |
| 7) Los creyentes que recibirán el reino de Dios (Ro. 8:23; Ap. 21:7). |
También reconoce que «hijo de Dios» se utiliza para referirse a los ángeles (por ejemplo, Job 1:6; 2:1; 38:7; cf. Gn. 6:4), una característica textual que consideraremos de pasada.
Cuando sumamos todos estos usos diferentes de «hijo de Dios», podemos ver por qué a veces se malinterpreta este título. Sin embargo, no tiene por qué ser así. A medida que el AT se desarrolla y el NT interpreta la revelación progresiva del Hijo de Dios (véase Heb. 1:1-3), podemos ver claramente cómo el uso múltiple de «hijo de Dios» llega a recaer sobre Cristo y los que están en Cristo.
En lo que sigue, identificaremos la forma en que Adán, Israel y David son identificados explícitamente como hijos de Dios. Además, veremos cómo el oficio del sumo sacerdote funciona como «hijo» de Dios. A partir de estos cuatro «hijos de Dios», podemos entender mejor a Jesús como el «Hijo de Dios». Por medio de la revelación divina, cada «hijo de Dios» del AT es formado a semejanza del Hijo divino. El Hijo eterno de Dios es el arquetipo divino, por el que todos los hijos de Dios llegan a existir. Sin embargo, en la historia redentora estos hijos de Dios sirven como tipos bíblicos para Jesucristo, el antitipo, que vendrá en la plenitud de los tiempos.
De hecho, una forma de entender la relación entre Dios Hijo, el Dios engendrado eternamente (Juan 1:18), y Jesucristo, el Hijo de Dios, es observar la forma en que «hijo de Dios» se utiliza tipológicamente en el AT. Al comparar los tipos del AT y el antitipo del NT, llegamos a comprender «hijo de Dios» en toda su múltiple gloria (ver Tipología como recurso hermenéutico).
En lo que sigue, compararemos a los hijos de Dios (Adán, Israel, Aarón, David) con Jesucristo. Y después, una vez que Dios Hijo encarnado reciba el título de «Hijo de Dios» en su resurrección (véase Hch. 13:32-33; Rom. 1:4), veremos cómo la filiación de Jesús se aplica a todos los hijos del nuevo pacto de Dios.
Adam
Lucas 3:38 es inequívoco: Adán es el «hijo de Dios». Al final de la genealogía de Jesús (3:23-38), Lucas identifica a Jesús como descendiente de Adán por medio de la línea familiar de Abraham. Situada al principio de su ministerio público, esta genealogía identifica a Jesús como «hijo de Adán» e «hijo de Dios». Brandon Crowe (29) explica el trasfondo de esta conexión en Gn. 5:1-3:
La correlación de Adán y la filiación divina se encuentra no sólo en Lucas 3:38, sino ya en la genealogía de Génesis 5. Leemos en Génesis 5:1 que Dios creó a Adán a su semejanza (hebreo: damut; griego: eikon), y en 5:3 leemos que Adán engendró un hijo a su semejanza (damut) e imagen (selem; véase también Génesis 1:26). La implicación es que, de forma análoga a la paternidad de Adán sobre Set (y en la línea descendente), Dios es Padre de Adán y, por tanto, Adán debe entenderse como hijo de Dios. Esta también parece ser una clara implicación de la conclusión de la genealogía de Lucas en 3:38 («hijo de Adán, hijo de Dios»).
The Last Adam A THEOLOGY of the OBEDIENT LIFE of JESUS in the GOSPELS, Brandon Crowe
El significado teológico de esta conexión entre Jesús y Adán es desarrollado en los Evangelios, por Pablo y por el autor de Hebreos (cf. Crowe). De forma más explícita, Pablo presenta a Adán como un tipo profético de Cristo en Rom. 5:14. Retomando la tipología de Adán en 1 Cor. 15, vuelve a llamar a Jesús el «último Adán» (v. 45) y alude a Set, la «imagen» de Adán en Gn. 5:3, cuando dice en el v. 49: «Así como hemos llevado la imagen del hombre del polvo, también llevaremos la imagen del hombre del cielo» (cf. Gladd, 308). Colosenses 1 también utiliza «imagen» para expresar filiación cuando declara que Jesús es «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación» y «el primogénito de entre los muertos» (vv. 15, 18). Y Heb. 1:2-3 presenta al Hijo como «el resplandor de la gloria de Dios y la huella exacta de su naturaleza».
A partir de estos versículos, encontramos una fuerte conexión entre la filiación y la imagen, un punto bien desarrollado por Emadi (25-35) al unir la filiación con la imagen, así como la realeza y el sacerdocio. Como muchos han demostrado (por ejemplo, Gentry y Wellum, 86-91), la filiación de Adán conlleva realeza y sacerdocio. Como «hijo de Dios», la realeza de Adán se ve explícitamente en Gn. 1:26-28 y en el Salmo 8, ya que recibe el dominio sobre toda la creación (Dempster, 56-62). Asimismo, Gn. 2:15-17 retrata a Adán como un sacerdote que sirve en el templo-jardín de Dios (Beale, Temple, 66-70; Schrock, Royal Priesthood, 27-34). En conjunto, «siempre será mejor referirse a Adán como un ‘rey-sacerdote’, ya que sólo después de la ‘caída’ se separa el sacerdocio de la realeza» (Beale, Temple, 70). De hecho, antes del pecado, la gloria del hombre se encontraba en el oficio indivisible de la filiación, el sacerdocio y la realeza.
Tras la caída, Dios dividió estas funciones en Israel. Los sacerdotes procedían de los hijos de Leví (Dt. 33:8-11) y los reyes de los hijos de Judá (Gn. 49:8-12). Sin embargo, esta separación del sacerdocio y la realeza no estaba destinada a ser eterna. Más bien, la división anticipaba la llegada del Hijo verdadero que sería rey y sacerdote (Sal. 110; Heb. 7). En el último Adán, por tanto, se vio el verdadero resplandor de Dios en la gloria real sacerdotal de Cristo.
Para ser más precisos, la gloria eterna del Hijo divino (Juan 17:5) se ve ahora a través de la humanidad glorificada de Jesús (17:24). Esta humanidad glorificada estuvo velada mientras Cristo habitó en la tierra, pero ahora las Escrituras dan testimonio de la humanidad glorificada del Hijo (véase el «Hijo de Dios» en Ap. 1:12-16; 2:18). Como último Adán, el Hijo de Dios disfruta de su gloria celestial (1 Co. 15:35-49), al igual que conduce a todos los hijos de Dios a la gloria (He. 2:10). Mediante su resurrección, el Hijo divino se entiende ahora como el verdadero Hijo de Dios. Y lo que es más importante, como hijo de Dios como Adán, todo lo que era cierto del primer hombre es cierto de Jesús, sólo que en mayor medida (Schrock, «Restaurar», 31-33). Esto incluye las funciones sacerdotal y real de Adán, dos papeles que se desarrollarán a través de los hijos de Aarón y David, respectivamente.
Israel
Israel es identificado como el «hijo primogénito» de Dios (Éx. 4:22-23). En el contexto, Yahvé identifica a Israel como su primogénito cuando amenaza con matar al primogénito del faraón para liberar a su pueblo (es decir, a su hijo). Lo que sigue en el Éxodo es una competición para ver quién es el verdadero hijo de Dios. En Egipto, el primogénito del faraón presumiblemente se convertiría en el siguiente hijo de Dios, un título reservado para el rey de Egipto (Gentry y Wellum, 76-77; Emadi, 27-29). Sin embargo, al liberar a los hijos de Abraham de Egipto, Yahvé está mostrando quién es el verdadero hijo de Dios.

La revelación posterior identifica el éxodo como el lugar en el que Dios se convirtió en el padre de Israel (Deut. 32:18; Sal. 80:15; Jer. 31:9; Oseas 11:1). Esta identificación corporativa explica cómo se relaciona Israel con Adán. Como ha dicho G. K. Beale, Israel es un «Adán corporativo» (Temple, 120-21). Lo que comenzó en el Edén -la relación de Dios con su hijo- se retoma con su pueblo de la alianza. Y, como veremos a continuación con los sacerdotes, la relación entre Dios y sus mediadores es siempre paternal. Como un hijo cumple las órdenes de su padre en la tierra, así los hijos de Dios cumplen las órdenes de su Padre en el cielo.
En Éxodo, vemos la relación paternal de Dios con Israel cuando comparamos 4:22-23 y 19:1-8. Identificado como su primogénito, Israel pasará por una serie de pruebas, incluida la redención de todos los hijos primogénitos en la Pascua (Éx. 12-13) y el bautismo de Moisés en el Mar Rojo (Éx. 14-15; cf. 1 Co. 10:1-2). Mediante este proceso de santificación, el hijo de Dios (Israel) será identificado como su posesión atesorada (səgullâ) y un «reino de sacerdotes» (19:5-6). Es importante señalar que el éxodo de Israel es lo que permitió a los primogénitos de Yahvé acercarse al monte santo de Dios (Éxo. 19-24) y después a su tabernáculo (Éxo. 25-40). En todo esto, Dios estaba iniciando el proceso de restituir a Israel lo que Adán perdió por su pecado en el Edén: como hijo de Dios, Israel está llamado a ser un sacerdocio real. Estas vocaciones (sacerdote y rey) identifican quién es Israel y qué debe hacer. Esta conexión de filiación, sacerdocio y realeza se remonta a Adán y prepara el camino para un hijo mayor.
Cuando comparamos a Israel con Adán, descubrimos que ambos hijos de Dios son sacerdotes reales. No por casualidad Moisés presenta a Adán como un hijo de Dios que es sacerdote y rey. De hecho, la triple identificación de Israel como hijo, sacerdote y rey refleja el modo en que Israel, como hijo de Dios, es un «Adán corporativo» y el medio por el que una nueva humanidad procederá de su linaje (cf. Gal. 3:16). En consecuencia, siempre que veamos el lenguaje «hijo de Dios» en las Escrituras, debemos reconocer que el sacerdocio y la realeza están cerca. Incluso cuando los hijos de Aarón (Éx. 28:1) y los hijos de David (2 Sam. 7:9-14) se convierten en sacerdotes y reyes de Israel, respectivamente, el objetivo es siempre una reunión de los oficios (véase, por ejemplo, Sal. 110:1-7; Zac. 6:9-15).
