Niños en la Biblia y en el mundo Antiguo

De las más de cinco mil referencias bíblicas a niño y niños, más o menos la mitad son literales. Las alusiones a los niños en los libros poéticos y proféticos del AT así como en los Evangelios son, mayormente, figuradas.

El periodo de edad implicado en el término niño es impreciso. Incluye al niño nonato (Job 3:16), los bebés (todavía sin circuncidad), niños de pecho (Sal 131:2) o personas de cualquier edad en quienes se piensa como herederos o progenie como los hijos de las viudas a los que se apela para que cuiden de sus progenitores (1 Ti 5:4).

La infancia contrasta el tiempo presente con el pasado (Gn 8:21); Is 47:12, 15; Sal 37:25; Mr 9:21. La frase «cuando yo era niño» sugiere un intervalo de tiempo considerable (Os 11:1; 1 Co 13:11; Gá 4:3). Los días de juventud se recuerdan como un tiempo de vigor que se pierde más tarde en la vida: Job recuerda a un hombre cuyo «su carne será más tierna que la del niño, cuerpo se volverá tan sano como el de un niño; volverá a los días de su juventud» (Job 33:25RVR1960).

  1. Vocabulario y uso
  2. Los Niños en el Mundo del Cercano Oriente
  3. Los niños en el AT
  4. Crianza y vida familiar
  5. Minusvaloración del niño en el mundo antiguo.
  6. El amor de Dios por los pequeños
  7. Los niños en el pueblo de Dios
  8. Simbología de los niños
  9. Los Niños en el N.T y su Tiempo
  10. La vida de un niño
  11. Explotación infantil
  12. El valor de un niño
  13. Jesús y los niños en los Evangelios
  14. Los niños en la cultura y la sociedad grecorromanas
  15. Los niños en la cultura y la sociedad judías
  16. Los niños en la vida de la Iglesia primitiva

Vocabulario y uso

[יֶלֶד ben, יַלדָּה bath, בֵּן yeledh, בַּת yaldah; βρέφος brephos, παιδάριον paidarion, παιδίον paidion, παῖς pais, τεκνίον teknion, τέκνον teknon].

Gn. 19:38 relata la historia de los amonitas, descendientes de Lot. El término «hijos de los profetas» se menciona en 1 Re. 20:35, mientras que los «hijos de Israel» hace referencia a los israelitas. Además, encontramos menciones a «hijos de la transgresión» en Is. 57:4. Otros pasajes que mencionan descendencia incluyen Gn. 21, Éx. 1:17s, 2 S. 12, Jer. 31:20, e Is. 29:23. Por último, Gn. 4:23 y 1 Re. 12:8 y ss. hacen referencia a los «jóvenes».

Un muchacho o joven suele llamarse na’ar, palabra de origen incierto (Gn. 14:24; 21:12, 17 ss; 44:30 ss; 1 S. 20; 2 Re. 4:29 ss; Sal. 148:12). En Éx. 2:6; 1 S. 1:22; 4:21; Isa. 8:4, sin embargo, se usa para los infantes; y cf. Jgs. 13:5 ss.

Un sustantivo colectivo para niños pequeños es ṭap̱, normalmente derivado de ṭāp̱ap̱, «dar pasitos rápidos» (BDB, p. 381). No es probable que esté relacionado con ṭōp̱aḥ, «anchura de mano» (cf. ṭippuḥîm, «niños completamente formados», Lam. 2:20). Aparece regularmente en la frase «hombres, mujeres y niños» (Dt. 3:6; Jer. 43:6) o «mujeres y niños» (Jgs. 21:10; cf. Nu. 14:3; Ez. 9:6; etc.), especialmente en la clasificación de poblaciones, distinguiendo a los luchadores de los indefensos. La mayoría de las veces se traduce «pequeños». Cuando los niños son asesinados en masa o llevados cautivos, la palabra más utilizada es el colectivo ṭap̱ (Gn 34:29; Dt 2:34; 3:6; Est 8:11; Ez 9:6). La NEB suele traducir «dependientes».

Otras palabras del AT son ‘ôlēl (o ‘ôlāl), cuyo plural se usa a menudo como ṭap̱ (1 S. 22:19; 2 Re. 8:12; Is. 13:16; Lam. 1:5); ‘ûl y yānaq, «niño de pecho» (Is. 49:15; Nu. 11:12; 1 S. 22:19; Sal. 8:2; Lam. 4:4); y zera’, «semilla».