Confirmando esta lectura del Éxodo, Mateo identifica a Jesús como el verdadero Israel cuando se apropia de Oseas 11:1 («De Egipto llamé a mi hijo») en Mateo 2:13-15. Al tomar la designación de hijo de Dios y aplicarla a Jesús, explica cómo Jesús es el Hijo de Dios (Beale, Nuevo Testamento, 406-12). Pero para ser precisos, el lenguaje de la filiación identifica aquí a Jesús como el verdadero Israel. Del mismo modo, cuando Jesús es conducido por el Espíritu al desierto durante cuarenta días (Mateo 4:1-11), repite los acontecimientos de Israel, que Mateo emplea para identificar el tipo de hijo que es Jesús: un hijo como Israel. Además, las ubicaciones en el templo (v. 5) y sobre todas las naciones (v. 8) no son accidentales; unen la filiación con el sacerdocio y la realeza. Es más, el diablo tienta a Jesús para que demuestre su filiación, diciéndole: «Si eres Hijo de Dios…» (Mt. 4:3, 6). Mientras Jesús recita las Escrituras relacionadas con la identidad de Israel como hijo (véase Deut. 8:3-5), Jesús está recapitulando los acontecimientos de la tentación de Israel en el desierto. Sin embargo, simultáneamente, también está demostrando ser un verdadero «Hijo» de Dios como Adán.
Del mismo modo, cuando el Padre identifica a Jesús como su verdadero Hijo en su bautismo («Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia», Mateo 3:17), retoma las referencias veterotestamentarias y las aplica a su Hijo. Tanto si Mateo está recordando Gen. 22 o Isa. 42 o ambos, la cuestión es cierta: Jesús es el verdadero Hijo de Dios, al igual que Israel era hijo de Dios.
Esto no niega la deidad ontológica del Hijo ni el hecho de que es, y siempre ha sido y siempre será, el Hijo divino. Pero en el bautismo de Jesús tal designación teológica es todavía prematura. En cambio, este acontecimiento, como toda la vida de Jesús, revela la naturaleza polifacética de su filiación. Retratar a Jesús como hijo, como verdadero Israel, revela su papel redentor-histórico funcional en relación con hacer lo que Adán y, especialmente, Israel deberían haber hecho al obedecer a Dios.
Llegados a este punto, el lector moderno puede sentirse tentado a preguntar: ¿Cómo sabemos qué faceta se está revelando? Por ejemplo, ¿la tentación de Jesús está demostrando que es un hijo de Dios como Israel? ¿O un hijo de Dios como Adán? Y la respuesta bíblica es sí. Cuando Israel, el Adán corporativo, fracasa en el desierto, su desobediencia remite al fracaso de Adán en el jardín. Simultáneamente, la experiencia de Israel en el desierto también apunta hacia adelante, hacia un hijo de Israel, que es el verdadero Hijo de Dios. Así, cuando Mateo relata los cuarenta días de Jesús en el desierto, no se está limitando a un solo tipo. Por el contrario, está uniendo sombras mientras da testimonio de su sustancia: Jesucristo, el Hijo de Dios.
El Sumo Sacerdote
Si Israel, como reino de sacerdotes (Éxo. 19:6), es llamado hijo de Dios (Éxo. 4:22-23), se deduce que los sacerdotes también son hijos de Dios. Como se señaló con Adán, la relación de filiación con el sacerdocio es inherente a la imagen de Dios (Schrock, Sacerdocio, 19, 33; Emadi, 30-35). Siguiendo esto, cuando Dios eligió a Aarón y a sus hijos para servir en su casa, los revistió de gloria y belleza (Éx. 28:2), igual que al primer hombre (Emadi, 73-74).
Como encarnación viviente del Señor (es decir, imagen de Dios), el sumo sacerdote serviría en la casa de su Padre y traería bendiciones a todos los demás (Núm. 6:22-26; Sal. 133). De hecho, incluso antes del Éxodo, los hijos de la promesa hacían altares (Gn. 26:25; 33:2; 35:1, 3, 7; cf. Éx. 17:15) y adoraban a Dios de formas que anticipaban el culto corporativo de Israel (Schrock, Royal Priesthood, 34-45).
Es decir, antes de los pactos mosaico y levítico, los hijos servían como sacerdotes entre los patriarcas (Hahn, 136-42; Morales, 8-12). Así lo sugiere la presencia de sacerdotes preararónicos en el Sinaí (Éxo. 19:22, 24), el servicio de los jóvenes que ofrecían sacrificios (Éxo. 24:5) y la sustitución de los primogénitos por levitas debido al incidente de la becerra de oro (Schrock, Royal Priesthood, 51-55). En otras palabras, antes de que Dios eligiera a los hijos de Aarón para ser sacerdotes, el sacerdocio venía por vía de filiación.

Es cierto que la frase «hijo de Dios» no se aplica directamente a los hijos de Aarón, pero cuando Dios los apartó para el servicio, efectivamente los adoptó como hijos. Peter Leithart (77) compara incluso la ordenación sacerdotal con una especie de adopción. Además, el servicio sacerdotal ante el altar de Dios en la tierra reflejaba el servicio de los ángeles en el templo celestial de Dios (Leithart, 68). En otras palabras, si «hijos de Dios» es un término utilizado para los ángeles (véase Job 1:6; 2:1; 38:7), e «hijos de Dios» también se utiliza para los mediadores humanos de Israel, cabe preguntarse si existe alguna conexión. Una posibilidad es que los hijos de Dios, angélicos o humanos, sean los que sirven en la presencia de Dios.
Los ángeles no son sacerdotes per se, pero la analogía es ésta: los hijos humanos de Dios en la tierra hacen lo que los hijos angélicos de Dios hacen en el cielo. Yendo un paso más allá, el AT preveía un día en que las naciones, que estaban sometidas a poderes angélicos (es decir, «hijos de Dios» en Deut. 32:8-9 RVR; cf. Dan. 10:13), estarían sometidas a un hijo humano de Dios. De hecho, lo que Adán perdió en el jardín, Dios prometió restaurarlo cuando el verdadero Hijo de Dios viniera del cielo a la tierra. De hecho, es significativo que cuando Cristo se sentó como sumo sacerdote, cumpliendo así el Salmo 110:1, todas las cosas del cielo, tanto visibles como invisibles, fueron puestas bajo los pies de aquel que fue declarado «Hijo de Dios» (Rom. 1:4).
De múltiples maneras, esta visión de los hijos de Dios humanos sustituyendo a otros hijos de Dios angélicos es confirmada por Hebreos. En esta epístola sacerdotal, Jesús es presentado como el verdadero hombre (2:5-9, citando el Salmo 8:4-6) y el verdadero Hijo sobre la casa de Dios (3:1-6). Por ser el Hijo verdadero, será aceptado en la casa de su Padre como el verdadero sacerdote. De hecho, Heb. 5:5-6 dice que Jesús recibe su sacerdocio a causa de su filiación perfecta, una realidad escatológica que cumple el Sal. 110. Aún más, debido a su gloriosa ascensión, ha purificado el cielo (Heb. 9:23) y ha hecho un lugar para que los hijos de Dios entren en la gloria con él (2:10; 11:39-40). Como resultado, el cielo está ahora poblado por la iglesia de los primogénitos (ekklēsia prōtotokōn), así como por los ángeles que están vestidos con ropas de fiesta (12:22-24).
Hermenéuticamente, esta asociación de sacerdocio y filiación nos recuerda que «hijo de Dios» es un concepto bíblico-teológico que excede la colocación de «hijo» y «de Dios». En su lugar, la frase «hijo de Dios» es una parte de un triple cordón, y al igual que la realeza implica la filiación, también lo hace el sacerdocio (Leithart, 118; Perrin, 85). Como revela Hebreos, la filiación, el sacerdocio y la realeza deben leerse juntos (Emadi, 169-204). En ambos Testamentos, estos tres títulos se interpretan mutuamente, y no debemos restringir nuestra comprensión de «hijo de Dios» a una mera búsqueda de palabras. Esto resultará especialmente cierto cuando consideremos al Hijo de Dios como hijo de David.
David
Otro pasaje del AT que se asocia con el bautismo de Jesús es el Salmo 2:7 («Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado»). Como salmo de David (véase Hechos 4:25), el Salmo 2 identifica al hijo que será colocado en el trono de Sión (vv. 6-8). En su contexto original, sin embargo, esta afirmación es una expansión poética del pacto de Dios con David en 2 Sam. 7, no una afirmación directa sobre la divinidad de Jesús (Wellum, 99-101).
En 2 Sam. 7, cuando David intenta construir una casa (es decir, un templo) para Yahvé, Dios se da la vuelta y promete construir una casa (es decir, una dinastía) para David. En este pacto con David, Dios promete un hijo que se sentará en un trono eterno (vv. 12-14). Aún más, este trono eterno viene con la oferta de que el hijo de David será hijo de Dios: «Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo» (v. 14).
En la historia inmediata de Israel, este hijo de Dios fue Salomón. Gobernó con sabiduría y justicia, trayendo paz y bendición al pueblo al llevar a la nación a mantener el pacto con Dios. De este modo, el destino de Israel como hijo colectivo de Dios dependería del hijo de David.
Al mismo tiempo, el papel del sacerdocio tampoco estaba muy alejado del gobierno real de David y Salomón. Aunque ninguno de los dos era hijo de Aarón, David y Salomón a menudo adoraban a Yahvé como sacerdotes (véase 2 Sam. 6:14; 1 Reyes 8). Ambos orientaron su reino hacia el templo de Dios y establecieron el sacerdocio en Israel. Aunque fueron incoherentes en su gobierno, estos dos reyes no actuaron como los reyes de las naciones (véase 1 S. 8). En su lugar, al igual que el anterior rey-sacerdote Melquisedec, sirvieron al Dios Altísimo con obediencia sacerdotal (cf. Perrin, 143-65), es decir, sirvieron a Dios como verdaderos hijos.
Lamentablemente, la obediencia de los hijos de David duró poco. Salomón apartó su corazón de Dios para servir a los ídolos. Y más tarde, los herederos de David, con unas pocas excepciones, rompieron su pacto con Dios y perdieron su derecho a sentarse en el trono (Sal. 89). Aun así, el molde para un rey davídico que fuera hijo de Dios estaba establecido, y mientras los profetas lamentaban la caída de la casa de David, Dios comenzó a prometer un hijo de David cuya justicia restauraría el reino a Israel (Is. 9:6-7; 11:1-10; Jer. 23:5-6; Ez. 34:23-24; Ose. 3:5; Amós 9:11-12; Mic. 5:2; Zac. 6:9-15).
De hecho, en el NT, el Hijo de Dios es el hijo de David, cuya justicia bajo la ley hace posible el nuevo pacto. De hecho, el evangelio de Pablo se basa en las promesas de Dios a David (Rom. 1:3; 2 Tim. 2:8). Para limitarnos a un pasaje, Rom. 1:2-4 muestra cómo Jesús, como hijo de David, es el Hijo de Dios y la esperanza de salvación (c.f. ver Hijo de David).
Pablo habla de que Cristo recibió el título de «Hijo de Dios» en su resurrección. Romanos 1:3-4 dice:
«en cuanto a su Hijo, que descendió de David según la carne y fue declarado Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro».
Rom 1:3-4

Este pasaje se entiende mejor como que el Hijo eterno de Dios asumió una naturaleza humana, a través de la línea de David, y recibió el honor de ser llamado el «Hijo de Dios en poder» cuando resucitó a la vida (cf. Hechos 13:32-33). Como señala Thomas Schreiner (Romanos, 42), «El título [huiou theou] en el versículo [4] es una referencia no a la deidad de Jesús, sino a su realeza mesiánica como descendiente de David (cf. 2 Sam. 7:14; Sal. 2:7)», una realeza mesiánica que le fue otorgada «al resucitar». Aunque Jesús es el Hijo de Dios durante toda su vida humana, su resurrección le asigna el título de «Hijo de Dios».
Este exaltado título se remonta a 2 Sam. 7:14. Sólo que ahora se aplica a Jesús, que ha demostrado ser el verdadero Hijo de Dios y digno de un trono eterno. Como confirma Hebreos, sólo después de que la humanidad de Jesús sea «perfeccionada» recibe el título de «Hijo de Dios». Por eso Hebreos sostiene que fue necesario que el Hijo aprendiera la obediencia mediante el sufrimiento (5:8). En otras palabras, cuando Cristo resucitó de entre los muertos y ascendió a la diestra del Padre (cf. Sal. 110), toda la creación fue puesta bajo sus pies (Sal. 8), de modo que recibió el derecho a gobernar el cielo y la tierra como hijo de David (Gentry y Wellum, 194-95).
En resumen, lo que Adán, Israel, Aarón y David no consiguieron -probar su filiación-, Jesús lo logró. Y maravillosamente, su resurrección resulta ser el momento en que es «declarado», o mejor «nombrado» (horizō), el «Hijo de Dios», mientras que su ascensión resulta ser el momento de su gloriosa coronación. Pablo identifica esto al comienzo de Romanos y lo define como el núcleo del mensaje evangélico (Rom. 1:1-7). En verdad, esta es la forma en que Dios en Cristo une todas las cosas en el cielo y en la tierra (Ef. 1:10), ya que el Hijo eterno de Dios es finalmente reconocido como el «Hijo de Dios» que cumplió de una vez por todas lo que Adán, Israel y los hijos de David deberían haber hecho.
Filiación divina en el judaísmo del Segundo Templo
Los pasajes veterotestamentarios mencionados anteriormente fueron interpretados mesiánicamente durante el período del Segundo Templo (SalSl 17:23–24; 1 En. 48:10; 4 Esd 13:35), aunque los eruditos creyeron durante mucho tiempo que existía una clara conexión entre la filiación divina (o el título «Hijo de Dios») y el Mesías durante este período. Se presentaron un puñado de textos judíos para apoyar dicha conexión (e.g., 1 En. 105:2; 4 Esd 7:28–29; 13:32, 37, 52; 14:9), pero su valor probatorio se vio socavado por diversos factores: lo tardío de las fechas, la sospecha de una interpolación cristiana o posibles errores de transmisión o traducción.
Pero la opinión académica cambió significativamente con el descubrimiento de los manuscritos del mar Muerto, un descubrimiento que aportó cuatro textos que parecían respaldar una conexión entre la filiación divina y el Mesías judío. El ejemplo más cierto es 4Q174, que vincula 2 Samuel 7:14 (un texto en el que los descendientes reales de David son identificados como hijos de Dios) con un mesías real.

El Apocalipsis arameo, también conocido como el 4Q246, es uno de los Rollos del Mar Muerto que se encuentran en Qumran que es notable por una mención mesiánica temprana de un Hijo de Dios. El texto es un fragmento en idioma arameo adquirido por primera vez en 1958 de la cueva 4 en Qumrán, y el principal debate sobre este fragmento ha sido sobre la identidad de esta figura del Hijo de Dios.
El texto 4Q246, más provocador (y discutido), contiene de hecho los títulos «Hijo de Dios» e «Hijo del Altísimo». Debido a la calidad del manuscrito (el texto contiene numerosos agujeros/lagunas) no es seguro si los títulos se están utilizando para describir a una figura mesiánica o a un impostor mesiánico (posiblemente un gobernante pagano). Aunque la corriente de la opinión académica prefiere actualmente la primera opción (véase Fitzmyer 2000), se mantiene la incertidumbre.
Según J. Fitzmyer, 1Q28a dice así: «cuando Dios engendra al Mesías», una lectura que se hace eco del Sal 2:7 e implica la filiación divina del Mesías. Sin embargo, las palabras hebreas «engendra» y «trae» solamente se diferencian por un ligero trazo de la pluma. Caso de aceptarse la última lectura, esta socava la conexión mesiánica con la filiación divina. Por último, un manuscrito muy fragmentario, 4Q369, dice: «le hiciste como un hijo primogénito para ti», y más adelante, «como él por príncipe y gobernante en todo tu país terrenal». Aunque este texto podría conectar a uno identificado como un «hijo» (¿de Dios?) con una posible figura mesiánica, la condición fragmentaria impide alcanzar cualquier conclusión cierta.
Persiste el debate, pero parece que hay un consenso creciente en que la filiación divina se asoció con el pensamiento mesiánico durante el período del Segundo Templo, aunque la relativa escasez de evidencias sugiere que esta asociación era infrecuente. Esta infrecuencia puede deberse al

Colaboradores: Martin G. Abegg Jr. James E. Bowley Craig A. Evans Peter W. Flint James A. Sanders James M. Scott Eugene Ulrich James C. VanderKam Robert W. Wall Bruce K. Waltke
hecho de que el uso de la filiación divina en el mundo grecorromano a menudo implicaba la deidad de un ser humano (por ejemplo, gobernante, héroe militar, filósofo), una afirmación blasfema desde cualquier punto de vista judío. La asociación de la filiación divina con el Mesías durante el período del Segundo Templo, caso de ser aceptada, estaría directamente relacionada con la filiación divina de los reyes de Israel en el AT, en particular de los descendientes de David. Por lo tanto, la filiación divina enfatiza la identidad real del Mesías a través de la ascendencia davídica y no conlleva inferencias de deidad (véase Hijo de David).
G. Vermes apunta a dos rabinos hacedores de milagros que están vinculados a la idea de la filiación divina en la literatura rabínica. El primer ejemplo es Honi el hacedor de círculos (siglo I a. C)., de quien se dice que oró a Dios «como un hijo de la casa» (m. Taʿan. 3:8). Esta tradición podría implicar la filiación divina de Honi, si bien S. Safrai ha argumentado que la frase «hijo de la casa» es preferible interpretarla como una referencia a un esclavo doméstico. El segundo ejemplo es Hanina ben Dosa (siglo I A. D.), a quien una voz celestial se dirigió como «mi hijo» (b. Taʿan. 24b; b. Ber. 17b; b. Ḥul. 86a). Es evidente que tal tradición podría implicar la filiación divina de Hanina ben Dosa, y que es similar a la del bautismo de Jesús (Mc 1:11). Aunque estas tradiciones se refieren a personas relativamente contemporáneas de Jesús, la fecha tardía en que se escribieron (ca. 500 A. D.) complica su verificación histórica. Sin embargo, si se aceptan estas tradiciones como auténticas, sugieren que los justos hacedores de milagros del siglo I podían ser considerados como hijos de Dios.
Filiación divina en el mundo grecorromano
La filiación divina era un concepto importante y prevalente en la cultura y religión griegas. No obstante, el título concreto de «hijo de dios» era menos frecuente porque la palabra genérica «dios» a menudo se reemplazaba con el nombre de un dios concreto (e.g., Zeus, Apolo, Helios).
Entre los griegos, la filiación divina implicaba una ascendencia divina literal, y por lo tanto un cierto grado de divinidad, cuya medida podía variar. Apolo era literalmente el hijo del dios Zeus y de la diosa Leto, y por lo tanto plenamente divino. Heracles (Hércules), el hijo de un dios (Zeus) y una humana (Alcmena), era considerado como un semidiós que poseía la fuerza, el coraje y el ingenio de un dios, pero también la mortalidad humana. Pero incluso a los personajes históricos se les concedía la filiación divina.
Alejandro Magno era considerado como un hijo literal de Zeus, una identidad recogida por sus sucesores ptolomeos. El filósofo Platón también se rumoreaba que era el hijo de Apolo. La filiación divina de figuras tan notables (tanto míticas como históricas) fue aceptada con pocas objeciones por los griegos, para quienes la línea entre lo divino y lo humano era mucho menos absoluta que para los judíos.