En los LXX, con varias excepciones, bēn se traduce por el griego huiós, yeleḏ por paidíon, na’ar por paidárion o paidíon, ṭap̱ por paidía o aposkeuḗ («equipaje»), ‘ôlēl por nḗpios o téknos, y yānaq por thēlázōn.

[El NT usa el griego huiós tal como se usa en los LXX, y también paidíon, diminutivo de país, de paideúō, «criar», «educar». Para «niño» aparece con mucha frecuencia téknon, de tíktō, «dar a luz» (Mt. 2:18; Mt. 3:9; Mt. 7:11; Mt. 10:21; Jn. 8:39; Hch. 2:39; Rom. 8:16s; Gál. 4:25, 27s; Ef. 2:3; Col. 3:20; 1 Jn. 3:10; etc.). El contexto de esta palabra suele ser el de la relación con los padres. El diminutivo tekníon es usado por Juan (Jn. 13:33) especialmente en su Primera Epístola (1 Jn. 2:1, 12, 28; 3:7, 18; 4:4; 5:21; pero paidía en 2:13, 18, por variación estilística).

Una palabra para «infante» es el griego bréphos (Lc. 18:15; Hch. 7:19; 1 Pe. 2:2; etc.); en Lc. 1:41, 44 se usa para referirse al nonato Juan el Bautista. Un niño considerado inocente, inmaduro o no adulto se denomina nḗpios (Mt. 11:25 par, 21:16; 1 Co. 3:1; 13:11; Gál. 4:1, 3; He. 5:13; etc.); el verbo nēpiázō significa «ser como un bebé inocente» (1 Co. 14:20).

La designación país puede significar «niño» (Mt. 2:16; 17:18; 21:15; Hch. 20:12), pero también «siervo» (Mt. 12:18; 14:2; Hch. 3:13, 26; 4:27, 30).«`

Véase TDNT, IV, s.v. νήπιος (Bertram); V, s.v. πᾶς κτλ. (Oepke), y παῖς Φεον͂ (Zimmerli, Jeremias).

Los Niños en el Mundo del Cercano Oriente

Los textos cuneiformes mesopotámicos de diversas épocas describen la muerte de madres y bebés durante el parto. Los bebés con malformaciones se consideraban malos augurios y se les arrojaba a un río para que se ahogaran. A estos bebés o a los mortinatos insepultos se les temía como fantasmas inquietos y malévolos. Se creía que la hembra lilith (un súcubo) entraba por las ventanas para seducir a los hombres mientras dormían y matar a los bebés. Lamaštu, representada con cabeza de león, cuerpo peludo y garras de águila, era la más temida. Las parturientas solían llevar una imagen del demonio Pazuzu para contrarrestar a Lamaštu. La madre recibía talismanes mágicos, «las piedras del parto». Se la comparaba con un guerrero en la batalla.

A la parturienta se le daba a masticar una corteza de árbol. Se le masajeaba el vientre con un ungüento y un rodillo de madera mágica. Se recitaba el mito de la Vaca de Sin, que relataba cómo Sin, el dios masculino de la luna, acudía en ayuda de una vaca preñada. Se dirigían plegarias a Shamash, el dios del sol: «Que esta mujer dé a luz felizmente, que dé a luz y viva, que el fruto de su vientre prospere» (da Silva, 68).

Las madres mesopotámicas daban a luz en cuclillas sobre dos piedras, cojines o un taburete especial. El parto era asistido por comadronas «que conocen el interior de los cuerpos». La comadrona trazaba un círculo de harina dentro del cual colocaba un ladrillo sin cocer y recitaba conjuros. Los hombres estaban prohibidos; sólo si surgían complicaciones se llamaba a un exorcista masculino. Para que expulsara el líquido postparto conocido como loquios, la madre se sentaba sobre jarras llenas de hierbas humeantes. Tras el parto, la mujer era considerada impura durante 30 días.

Lipit-Ishtar de Nippur promulgó uno de los primeros códigos legales. Afirmó: «Hice que el padre mantuviera a sus hijos [e] hice que los hijos [mantuvieran a su] padre» (ANET, 159). Numerosas leyes del Código de Hammurabi tratan de los niños, entre ellas las leyes ## 14, 28-29, 117, 135, 137, 162, 165, 167-169, 185, 188, 192-193, 195.

Los rituales de nacimiento hititas incluían «El encantamiento del lamento». Se rezaba a las Diosas Madre. Los rituales incluyen dos taburetes y tres cojines. Las comadronas ayudaban en el proceso del parto, atrapando al niño en una manta. Los hititas tenían una serie de predicciones sobre el destino de un niño nacido en determinados meses, por ejemplo, el niño nacido en el primer mes del año derribará su casa, el niño nacido en el tercer mes verá la justicia.

En Egipto se bebían brebajes mágicos para favorecer la concepción. El papiro Kahun tenía un pronóstico de nacimiento, que se transmitió a la Escuela Hipocrática, para predecir si una mujer podía concebir. Consistía en colocar un diente de ajo en el útero de la mujer: «Mira al día siguiente si apesta por la boca; y si apesta, concebirá; si no, no concebirá» (Reiner, 126). Algunos egipcios reconocían que la esterilidad no siempre era culpa de la mujer. Un ostracón de Deir el-Medinah afirmaba: «No eres un hombre puesto que eres incapaz de dejar embarazada a tu mujer como tus semejantes» (Galpaz-Feller, 52).

La parte principale del Papiro Kahun (da “The Petrie Papyri – Hieratic Papyri from Kahun and Gurob” di Griffith, 1898)

Los egipcios pensaban que podían saber el sexo del feto haciendo que la madre orinara diariamente sobre semillas de cebada y trigo; si la cebada brotaba primero, tendría un hijo, pero si lo hacía el trigo, una hija.

La Instrucción de Ani advertía:

«No digas: ‘Soy demasiado joven para que me lleven’, pues no conoces tu muerte. Cuando llega la muerte, roba al infante de los brazos de su madre, igual que a quien ha llegado a la vejez» (ANET, 420).

Los niños eran enterrados en los asentamientos y no en los cementerios. Existía el peligro del dios Seth, que provocaba abortos. Los egipcios pedían ayuda a Isis, Horus y Hathor. Un conjuro dice:

«¡Baja placenta, baja, baja placenta! Yo soy Horus, el prestidigitador. Y la que está dando a luz (ya) se ha vuelto mejor de lo que era, como si hubiera dado a luz»

(Borghouts, 39).

Tauret, una deidad hipopótamo embarazada, protegía a la mujer durante el embarazo, mientras que una figura enana masculina con cabeza de león, Bes, protegía al niño después de nacer. Meshkenet vigilaba el equipo de parto. Se utilizaban varitas mágicas apotropaicas con forma de bumerán, hechas con dientes de hipopótamo. Se colocaban sobre el vientre de la embarazada. Se colocaban de tres a seis amuletos sobre el niño, como el Ojo de Horus para protegerlo del mal de ojo.

El Papiro de Ebers (hechizos 798, 801-804, 806, 807, 820-827, etc.) contiene una lista de recetas destinadas a contraer el útero y facilitar el nacimiento del niño. Entre ellas se incluyen artículos colocados en la vagina (granos redondos de trigo emmer, hierba cyperus [una especie de juncia], cáñamo, apio, miel y leche); pociones tomadas por vía oral (zumo de dátiles, aceite, miel y sal); y artículos aplicados en el abdomen (sal, emmer blanco y aceite de pino).

El parto tenía lugar entre mujeres en un pabellón de confinamiento o en una habitación de la casa. La parturienta se ponía en cuclillas sobre un hoyo con los pies apoyados en dos o cuatro ladrillos. En Abydos se descubrió un ejemplo real de ladrillo de parto procedente de un contexto del Reino Medio. La mujer era asistida por parientes femeninas, una la sujetaba por detrás y otra se arrodillaba ante ella para coger al bebé. A veces, la comadrona usaba un cinturón alrededor de la madre. En la familia real había un sacerdote especial para ocuparse de la placenta. En los Cuentos de las Maravillas, la reina Redjedjet se sometió a una purificación de 14 días tras dar a luz a trillizos.