Este hecho es significativo si tenemos en cuenta la atribución de la filiación divina al emperador romano. «Hijo de dios» era un título de uso frecuente para referirse a los emperadores romanos, y a Augusto en particular. Este título no implicaba divinidad, sino que demostraba la relación del emperador con un predecesor fallecido y posteriormente deificado. Por ejemplo, Augusto era el hijo adoptivo del difunto y posteriormente deificado Julio César; de esta manera, Augusto era literalmente el hijo del divinizado Julio: hijo de un dios, pero sin que él mismo fuera todavía un dios.
Entre los romanos, la filiación divina también era bastante prominente. Adoptaron la mitología de los griegos y por tanto aceptaron la filiación divina en todo lo que tenía que ver con los dioses del panteón griego. Los romanos también remontan sus orígenes al héroe troyano Eneas, que era hijo de la diosa Venus (Afrodita). El propio Julio César afirmó ser descendiente directo de Eneas. Pero hay una diferencia importante entre los griegos y los romanos en cuanto a su comprensión de la filiación divina. A diferencia de los griegos, los romanos eran extremadamente reacios a atribuir la condición divina a un ser humano vivo, aunque ese estatus se le podía conceder a los difuntos.
FILIACIÓN DIVINA EN LA VIDA DEL JESÚS HISTÓRICO
Al considerar la filiación divina y el Jesús histórico es necesario abordar dos preguntas:
- ¿Se consideró el Jesús histórico a sí mismo de alguna manera el Hijo de Dios?
- En caso afirmativo, ¿qué importancia le atribuyó a tal condición de hijo?
¿Se consideró Jesús a sí mismo el Hijo de Dios?
Fueron muchos los que mantuvieron durante mucho tiempo, en contra del testimonio de los Evangelios canónicos, que Jesús nunca se concibió a sí mismo en términos de filiación divina. Tal conclusión se basaba fundamentalmente en dos argumentos.
El primero afirmaba que el concepto de filiación divina mesiánica estaba ausente en el judaísmo del Segundo Templo, y que por tanto Jesús probablemente no se concibió a sí mismo en tales términos, y tampoco lo hicieron sus discípulos.
El segundo argumento sostenía que textos como Romanos 1:4 y Hechos 13:33 indican que la iglesia primitiva creía que Jesús se convirtió en «Hijo de Dios» tan solo después de su resurrección, y que por consiguiente el Jesús histórico nunca pensó en sí mismo en tales términos.
Hoy día, estos argumentos tienen mucha menos influencia. El primer argumento se vio socavado por los MMM (Manuscritos del Mar Muerto), que, tal como se ha dicho, evidencian que un concepto de filiación divina mesiánica estaba presente en el judaísmo del Segundo Templo, y por tanto fácilmente al alcance de Jesús y sus discípulos.

El segundo argumento se ha ido debilitando con un examen más detallado de los pocos pasajes que sugieren que Jesús se convirtió en «Hijo de Dios» solamente en su resurrección. Es ampliamente aceptado que Romanos 1:3–4 representa un credo de la iglesia primitiva. C. K. Barrett (et al.) argumentó que la porción original del credo reflejado en Romanos 1:4 simplemente decía: «y según el Espíritu, fue designado para ser el Hijo de Dios por la resurrección de los muertos».
Llegó a la conclusión de que frase «con poder», que niega cualquier pretensión de que la resurrección fuera el punto de partida de la filiación divina de Jesús, es una adición paulina al credo. Pero si bien la mayoría de los comentaristas coincide en que Romanos 1:3–4 refleja un credo de la iglesia primitiva, son pocos los que pueden ponerse de acuerdo sobre qué partes del credo pertenecen a la iglesia primitiva y cuáles son producto de la edición paulina (véase Fitzmyer 1993).
Cualquier reconstrucción de un credo de este tipo es muy especulativa y, por tanto, bastante incierta. Esta incertidumbre hace que las conclusiones posteriores sobre las creencias de la iglesia primitiva acerca de la filiación divina resulten igualmente inciertas.
Hechos 13:33 parece vincular la resurrección con el cumplimiento profético del Salmo 2:7: «Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy». A menudo se argumenta que este texto también refleja una creencia de la iglesia primitiva de que Jesús se convirtió en Hijo de Dios solo en su resurrección (véase Dunn 1996, 2003). Pero en el pasaje no queda clara la naturaleza del vínculo entre el Salmo 2 y la resurrección. La palabra anistēmi podría referirse realmente a la aparición de Jesús en la historia en lugar de a su resurrección.
I. H. Marshall ha sugerido que Hechos 13:33 no está tratando de establecer el hecho de la filiación divina de Jesús sobre la base de su resurrección, sino que intenta establecer el carácter de su filiación divina, esto es, su obediencia como Hijo de Dios, sobre la base de su resurrección. Una vez más, basándonos en Hechos 13:33 podemos tener poca confianza en que la iglesia primitiva creyera que Jesús se convirtió en «Hijo de Dios» solamente en su resurrección.
Nos fijamos ahora en la tradición sobre Jesús de los Evangelios canónicos y la evaluación histórica de las tradiciones en las que Jesús se asocia a sí mismo con la filiación divina. El siguiente análisis de tales tradiciones comienza y se centra en los Evangelios sinópticos, a los que en la mayoría de las evaluaciones históricas se les da preferencia sobre el Evangelio de Juan. Sin embargo, el análisis concluye considerando el posible valor del cuarto Evangelio para comprender el Jesús histórico y la filiación divina.
Existe un acuerdo generalizado entre los eruditos de que Jesús se dirigió a Dios como «Padre», y muchos de ellos llegan a la conclusión de que lo hizo mediante el uso de la palabra aramea abba (véase Jeremias 1971, 1978; Dunn 1996, 2003; Marshall).
Aunque las dos últimas décadas de estudios académicos han demostrado una sobrestimación de las pruebas relacionadas con la utilización de «Padre» por parte de Jesús (y quizás más específicamente abba), la conclusión de que Jesús se dirigió a Dios en términos paternales sigue siendo sólida. Este apelativo está firmemente respaldado por el criterio de atestación múltiple, ya que se encuentra (usando la palabra griega patēr [«padre»]) en Marcos, Q, tradiciones mateanas singulares, tradiciones lucanas singulares y tradiciones joánicas (véase Jeremias 1971, 1978; Thompson).
De hecho, solamente hay una ocasión en los Evangelios canónicos donde Jesús no se dirige directamente a Dios como Padre (Mc 15:34). Esta evidencia sugiere contundentemente que «Padre» era la forma más habitual con la que Jesús se dirigía directamente a Dios. Menos segura es la conclusión de que el arameo abba se encuentre detrás del uso que hacen los Evangelios del griego patēr (ya que el Jesús histórico habló principalmente, cuando no exclusivamente, en arameo).
Abba aparece en los Evangelios canónicos una sola vez (Mc 14:36), lo que plantea interrogantes acerca de su uso por el Jesús histórico. Sin embargo, la aparición de esta palabra aramea en un Evangelio profundamente griego probablemente indica su importancia en la iglesia primitiva y en la memoria que tenía la iglesia del Jesús histórico. Tal conclusión se confirma con la sorprendente aparición de abba en dos de las epístolas de Pablo (Rom 8:15; Gal 4:6).
El hecho de que esta forma paternal de dirigirse a Dios fuera utilizada entre los cristianos gentiles indica su singular importancia para la iglesia y sugiere enfáticamente su origen temprano. Cuando estos dos usos paulinos de abba se toman conjuntamente con el uso singular de Marcos, surge un argumento sólido a favor de su origen en la vida de Jesús. Por lo tanto, concluimos que Jesús sí se dirigió a Dios como «Padre», probablemente utilizando el arameo abba, y que consecuentemente pensó en sí mismo en cierto sentido como Hijo de Dios. Ahora bien, llegados a este punto es poco lo que podemos afirmar sobre la relevancia de este tratamiento divino para la conciencia filial de Jesús.
Hay que señalar que en los Evangelios sinópticos Jesús nunca usó el título «Hijo de Dios» para identificarse a sí mismo (aunque Jesús afirma tal identidad en Mc 14:62). Sin embargo, hay tres textos sinópticos en los que Jesús se identifica a sí mismo como «el Hijo», donde la filiación divina está claramente implícita. El primer dicho se encuentra en Marcos 13:32 (también Mt 24:36), donde Jesús afirma que «el Hijo» no sabe el día ni la hora de los eventos escatológicos específicos, sino que ese conocimiento pertenece únicamente al Padre. Se puede presentar un argumento sólido sobre la historicidad de este dicho apelando al criterio de la dificultad (o vergüenza), ya que parece muy poco probable que la iglesia primitiva creara una tradición que señalara la ignorancia de Jesús (ver Criterios de historicidad en los evangelios).
El segundo dicho aparece en la parábola de los labradores malvados (Mc 12:1–9; Mt 21:33–41; Lc 20:9–16), donde Jesús se identifica claramente a sí mismo como Hijo de Dios. Existe un acuerdo generalizado en que alguna forma de esta parábola se remonta a Jesús, pero especialistas como J. Crossan concluyen que ha sido enriquecida con adornos alegóricos con vistas a reflejar la cristología de la iglesia primitiva, es decir, la convicción de la filiación divina de Jesús.
A menudo se argumenta que puede encontrarse una forma más antigua y original de la parábola en el Evangelio de Tomás (EvTom 65), una forma que (supuestamente) carece de los elementos alegóricos de la versión marcana (incluyendo cualquier referencia a la filiación divina). Sin embargo, A. Y. Collins (2007) señala que una reescritura no alegórica de un original alegórico es una explicación altamente plausible de la forma que se encuentra en el Evangelio de Tomás.

Además, los elementos alegóricos hallados en la parábola de Marcos no incluyen nada característicamente cristiano (resurrección, exaltación celestial, etc.) y por tanto no socavan la autenticidad de la parábola. C. Evans (2001) sostiene que el carácter semítico de la parábola, su coherencia con las tendencias interpretativas de los targumim arameos (particularmente de Isaías), y la viabilidad histórica de su contexto narrativo marcano sugieren que la parábola tiene su origen en la vida de Jesús y no en la de la iglesia primitiva.