Los niños en el AT

  • Importancia:

Los hebreos consideraban la presencia de niños en la familia como una señal del favor divino y algo muy deseable (Gn 15:2; Gn 30:1; 1 S 1:11, 1:20; Sal 127:3; Lc 1:7, Lc 1:28). El nacimiento de un hijo varón era especialmente motivo de regocijo (Sal. 128:3): más hombres, más defensores para la tribu. Si no nacían hijos varones en una casa, esa familia o rama se perdía. Si la esposa no tenía hijos, otra esposa o esposas podían añadirse a la familia (Gn 16s). Además, cada madre judía, al menos en épocas posteriores, esperaba que su hijo resultara ser el Mesías.

El mayor don de Dios y la garantía de la alianza con Israel fueron los hijos. A pesar de todos los demás dones, Abraham se sentía completamente perdido sin hijos (Gn 15:1-3). La promesa de Dios de una posteridad numerosa a Abrahán y Sara estaba en la raíz de la alianza bíblica (Gn 12:1-3). En el relato de la creación, la primera mujer fue llamada Eva, porque era «madre de todos los vivientes» (Gn 3:20) y, por tanto, fuente de esperanza para los primeros padres caídos. En vista de la primacía de los niños, una imagen favorita era la del padre, la madre y numerosos niños alrededor de una mesa (Sal 128:3-4). Si bien todo nacimiento se consideraba un milagro divino, los que presentaban dificultades extremas o parecían imposibles debido a la vejez se atribuían a una intervención divina extraordinaria (Gn 17:17; 21:6). En los primeros tiempos del periodo bíblico, la inmortalidad estaba vinculada a vivir a través de los hijos que llevaban el nombre de sus padres (Gn 48:16).

Cuando no había descendencia, la ley del levirato preveía la transmisión de este nombre y la continuidad a través del pariente más cercano (Dt 25:5-10). Los hijos eran importantes en el culto, la oración y los rituales (Éx 13:8, 13:14; Dt 4:9; Dt 6:7). La Biblia concede un significado especial a la bendición de los hijos, sobre todo antes de la muerte de los padres (Gn 27, 48, 49). La antigua costumbre judía de bendecir a los hijos sigue el ritual de estos textos. También se utiliza para ellos la bendición sacerdotal (Nm 6:24-26).

A pesar de esta especial estima por los niños, éstos eran los desvalidos en el escalón más bajo de las sociedades hebreas y de otras sociedades antiguas. La tradición y la costumbre asignaban el lugar más importante a los mayores (Prov 16:31; Job 12:12; Sir 25:4-6). Los padres tenían una autoridad casi absoluta sobre los hijos, a los que educaban mediante una obediencia estricta que a menudo se imponía con severos castigos físicos (Prov 13:24; 19:18; 22:15; 23:13; Sir 30:1, 12). La ley reforzaba la autoridad paterna con sus propias fuertes sanciones (Éx 21:17; Lev 20:9).

Sin embargo, en contraste con las formas humanas, la Biblia presenta a Dios actuando de manera sorprendente a través de los niños y los jóvenes. La sabiduría es un don especial de Dios (Prov 2,6-7) que se concede incluso a los pequeños. Dios concede al joven José el don de interpretar los sueños y gobernar la tierra de Egipto (Gn 41,38). El joven Salomón pide a Dios sabiduría mediante el don de un corazón atento (1 Re 3,5-9). El libro de la Sabiduría amplía esta historia y describe a Salomón pidiendo sabiduría de niño y persiguiéndola durante toda su juventud como si buscara una novia (Sab 6:3-7; caps. 7, 8). En cuanto a la creación, el Salmista declara que incluso los niños pequeños son capaces de percibir y alabar las maravillas del universo de Dios (Sal 8:2).

Como para dar la vuelta a las expectativas humanas ordinarias, la Biblia se centra en ejemplos en los que Dios actúa a través de los jóvenes y los pequeños. No favorece a Caín, el primogénito de la raza humana, sino al más joven Abel (Gn 4:4-5). Cuando Rebeca, la madre de Jacob, consulta al Señor, recibe la respuesta de que el mayor servirá al menor (Gn 25:23). Antes de morir, Jacob bendice a sus once hijos, pero da una doble bendición al más joven, José (Gn 48:1-22; 49:22-26). José, a su vez, desea la bendición especial de Jacob para su hijo mayor, Manasés; en cambio, se la concede al menor, Efraín (Gn 49:13-20). Cuando el profeta Samuel busca un nuevo rey que sustituya a Saúl, se encuentra con Jesé y sus siete hijos en su casa. Sin embargo, Dios le dice que, a pesar de su impresionante fuerza y apariencia, ninguno será el ungido. En su lugar, lo será David, un «pequeño» que pastorea por los campos haciendo el trabajo que a menudo se asigna a los niños (1 Sam 16:1-13).

Dios permite a David, demasiado joven incluso para la batalla, vencer al campeón filisteo Goliat (1 Sam 17).

La imagen de un niño desempeña un papel importante en las expectativas mesiánicas. El profeta Isaías anuncia que un futuro niño del linaje de David será la esperanza de su pueblo a pesar de los muchos sufrimientos (Is 7:14, 16; 9:16). El mismo profeta también describe este futuro en términos de un idílico retorno a la inocencia infantil del jardín del Edén (Is 11:8-9). El profeta Zacarías tiene una visión de la era mesiánica como una época de paz y alegría en la que «las calles de la ciudad estarán llenas de niños y niñas jugando en ellas» (Zac 8:5).

  • Ceremonia

A veces se dedicaban niños a Dios, incluso antes de su nacimiento (1 S. 1:11). Los nombres a menudo eran significativos: Moisés (Éx. 2:10); Samuel (1 S. 1:20); Ichabod (4:21; cf. Gén. 30). El hijo primogénito pertenecía a Dios, y tenía que ser «redimido» mediante un pago de cinco siclos (Núm. 3:44-51; cf. 1 P. 1:18).

Otras etapas de la vida del niño se celebraban con ceremonias apropiadas. En Palestina, en el cuarto año, el segundo día de la Pascua tenía lugar la ceremonia del primer corte de pelo del niño, compartiendo los amigos el privilegio. A veces, como en el caso de los ricos, el peso del niño en moneda se entregaba como donativo a los pobres. Siguiendo la costumbre de otros pueblos orientales, se circuncidaba a los niños varones (Gn. 17:12), rito que se realizaba al octavo día.

  • Educación:

La educación temprana se impartía en el hogar, los niños crecían más o menos con la madre (Prov. 6:20; Prov. 31:1; 2 Tim. 1:5; 2 Tim. 3:14s), y la niña continuaba con su madre hasta el matrimonio. En las familias más ricas se empleaban tutores (1 Ch. 27:32). Josefo menciona por primera vez las escuelas para niños (Ant. xv. 10.5). Se enseñaba a los niños a leer y escribir incluso en familias de recursos moderados, y estas habilidades se difundieron ampliamente ya en el año 600 a.C., si no antes (Is. 8:1; Is. 10:19). Se hacía gran hincapié en la Torá, es decir, la ley de Moisés.

Los niños también recibían formación en agricultura, ganadería y oficios. La formación religiosa del niño comenzaba en su cuarto año, tan pronto como podía hablar con claridad. La vida religiosa de las niñas también comenzaba pronto. Al menos en los últimos tiempos, los niños participaban en las fiestas del Sabbat y la Pascua, y los varones asistían regularmente a la sinagoga y a la escuela.

  • En la familia:

Los hijos estaban sujetos al padre (Neh. 5:5) marca el extremo, quien a su vez estaba obligado a protegerlos aunque él mismo tuviera poder de vida y muerte (Lev. 18:21; 20:2ss). La opinión pública defendía firmemente el respeto y la obediencia a los padres (Éx. 20:12; Dt. 5:16; cf. Prov. 6:20; Miq. 7:6; Dt. 21:18-21; Éx. 21:15).

Tanto el AT como el NT ofrecen abundantes pruebas de la fuerza del vínculo que unía a la familia hebrea (Gn 21:16; 2 S 18:33; 1 Re 3:23ss; 2 Re 4:19; Is 8:4; Job 29:5; Mt 19:13; 20:20; Mc 9:24; Lc 2:48; Jn 4:47; Heb 2:13; 11:23). El don de un hijo del Señor era el colmo de la alegría; la pérdida de un hijo marcaba la profundidad de la aflicción. Un indicio de ello es la costumbre de nombrar a un hombre como el padre de su hijo primogénito, o incluso el uso del nombre del padre como apellido (Bar-jonah, Bartimaeus), y esta práctica continúa en Oriente Medio en la actualidad. Esta idea se refleja también en el uso, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, de los términos para expresar la relación entre Dios y los hombres (Éx. 4:22; Dt. 14:1; 32:6; Jer. 3:4; Zac. 12:10; Mal. 1:6).