Aunque la certeza de la autenticidad se nos escapa, tenemos pocas razones para dudar de la autenticidad de esta parábola tal como aparece en los Evangelios canónicos, y sí una serie de buenas razones para aceptarla.
El tercer dicho se encuentra en Mateo 11:27; Lucas 10:22. Estudiosos como R. Funk afirman que esta tradición refleja una cristología demasiado elevada (y demasiado joánica) como para que se la considere una tradición auténtica sobre Jesús, pero el trabajo reciente de L. Hurtado cuestiona el supuesto sobre el que se basa esta afirmación, que es que el pensamiento cristológico se desarrolla linealmente, de lo simple a lo más complejo.

Hay pruebas importantes de una cristología «elevada» en etapas muy tempranas de la vida de la iglesia (e.g., 1 Cor 8:6; Flp 2:6–11; Col 2:9), una realidad que al menos incrementa la plausibilidad de que tal cristología pudiera tener su origen en el mismo Jesús. Así pues, debemos tener cuidado a la hora de desestimar esta tradición simplemente porque refleje una cristología «elevada». De hecho, J. Jeremias (1971, 1978) ha demostrado que el pasaje tiene un fuerte carácter semítico, lo que indica una tradición antigua. Este pasaje sigue siendo el más incierto de los tres que hemos considerado, pero su historicidad no se puede descartar a la ligera.
Como veremos más adelante, la filiación divina es un rasgo cristológico destacado del Evangelio de Juan. Este motivo joánico se ha visto en gran medida como una creación del cuarto Evangelista, pero P. Anderson ha tratado de localizar la semilla del motivo en la vida de Jesús.
Anderson sostiene que el motivo joánico de Padre-Hijo va intrínsecamente unido al de «profeta como Moisés» de Deuteronomio 18:15–22. Anderson propone que el uso que hace Juan de ambos motivos es el resultado de la reflexión teológica sobre el ministerio profético del Jesús histórico, un ministerio en el que Jesús se concibió a sí mismo como un profeta como Moisés y expresó su identidad profética en términos de agencia filial.
El argumento de Anderson es digno de tomarse en consideración como una importante paso adelante en la elevación del lugar del Evangelio de Juan en la reconstrucción del Jesús histórico.
¿Cómo pudo Jesús haber entendido su filiación divina?
Si Jesús se concibió a sí mismo en términos de filiación divina, tal como sugiere la evidencia que hemos considerado, ¿de qué manera entendió tal condición de hijo?
El ambiente judío del Segundo Templo ofrece tres opciones plausibles:
- Un hijo de Dios en el sentido de que todos los judíos justos eran hijos de Dios (e.g., los discípulos de Jesús).
- Un justo hacedor de milagros, como Honi el Hacedor de círculos o Hanina ben Dosa.
- Un descendiente mesiánico real de David.
Intimidad de la condición de Hijo.
La importancia del uso que hizo Jesús de abba (si se acepta tal uso como histórico) ha recibido una gran atención académica durante las dos últimas décadas. Por lo general existe acuerdo en dos cosas en relación con el uso de abba por parte de Jesús:
- Abba no debería equipararse con el tratamiento infantil de «papá» (véase Barr).
- Abba era una forma íntima y tal vez coloquial de dirigirse a un padre (véase Jeremias 1971, 1978; Dunn 1996, 2003).
Sin embargo, la singularidad de este tratamiento divino es objeto de debate. Jeremias estaba básicamente en lo cierto al afirmar que no había ningún ejemplo de una oración directa a Dios como abba en la literatura precristiana del judaísmo palestino, aunque el uso del término hebreo formal ʾābî para dirigirse a Dios sí aparece en los MMM (véase Thompson; Fitzmyer 1985).
Sin embargo, la importancia de esta evidencia ha sido cuestionada. El tamaño de la muestra de literatura relevante es tan pequeño que no solo nos deja sin ejemplos de dirigirse a Dios como abba, sino también sin ejemplo de padres humanos a los que se les llame abba (véase Thompson).
Evidentemente, una evidencia tan limitada resulta insuficiente para determinar si Jesús fue el único en dirigirse a Dios como abba. J. Dunn (1996, 2003) sugiere que aunque el uso de abba por Jesús puede que no fuera único, la regularidad y la forma invariable en que utilizó abba para dirigirse a Dios probablemente sí lo era. Podemos concluir que el uso de abba por parte de Jesús refleja su sentido de intimidad personal con Dios, una intimidad que era única en la manera en que impregnaba el lenguaje de oración de Jesús. Tal intimidad filial podría insinuar que Jesús entendió su filiación divina como igualmente única, pero esta conclusión sigue siendo especulativa.

Al final de ese periodo, sin embargo, ya existe una cristología avanzada y de gran alcance que no duda en hablar de Jesús como «Dios».
Este excelente estudio de James D. G. Dunn sobre los orígenes y el desarrollo temprano de la cristología aclara con rico detalle los inicios de la plena creencia cristiana en Cristo como Hijo de Dios y Verbo encarnado. Empleando los métodos exegéticos del «contexto histórico del significado» y de la «conceptualidad en transición», Dunn ilumina el significado en el siglo I de títulos y pasajes clave del Nuevo Testamento que influyen directamente en el desarrollo de la comprensión cristiana de Jesús.
Elegido por Christianity Today como uno de los «Libros significativos» del año cuando apareció por primera vez en 1980, esta segunda edición de Christology in the Making contiene un nuevo prólogo ampliado que responde a las críticas de la primera edición y actualiza el propio pensamiento de Dunn sobre los inicios de la cristología desde su obra original.
Singularidad de la filiación.
Es cierto que Jesús enseña a sus discípulos a orar a Dios como «Padre», pero deberíamos tener en cuenta que Jesús es cuidadoso en establecer una distinción entre «mi Padre» y «vuestro Padre». Él nunca se refiere a Dios como «nuestro Padre» (en Mt 6:9 «Padre nuestro» es el modo en que se les dice a los discípulos que deben orar, y el pronombre de primera persona del plural no incluye a Jesús). Por lo tanto, aunque Jesús pudo haber introducido a sus seguidores a una forma nueva e íntima de entender a Dios como «Padre», también hizo una distinción entre su relación con Dios como padre y la de ellos. Tal distinción favorecería la conclusión de que Jesús entendió que su filiación divina era única en cierto sentido.
Marcos 12:1–12; 13:32 también indica la singularidad de la filiación divina de Jesús. Marcos 12:1–12 contrasta a Jesús, que es el Hijo de Dios, con los profetas, que son los siervos de Dios. Esto implica claramente la superioridad de Jesús sobre los profetas que vinieron antes que él, y por tanto su identidad única como Hijo de Dios. Marcos 13:32 distingue claramente «el Hijo» de todos los demás, y la presunción rechazada de que el Hijo tendría una visión única de los eventos escatológicos implica claramente la singularidad de la identidad y posición del Hijo.
La singularidad de la filiación divina de Jesús parece eliminar las primeras dos opciones de las tres enumeradas en el apartado ¿Cómo pudo Jesús haber entendido su filiación divina?.
Así pues, nuestra evidencia da a entender que la tercera opción es el modo más plausible en que Jesús concibió su identidad como Hijo de Dios: como un descendiente mesiánico real de David.
No podemos excluir la posibilidad de que Jesús pensara en su filiación divina en términos completamente únicos —de una forma completamente extraña al judaísmo— pero tal opción debe considerarse menos favorable (véase Harvey).
FILIACIÓN DIVINA EN EL NT Y LOS EVANGELIOS CANONICOS
Cuando el Hijo divino asumió la naturaleza humana, cumplió todos los propósitos de Dios. Es decir, Jesús es ahora el Hijo de Dios, que es el mejor Adán, el verdadero Israel, el sumo sacerdote perfecto y el rey eterno. Y lo que une todas estas vocaciones es su filiación. Dios Hijo encarnado, exaltado a la diestra de Dios, es a la vez Dios Hijo e Hijo de Dios. Y esta verdad nos lleva de lleno al modo en que las Escrituras articulan lo que los credos históricos confiesan, a saber, que el Hijo de Dios es plenamente Dios y plenamente hombre. En lo que sigue, nos fijaremos en el Evangelio de Juan para ver la gloria divina del Hijo.
Marcos
Jesús es identificado como Hijo de Dios solamente ocho veces en el Evangelio de Marcos, y a Dios se le llama directamente «Padre» en tan solo cuatro ocasiones. Sin embargo, el uso comparativamente infrecuente de tal identificación no debe confundirse con una relativa poca importancia.
La mayoría admite que «Hijo de Dios» es la principal identidad cristológica de Marcos para referirse a Jesús (véase Evans 2001; Kingsbury; Telford), una conclusión que no se basa en la frecuencia de uso sino más bien en la manera de usarse: el título aparece de forma destacada al comienzo, en medio y al final de la narración.
El Evangelio de Marcos comienza con una audaz afirmación de la filiación divina de Jesús (Mc 1:1; 1:11 [aunque el primero es textualmente incierto]), con Dios mismo declarando que Jesús es su Hijo (Mc 1:11). En la parte central de la narración de Marcos Dios interviene nuevamente identificando al Jesús transfigurado como su Hijo (Mc 9:7). Por último, tras la muerte de Jesús un centurión romano declara que se trata del Hijo de Dios (Mc 15:39). Además de estas ubicaciones tan significativas, el título aparece en el momento culminante del juicio de Jesús ante el sumo sacerdote cuando Jesús responde afirmativamente que él es «el Mesías, el Hijo del Bendito» (Mc 14:61).
Para el evangelista Marcos, la filiación divina de Jesús lo identifica claramente como una figura mesiánica real. La afirmación divina de la condición de Jesús como Hijo en Marcos 1:11; 9:7 alude claramente a la afirmación divina del rey israelita en el Salmo 2:7. Esta identidad real se evidencia aún más en la entrada triunfal de Jesús (Mc 11:1–11), su unción en Betania (Mc 14:1–9) y la acusación escrita por la que Jesús es crucificado (Mc 15:25). Como hijo de Dios, Jesús es el mesías y el rey de Dios, el que gobernará no solo sobre el pueblo de Israel, sino sobre todo el mundo. Para Marcos, la realeza mesiánica de Jesús parece ser la base de su identidad como «Hijo de Dios».
Para Marcos, la filiación divina implica claramente la agencia divina. Casi desde el principio del Evangelio de Marcos Jesús el Hijo divino aparece en escena facultado por el Espíritu de Dios y actuando como agente real de Dios. Los primeros ocho capítulos del Evangelio de Marcos presentan a Jesús como una figura abrumadoramente poderosa que anuncia el reino venidero de Dios, sana a los enfermos, exorciza a poderosos demonios, controla la naturaleza, enseña con autoridad e incluso perdona los pecados en nombre de Dios. Como el poderoso agente de Dios, Jesús es muy popular entre la gente, atrayendo a grandes multitudes dondequiera que va (Mc 1:32–33; 2:13; 3:7; 5:21; 6:32–34). Y aunque Jesús se crea algunos enemigos en los primeros ocho capítulos del Evangelio de Marcos (Mc 2:6–7, 15–16, 23–24; 3:6), mayormente se ven eclipsados por las multitudes favorables.
Pero después de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo se produce un espectacular cambio en el Evangelio de Marcos cuando Jesús predice su sufrimiento y muerte por primera vez. La frecuencia de los hechos portentosos de Jesús disminuye mientras aumentan la discusión sobre la inminente pasión de Jesús y el número de sus adversarios. Está claro que la segunda mitad del Evangelio de Marcos presenta una nueva función de Jesús el Hijo divino: él será el Hijo obediente que rinde su vida en obediencia a la voluntad de Dios y por causa del pueblo de Dios (Mc 10:45).
El sufrimiento y la muerte de Jesús ocupan un lugar claramente central en la presentación que hace Marcos de la filiación divina de Jesús. De hecho, la mayoría de autores sostiene que para el evangelista Marcos Jesús solamente se puede entender como «Hijo de Dios» desde el punto de vista de su sufrimiento y muerte (véase Moloney). Pero debemos evitar la conclusión errónea de que el poderoso Hijo divino ha dejado la narración para ser reemplazado por el débil Hijo sufriente, ya que eso descartaría el contenido cristológico de la primera mitad del Evangelio de Marcos, así como los elementos de poder que aparecen en la segunda mitad (e.g., la predicción de Jesús de su propia muerte [Mc 8:31; 9:31; 10:33–34]; el exorcismo de un endemoniado [Mc 9:14–29]; la curación de un ciego [Mc 10:46–52]; la maldición de una higuera [Mc 11:20–21]). Antes bien, es el mismo agente poderoso de Dios el que obedientemente decide aceptar el sufrimiento con el fin de cumplir con su papel de Hijo divino.
Como señalamos anteriormente, «hijo de dios» era un título común utilizado por los emperadores romanos. C. Evans y A. Winn argumentan que el Evangelio de Marcos defiende que Jesús, y no César, es el verdadero «Hijo de Dios». Dos pasajes notables son de particular importancia. Marcos 1:1, que en opinión de muchos es el título que presenta el Evangelio de Marcos, se hace eco claramente del lenguaje propagandístico de los emperadores romanos (véase Evans 2006), preparando la escena para el contraste marcano entre Jesús y César. Marcos 15:39 concluye el relato de la crucifixión con un centurión romano que proclama la filiación divina de Jesús, algo que los lectores de Marcos esperarían que hiciera un centurión refiriéndose al emperador, pero que en este caso se refiere a Jesús, el verdadero Hijo de Dios.
Por lo tanto, con estos dos versículos, Marcos abre y cierra un Evangelio a modo de sujetalibros, demostrando la superioridad de Jesús sobre todos los demás pretendientes al gobierno mundial.
Mateo
Al igual que sucede en Marcos, la filiación divina ocupa un lugar destacado en la cristología de Mateo. Mateo mantiene cada una de las referencias de Marcos a la filiación divina de Jesús, al tiempo que añade diez referencias a Jesús como Hijo de Dios, y más de cuarenta referencias a Dios como Padre. La manera en que Mateo concibe la filiación divina también es muy similar a la de Marcos, aunque Mateo ha ampliado o intensificado la presentación de Marcos de la filiación divina, a menudo haciendo explícito lo que en Marcos solamente está implícito.
Como Hijo de Dios, el Jesús mateano es un agente divino facultado por el Espíritu que, como el Jesús de Marcos, sana a los enfermos, echa fuera demonios, demuestra tener poder sobre la naturaleza y actúa y enseña con autoridad. Pero el Jesús de Mateo hace afirmaciones más explícitas sobre dicha agencia que el Jesús de Marcos. En Mateo 11:27 Jesús afirma expresamente que el Padre le ha entregado todas las cosas al Hijo, y que como consecuencia de ello solo el Hijo y aquellos a los que él se lo permita tienen conocimiento del Padre. En Mateo 28:18 el Jesús resucitado afirma que se le ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. En el Evangelio de Mateo esta autoridad que posee Jesús encuentra una expresión única en la interpretación que Jesús hace de la Torá. La fórmula mateana por la que Jesús dice: «Oísteis que fue dicho… pero yo os digo…» (véase Mt 5), puede indicar que la enseñanza de Jesús es la Torá interpretada mesiánicamente, o tal vez la Torá mesiánicamente reemplazada.
Al igual que Marcos, Mateo también entiende la filiación divina desde el punto de vista de la obediencia a la voluntad de Dios (véase Luz). Mateo magnifica este aspecto de la filiación divina mediante un agudo contraste con la tentación.
En cuatro momentos de la narración de Mateo Jesús es tentado para que renuncie a la obediencia que exige su filiación divina. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús es tentado por Satanás en tres ocasiones en el desierto, y en dos de ellas Satanás comienza la tentación con la frase «Si eres el Hijo de Dios» (Mt 4:1–11). Después de que Pedro confirme la identidad de Jesús como Hijo de Dios, Pedro «tienta» a Jesús rechazando la noción de un futuro de sufrimiento y muerte para Jesús, una tentación que Jesús identifica como obra de Satanás (Mt 16:13–23). En el huerto de Getsemaní Jesús es tentado nuevamente para que abandone su misión divina, y le ruega a Dios, su Padre, que lo libre de este infamante destino (Mt 26:36–45). La última tentación viene mientras Jesús está en la cruz. Los espectadores dicen que si en verdad es el Hijo de Dios debería salvarse a sí mismo (Mt 27:40–43). A pesar de tales tentaciones, Jesús sigue siendo el obediente Hijo de Dios que ofrece su propia vida para el perdón de los pecados (Mt 26:28).
Una posible diferencia entre el concepto de Marcos y el de Mateo sobre la filiación divina es cuál se considera la base para tal filiación. Para Marcos, la base de la filiación divina de Jesús parece ser su identidad como rey mesiánico de Dios (véase Mc 1:11; 9:7). La base de Mateo para la filiación divina de Jesús está menos clara. Muchos concluyen que Mateo basa la filiación divina de Jesús en el nacimiento virginal, y que por tanto Mateo entiende la filiación divina en un sentido más literal que Marcos. Pero existen motivos para cuestionar esa conclusión (véase Nolland). En primer lugar, la genealogía de Mateo afirma claramente la descendencia davídica de Jesús a través de su padre físico, José, en contra de lo que hace Lucas 3:23.
Segundo, Mateo, a diferencia de Lucas, no establece un vínculo explícito entre el nacimiento virginal de Jesús y su identidad como hijo de Dios (cf. Lc 1:35). Tercero, la cita de cumplimiento que Mateo asocia con el nacimiento virginal de Jesús está llena de dificultades de interpretación, lo que complica nuestra comprensión de esta tradición mateana. Estos hechos suscitan preguntas acerca del vínculo intencionado de Mateo entre el nacimiento virginal de Jesús y la filiación divina. Además, Mateo se muestra enfático sobre la descendencia davídica de Jesús y su identidad real. Traza la ascendencia de Jesús a través de los reyes de Judá, presenta a los magos buscando un rey judío en la ciudad de David e incluye cuatro referencias únicas a Jesús como «Hijo de David» (Mt 12:23; 15:22; 21:9, 15). Este énfasis de Mateo sobre el reinado davídico de Jesús podría indicar que tal identidad es la base principal para la filiación divina del Jesús mateano y no el nacimiento virginal de Jesús.
Lucas
La filiación divina ocupa un lugar menos destacado en la cristología de Lucas si se la compara con la de Marcos o Mateo. La mayoría de las referencias de Lucas a la filiación divina de Jesús provienen de Marcos o Q, con pocos casos de material exclusivo de Lucas que defienda tal identidad. De hecho, hay ciertos casos en los que Lucas omite el concepto de sus fuentes (Mc 13:32; 15:39). Puesto que Lucas acepta la mayor parte de las referencias a la filiación divina que se encuentran tanto en Marcos como en Q, su presentación de la condición de Jesús como hijo comparte muchas de las características que hemos identificado tanto en Marcos como en Mateo. Lucas entiende la identidad de Jesús como Hijo de Dios desde el punto de vista de la realeza mesiánica (Lc 1:32–33; 3:22; 9:35), de la obediencia completa a la voluntad de Dios (Lc 9:22; 9:44; 22:42) y de la agencia divina (Lc 10:22).
Pero, quizás más que Marcos o Mateo, Lucas enfatiza la intimidad única entre Dios y su Hijo. Este énfasis se ve en la presentación frecuente que hace Lucas de Jesús orando a Dios, un motivo que a menudo introduce en su texto fuente (Lc 3:21; 5:16; 6:12; 9:18, 28, 11:1). J. Green señala que a través de «escuchar» las oraciones íntimas del Hijo, los personajes de Lucas parecen encontrar tanto el carácter como el propósito de Dios. Tal intimidad también se observa en la narración lucana de la crucifixión, cuando el Jesús de Lucas clama en dos ocasiones a su Padre desde la cruz: primero solicita el perdón de sus verdugos y burladores (Lc 23:34), y luego entrega su vida al Padre (Lc 23:46). Lucas también hace retroceder la conciencia de la filiación divina de Jesús a su adolescencia (Lc 2:49), en contra de Marcos y Mateo, donde esa conciencia parece comenzar en el bautismo de Jesús.