Crianza y vida familiar

Las madres amamantaban a sus hijos durante un período de treinta meses, que podía alargarse hasta los tres años. El día que el niño era destetado se celebraba con una gran fiesta (cf. Gn. 21:8; Ex. 2:7, 9, 1 Sam. 1:22–24; 2 Cro. 31:16; Mt. 21:16). Cuando la madre moría, lo que era frecuente en la antigüedad, o carecía de leche, se buscaba el servicio de una nodriza, que con el paso del tiempo era contada entre los miembros principales de la familia. Se mencionan nodrizas con cierta frecuencia en la Escritura (Gn. 35:8; 2 R. 11:2; 2 Cro. 22:11). Los niños permanecían hasta los cinco años bajo el cuidado de las mujeres; entonces pasaban a las manos del padre y eran enseñados en los trabajos y deberes de la vida, y en los mandamientos de la Ley (Dt. 6:20–25; 11:19). Los que tenían medios e interés en una educación superior para sus hijos contrataban un maestro privado o los enviaban a algún sacerdote o levita, quienes a veces tenían varios muchachos bajo sus cuidado (cf. 1 Sam. 1:24–28).

Las niñas raramente se separaban de su hogar, excepto para buscar agua o para trabajar en el campo en la cosecha (cf. Gn. 24:16; 29:9; Ex. 2:16; 1 Sam. 9:11; Rut 2:2; Jn. 4:7). Pasaban el tiempo aprendiendo las faenas domésticas asignadas a su sexo, hasta que llegaba el momento que eran dadas en matrimonio, o, en caso de necesidad, vendidas (Prov. 31:13; 2 Sam. 13:7). Las hijas de los ricos y poderosos pasaban gran parte de su vida dentro de los muros de sus casas o palacios; raramente salían fuera, pero siempre recibían con cordialidad las visitas femeninas.

La patria potestad facultaba a los padres para poder vender como esclavas a sus hijas menores de doce años, pero siempre a un judío, con el fin de poder rescatarlas en el caso de que el comprador o su hijo no quisieran desposarlas. En tiempos de penuria económica, los judíos vendieron a sus hijos “para poder comer” (Neh 5:2ss).

Minusvaloración del niño en el mundo antiguo.

En el mundo grecorromano de la época de Jesús, los padres tenían poder absoluto sobre su prole a la hora de reconocer o rechazar al recién nacido; el niño no era nadie, no contaba como persona, y menos aún si era hembra. Podía ser expuesto o arrojado en un arroyo o en un basurero para que muriera o lo recogiera el primero que estuviera dispuesto a criarlo como esclavo. Cuando Jesús dice: «Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de ellos es el Reino de Dios» (Mc. 10:13–16), toma posición contra la bárbara costumbre del abandono de infantes, y llama a su comunidad a adoptarlos, como sabemos que fue habitual en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. Por eso se dice que Jesús, «abrazándolos los bendijo imponiéndoles les manos». «Se trata de los gestos oficiales que realiza un padre cuando dicta sentencia y decide que el recién nacido viva y que no muera, cuando decide admitirlo en el seno de la familia y no exponerlo en un basurero» (J. D. Crossan). A la luz del desamparo del infante, se entiende en toda su radicalidad el mandamiento de acoger a un niño como al mismo Jesús (cf. Mc. 9:37). Desde el principio, la comunidad cristiana puso en práctica la enseñanza de Jesús de protección a los menores.

Los niños se encontraban en la posición más baja de la escala social de la época, junto a las mujeres y los esclavos. Por ello, paîs puede significar también «siervo» o «esclavo». Los pequeños necesitan ayuda, dependen totalmente del cuidado de sus padres. Jesús puso como condición de entrada en el Reino de los Cielos «hacerse como niños» (Mt. 18:3), es decir, «hacerse poca cosa», «humildes», «al servicio de los demás» (cf. Mt. 23:11).