Otra característica singular de la filiación divina en Lucas es la clara conexión que Lucas establece entre la filiación divina de Jesús y el nacimiento virginal, una conexión más explícita que la que se encuentra en Mateo. Lucas afirma que el Espíritu Santo vendrá sobre María y que «el poder del Altísimo la cubrirá con su sombra» (Lc 1:35). Tal descripción es una reminiscencia de la cópula divina-humana presente en la mitología grecorromana, que resultó en el nacimiento de héroes o semidioses como Hércules, Aquiles y Eneas.
Aunque la descripción que hace Lucas de la concepción de Jesús es claramente menos antropomórfica que los ya citados mitos grecorromanos (por ejemplo, carece de cualquier referencia a la relación sexual o al engendramiento físico), sus lectores grecorromanos percibirían claramente el significado del lenguaje de Lucas, que es que Jesús es un hijo literal de Dios (un hecho sobre el que se hace hincapié además en Lc 3:23).
De hecho, Lucas afirma explícitamente la concepción divina de Jesús como el fundamento último de su filiación divina (Lc 1:35). Lucas sin duda concibe la filiación divina de Jesús desde el punto de vista de la realeza mesiánica, tal como pone de manifiesto su clara alusión a 2 Samuel 7:12–16 en Lucas 1:32–33. Pero a diferencia de Marcos, y quizá de Mateo, Lucas presenta la filiación divina literal como base de la realeza mesiánica.
Jesús como Hijo preexistente en los Evangelios sinópticos.
Gran parte de la erudición contemporánea ha llegado a la conclusión de que ninguno de los Evangelios sinópticos presenta a Jesús como un ser preexistente. Esta postura ha sido recientemente cuestionado por S. Gathercole. En definitiva, Gathercole argumenta que la preexistencia está implícita en los dichos «Yo he venido» de los Evangelios sinópticos (e.g., Mt 5:17; 10:34; Mc 1:38; 2:17; 10:45; Lc 12:49).

Este autor sostiene que esta venida generalmente va unida a un propósito o misión determinados, y que por tanto la «venida» implica lógicamente el movimiento de una esfera a otra con el objeto de cumplir la misión. Gathercole afirma que toda la tierra es el objeto de la misión de Jesús, y por consiguiente la «venida» de Jesús implica que ha venido de un lugar ultraterrenal o celestial.
Aunque Gathercole ha presentado una argumentación digna de mención, muchos siguen sin convencerse. Un punto habitual de discusión es la afirmación de Gathercole de que el dicho «Yo he venido» no tiene precedente idiomático y por lo tanto debe tomarse literalmente.
A. Y. Collins y J. Collins cuestionan esto, afirmando que «Yo he venido» es una expresión idiomática que quiere decir «He sido enviado», y que transmite simplemente la noción de uno que es enviado por Dios con un propósito divino. Tal envío podría describir a un gran número de personajes bíblicos, personajes que no pretender ser preexistentes. Si el argumento de Gathercole sobre los dichos «Yo he venido» finalmente se refuta, no hay mucho más en los Evangelios sinópticos que indique la preexistencia de Jesús.
Juan
Aunque la divinidad del Hijo se percibe en otros Evangelios, el Cuarto Evangelio es el más explícito. Comenzando en su prólogo (Juan 1:1-18), encontramos a Juan llamando a Jesús el Hijo divino. Al declarar que el Verbo eterno tomó carne y habitó entre nosotros, Juan identifica a Jesús como «el Hijo unigénito del Padre» (v. 14). Esta palabra monogenēs se ha traducido como «unigénito» (RVR, NASB), «uno y único» (NVI) o «único» (RVR). Tiene un significado único dentro del corpus joánico (véase 1:14, 18; 3:16, 18; 1 Juan 4:9) y ha planteado muchos retos a intérpretes y teólogos (véase Köstenberger y Swain, 76-79; Irons, 98-116). Independientemente de que esta palabra apoye o no por sí misma la generación eterna, identifica claramente a Jesús como el Hijo divino de Dios. Es un hijo distinto de cualquier otro hijo de Dios, y a lo largo de su Evangelio Juan vuelve sobre la naturaleza divina de Jesús como Hijo de Dios.
Por ejemplo, Juan 5:18 identifica al Hijo como «igual» al Padre, lo que llevó a los dirigentes judíos a desear la muerte de Jesús. Juan 5:19-29 continúa explicando la relación del Padre con el Hijo. Y aunque subraya la obediencia humana del Hijo al Padre, el efecto acumulativo de estos versículos identifica la filiación divina de Jesús. Como indica Juan 5:26:
«Porque así como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha concedido al Hijo que tenga vida en sí mismo».

En el contexto de Juan, «esta reivindicación de la aseidad divina [es decir, la vida en sí mismo] debe referirse a la ontología eterna del Hijo, no a una función de su encarnación» únicamente (Wellum, 162).
Apoyando esta interpretación, Juan 8:58 identifica a Jesús como el Hijo divino cuando Jesús, hablando de su Padre, continúa diciendo que «antes de que Abraham existiera, yo soy». El «Yo soy» (egō eimi) recuerda el nombre divino del Señor («Yo soy el que soy», Éxodo 3:14), y la existencia antecedente de Jesús («antes que Abraham») seguramente identifica a Jesús como el Hijo eterno.
Por mencionar sólo un lugar más, Jesús se dirige a su Padre en Juan 17. Pidiendo que Dios le glorifique en la tierra (v. 1), describe la gloria que compartía con su Padre antes de la creación (v. 5). Cuando Jesús dice que mostrará su gloria a sus discípulos (v. 24), es evidente que lo que verán sus discípulos es el reflejo de la gloria que ha compartido eternamente con el Padre. En otras palabras, Jesús, como Hijo de Dios, comparte la gloria divina de su Padre, y esa gloria increada es la fuente de la gloria que Dios traerá al mundo a través del ministerio del Hijo. En definitiva, el Evangelio de Juan nos muestra cómo Jesús no sólo es el hijo de Dios según su humanidad; también es el Hijo de Dios según su divinidad eterna.
La filiación divina es el motivo cristológico central en el Evangelio de Juan. De hecho, el propósito expreso del autor para escribir es que el lector «crea que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 20:31). Jesús se identifica como el Hijo de Dios (o Hijo) en el Evangelio de Juan más de veinticinco veces, y Jesús identifica a Dios como Padre más de cien veces. El Evangelio de Juan comparte muchas de las expresiones de filiación divina que se encuentran en los Evangelios sinópticos, pero ha ampliado estas expresiones de una manera característica y significativa. Al igual que los sinópticos, Juan entiende la filiación divina de Jesús desde el punto de vista de la agencia. Sin embargo, la agencia del Hijo joánico es más personal y a la vez más específica que la agencia del Jesús de los sinópticos. Juan relaciona específicamente el amor del Padre por el Hijo con la agencia divina del Hijo (Jn 3:35).
Juan también habla de esta agencia en términos de la unidad entre el Padre y el Hijo (Jn 10:30), aunque probablemente tiene en mente una unidad de la voluntad y la misión en lugar de una unidad ontológica (véase Smith). La agencia del Jesús joánico se basa específicamente en que el Hijo conoce y ve al Padre, y la actividad del Hijo refleja únicamente la actividad del Padre (Jn 5:19–20; Jn 8:28, Jn 8:55). Esta actividad incluye la realización de señales portentosas (Jn 5:20), el juicio de la humanidad (Jn 5:22) y la entrega de la vida por todos aquellos que creen en el Hijo (Jn 3:16, Jn 3:36; Jn 5:21; Jn 6:40).
La intimidad del Hijo con el Padre es más pronunciada en el Evangelio de Juan que en los sinópticos. Juan enfatiza el amor compartido entre el Padre y el Hijo (Jn 3:35; 5:20; 10:17; 14:31; 15:9; 17:23). Además, el Hijo joánico conoce y es conocido por el Padre de un modo singular (Jn 5:19–20; 7:28; 8:55; 10:15; 17:25). Por último, Juan presenta la morada mutua de ambos, Padre e Hijo (Jn 10:38; 14:20) y afirma desde el principio que el Hijo «está en el seno del Padre» (Jn 1:18).
Al igual que los sinópticos, Juan presenta a Jesús como el Hijo obediente, que solo hace lo que quiere el Padre (Jn 4:34; 6:38;8:29). Sin embargo, la obediencia del Jesús joánico, a diferencia de la obediencia del Jesús sinóptico, parece axiomática y sin esfuerzo. A diferencia del Jesús de los sinópticos, el Jesús de Juan nunca se siente tentado a desobedecer, ni tampoco tiene que lidiar con el coste de su obediencia al Padre. Para el lector de Juan, la desobediencia de Jesús es un resultado narrativo imposible, mientras que tal desobediencia parece ser un resultado narrativo posible para el lector de los sinópticos.
Juan identifica claramente la filiación divina de Jesús con la realeza mesiánica (Jn 1:49; 4:45; 11:27; 20:31), pero tal identidad no es la base de la filiación divina (en contra de Marcos y, posiblemente, Mateo). Juan tampoco basa la filiación divina de Jesús en un nacimiento virginal (en contra de Lucas y, posiblemente, Mateo), ya que la tradición está totalmente ausente en el cuarto Evangelio.
Para el Evangelio de Juan, la filiación divina de Jesús encuentra su fundamento último en la relación preexistente y metafísica entre el Padre y el Hijo. Juan presenta claramente a Jesús como un ser preexistente, aquel que existía en forma del logos («palabra») de Dios. En Juan 1:1–18 el evangelista vincula claramente el logos con el Hijo divino. Contrariamente a lo que ocurre con el Jesús de los sinópticos, el Jesús joánico es perfectamente consciente de su estado preexistente y habla abiertamente sobre ello (Jn 8:56–58; 17:5, 17:24). En este sentido, la presentación de Juan de la filiación divina desempeñó un papel crucial en el desarrollo de la cristología ortodoxa y la teología trinitaria.
La Iglesia
Por último, «hijo de Dios» también se refiere a los cristianos. Sin embargo, no hay que confundir al seguidor con el Maestro, al santo con el Salvador. Más bien, como aclara Gál. 3:26-29, somos hijos de Dios y coherederos con Cristo, a causa de Jesús, el Hijo unigénito de Dios.
El título masculino «hijo» se aplica también a las mujeres para subrayar el tema de la herencia, no

para confundir o mezclar los dos géneros: masculino y femenino. Como explica Larry Hurtado (ver 906 en el Diccionario de Pablo y sus cartas 1ed), «Pablo se refiere sistemáticamente a la filiación de los cristianos como filiación derivada, dada a través y según el modelo de Jesús, mientras que Jesús es el prototipo original, cuya filiación no se deriva de otro».
La tipología es la forma correcta de hablar de la filiación de Cristo y de la nuestra. En efecto, Jesucristo es la verdadera sustancia de lo que significa ser hijo de Dios. En otras palabras, el Hijo divino vive su filiación perfecta en una forma humana para que todos lo vean y se cumpla el encargo original de Dios a Adán. La persona del Hijo divino demuestra lo que significa ser Hijo de Dios a través de su naturaleza humana. Y debido a su obediencia humana, también abre un camino para que los hijos pecadores se conviertan en hijos e hijas y hereden la justicia del último Adán (véase 2 Cor. 6:18). Mediante la unión con Cristo, el Hijo de Dios exaltado confiere a su nueva humanidad el derecho a ser sacerdotes y reyes, el diseño original de la imagen de Dios.
De este modo, vemos lo central que es la filiación en la historia de la Biblia y en toda doctrina bíblica. Porque, en verdad, Jesucristo es el Hijo de Dios, y todos los que tienen al Hijo tienen la vida que él ha ganado en su resurrección. Al recibir el derecho a ser llamado «Hijo de Dios» en su naturaleza humana, Dios Hijo revela a la humanidad la gloria plena del Padre (cf. Lucas 10:22). Y así, todos los que reconozcan a Jesús como Dios Hijo encarnado, descubrirán lo que significa ser hijos de Dios, ya que Dios Padre los conforma a la imagen de su Hijo, por medio del Espíritu.
✦ Fuentes principales:
Adam Winn, «HIJO DE DIOS», ed. Joel B. Green, Jeannine K. Brown, y Nicholas Perrin, trans. Rubén Gómez Pons, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Compendio de las Ciencias Bíblicas Contemporáneas (Viladecavalls, España: Editorial CLIE, 2016), 538.
David S. Schrock, «Son of God», ed. G. K. Beale et al., Dictionary of the New Testament Use of the Old Testament (Grand Rapids, MI: Baker Academic: A Division of Baker Publishing Group, 2023), 806–807.
✦ Bibliografía:
P. N. Anderson, «The Having-Sent-Me-Father: Aspects of Agency, Encounter, and Irony in the Johannine Father-Son Relationship», Semeia 85 (1999) 33–57;
J. Barr, «“Abba” Isn’t “Daddy,”» JTS 39 (1988) 28–47;
A. Y. Collins, «Mark and His Readers: The Son of God Among Jews», HTR 92 (1999) 393–408;
ídem, «Mark and his Readers: The Son of God Among Greeks and Romans», HTR 93 (2000) 85–100;
ídem, Mark (Herm; Mineápolis: Fortress, 2007);
A. Y. Collins y J. J. Collins, King and Messiah as Son of God: Divine, Human, and Angelic Messianic Figures in Biblical and Related Literature (Grand Rapids: Eerdmans, 2008);
J. D. Crossan, The Historical Jesus: The Life of a Mediterranean Jewish Peasant (San Francisco: Harper, 1991) – existe edición castellana: El Jesús de la historia. Vida de un campesino mediterráneo judío (Barcelona: Crítica, 2000);
J. D. G. Dunn, Christology in the Making: A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine of the Incarnation (2a ed.; Grand Rapids: Eerdmans, 1996);
ídem, Christianity in the Making, 1: Jesus Remembered (Grand Rapids: Eerdmans, 2003) – existe edición castellana: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009);
C. A. Evans, Mark 8:27–16:20 (WBC 34B; Nashville: Thomas Nelson, 2001); ídem, «The Beginning of the Good News and the Fulfillment of Scripture in Mark’s Gospel», en Hearing the Old Testament in the New Testament, ed. S. E. Porter (Grand Rapids: Eerdmans, 2006) 83–104;
J. A. Fitzmyer, «Abba and Jesus’ Relation to God», en À cause de l’évangile: Études sur les Synoptiques et les Acts offertes au P. Jacques Dupont à la occasion de son 70e anniversaire (LD 123; París: Cerf, 1985) 15–38;
ídem, Romans (AB 33; Nueva York: Doubleday, 1993);
ídem, The Dead Sea Scrolls and Christian Origins (Grand Rapids: Eerdmans, 2000);
R. W. Funk y R. W. Hoover, eds., The Five Gospels: The Search for the Authentic Words of Jesus (Nueva York: Macmillan, 1993);
S. J. Gathercole, The Preexistent Son: Recovering the Christologies of Matthew, Mark, and Luke (Grand Rapids: Eerdmans, 2006);
J. B. Green, The Theology of the Gospel of Luke (NTT; Cambridge: Cambridge University Press, 1995);
A. E. Harvey, Jesus and the Constraints of History (Filadelfia: Westminster, 1982);
L. W. Hurtado, Lord Jesus Christ: Devotion to Jesus in Earliest Christianity (Grand Rapids: Eerdmans, 2003) – existe edición castellana: Señor Jesucristo. La devoción a Jesús en el cristianismo primitivo (Salamanca: Sígueme, 2008);
J. Jeremias, New Testament Theology, vol. 1 (Londres: SCM, 1971) – existe edición castellana: Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1980);
ídem, The Prayers of Jesus (Filadelfia: Fortress, 1978);
J. D. Kingsbury, The Christology of Mark’s Gospel (Filadelfia: Fortress, 1983);
U. Luz, The Theology of the Gospel of Matthew, trad. J. B. Robinson (NTT; Cambridge: Cambridge University Press, 1995);
I. H. Marshall, The Origins of New Testament Christology (ed. rev.; Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1990);
F. J. Moloney, The Gospel of Mark (Peabody, MA: Hendrickson, 2002);
J. Nolland, The Gospel of Matthew (NIGTC; Grand Rapids: Eerdmans, 2005);
S. Safrai, «The Teaching of Pietists in Mishnaic Literature», JJS 16 (1965) 15–33;
D. M. Smith, The Theology of the Gospel of John (NTT; Cambridge: Cambridge University Press, 1995);
W. R. Telford, The Theology of the Gospel of Mark (NTT; Cambridge: Cambridge University Press, 1999);
M. M. Thompson, The Promise of the Father: Jesus and God in the New Testament (Louisville: Westminster John Knox, 2000);
G. Vermes, Jesus the Jew: A Historian’s Reading of the Gospels (Londres: Collins, 1973);
A. Winn, The Purpose of Mark’s Gospel: An Early Christian Response to Roman Imperial Propaganda (WUNT 2/245; Tubinga: Mohr Siebeck, 2008);
B. Witherington III, The Christology of Jesus (Mineápolis: Fortress, 1990).
Beale, G. K., A New Testament Biblical Theology (Baker Academic, 2011);
Beale, The Temple and the Church’s Mission (InterVarsity, 2004);
Carson, D. A., Jesus the Son of God (Crossway, 2012); Crowe, B. D., The Last Adam (Baker Academic, 2017);
Dempster, S. G., Dominion and Dynasty, NSBT (InterVarsity, 2003);
Emadi, M., The Royal Priest, NSBT (IVP Academic, 2022);
Gentry, P. J., and S. J. Wellum, God’s Kingdom through God’s Covenant (Crossway, 2015);
Gladd, B. L., “The Last Adam as the ‘Life-Giving Spirit’ Revisited,” WTJ 71 (2009): 297–309;
Goldsworthy, G., The Son of God and the New Creation, SSBT (Crossway, 2015);
Grudem, W., Systematic Theology (Eerdmans, 2000);
Hahn, S. W., Kinship by Covenant (Yale University Press, 2009);
Hurtado, L. W., “Son of God,” in DPL, 900–906; Irons, C. L., “A Lexical Defense of the Johannine ‘Only Begotten,’ ” in Retrieving Eternal Generation, ed. F. Sanders and S. R. Swain (Zondervan, 2017), 98–116;
Köstenberger, A. J., and S. R. Swain, Father, Son, and Holy Spirit, NSBT 24 (InterVarsity, 2008); Leithart, P. J., The Priesthood of the Plebs (Wipf & Stock, 2003);
Morales, L. M., Who Shall Ascend the Mountain of the Lord?, NSBT (InterVarsity, 2015); Perrin, N., Jesus the Priest (SPCK, 2018);
Schreiner, T. R., Romans, BECNT (Baker Academic, 1998); Schreiner, “Son of God,” in New Testament Theology (Baker Academic, 2008), 233–48;
Schrock, D., “Restoring the Image of God,” SBJT 22, no. 2 (2018): 25–60;
Schrock, The Royal Priesthood and the Glory of God (Crossway, 2022);
Wellum, S. J., God the Son Incarnate, FET (Crossway, 2016).




[…] Marcos deja que Jesús confiese una tristeza “hasta la muerte”. Aquí la teología es más profunda que cualquier tratado dogmático: Jesús experimenta el límite de la condición humana. Y, sin embargo, desde el fondo de esa humanidad estremecida, se dirige al Padre como Abba. Esa palabra aramea, tan íntima, tan doméstica, tan real, es la clave teológica del relato: aun cuando el Hijo experimenta la oscuridad emocional, la relación filial permanece intacta (c.f. Hijo de Dios, titulo). […]
Me gustaMe gusta