El niño, hasta que no llegaba a la mayoría de edad, era igual que un esclavo; la fecha de su emancipación dependía de la voluntad del padre. «Mientras el heredero es niño [nepios] en nada se diferencia de un esclavo» (Gal. 4:1). De hecho, se emplean indistintamente las palabras «niño» (paîs) y «esclavo» (dulos) en el relato del oficial de Cafarnaúm que en Mt. 8:6 pide a Jesucristo la curación de su niño y en Lc. 7:2 pide la de su esclavo. Esta misma identidad de significado aparece en Mt. 12:18, que traduce por «niño» (paîs) el hebreo ébed («esclavo») de Is. 42:1.

Todo esto no significa que los niños fueran despreciados, abandonados a su propio destino, o que no fueran queridos. Todo lo contrario. El amor de los padres a los hijos está muy constatado en la Biblia. El deseo de tener un hijo es lo más esencial en el matrimonio judío. Ahí está la ley del > levirato, que certifica la enorme desgracia de pasar a la otra vida sin tener un hijo. El inmenso amor materno está presente en las narraciones, más o menos míticas y legendarias, de Agar y la madre de Moisés, que no pueden ver morir al hijo de sus entrañas (Gn. 21:16; Ex. 2:2). Y ahí están las bellísimas metáforas de los poetas y de los sabios: “Los hijos son plantas de olivo alrededor de la mesa” (Sal. 128:6). “La corona de los ancianos son sus nietos, la gloria de los padres son sus hijos” (Prov. 17:6).

El amor de Dios por los pequeños

Dios aparece en la Biblia con una especial predilección por los niños. Los elige para grandes misiones, como sucede en el caso de Samuel (1 Sam. 1–3) y en la ternura con que prodiga su amor a Israel: «Cuando Israel era un niño, yo lo amaba y de Egipto llamé a mi hijo» (Os. 11:1).

Dios cuidaba de Israel «como de un niño en el regazo de su madre» (Sal. 131:2); «como el padre se complace de sus hijos» (Sal. 103:13). De hecho, era un niño, un recién nacido, pues acababa de salir del país de la muerte (Egipto) a los espacios de la vida, empezaba a vivir como pueblo independiente y libre. Israel fue siempre para Dios un niño muy querido: «Podrá una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del niño de su vientre. Pues, aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti» (Is. 49:15).

A Dios le agradan el culto y la alabanza de los niños: «Reunid al pueblo, convocad a la comunidad, juntad a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho» (Jl. 2:16).

En la epopeya de Judit, «todos los israelitas se dirigieron fervorosos a Dios y ayunaron rigurosamente. Los hombres y sus esposas, sus hijos, incluso pequeñitos, todos los israelitas, hombres, mujeres y niños y se postraron en el templo» (Jdt. 4:9, 11; cf. Sal. 8:2).

Esta predilección de Dios por los pequeños, por los débiles y por los de segundo orden, es una constante en la Biblia. Dios elige a los que menos cuentan, a los últimos, a los olvidados, para hacerlos importantes, para ofrecerles su consideración, para encargarles grandes misiones y nombrarlos guías y dirigentes. San Pablo, expresando este concepto, escribe: «Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para humillar a los sabios; lo débil para humillar a los fuertes; lo vil, lo despreciable, lo que es nada, para anular a los que son algo» (1 Cor. 1:27–28).

Elige a la mujer estéril, para hacerla madre de un hijo de gran relevancia. Prefiere a Ana que se siente humillada por Penena (Gn. 25:21); a Sara, despreciada por Agar (Gn. 11:31; 16:1); a Rebeca, madre de Jacob (Gn. 25:21) y a Raquel, humillada por Lía (Gn. 29:31). Las esposas de los tres grandes patriarcas —Abraham, Isaac y Jacob— eran estériles, y en ellas se cumplió el salmo: «A la estéril, le da un puesto en la casa, como madre feliz de sus hijos» (Sal. 113:9).

Elige a los menores: a Isaac y no a Ismael; a Jacob y no a Esaú; a Gedeón, «el último de la familia» más humilde de la tribu de Manasés; a David, y no a sus hermanos mayores; a Salomón, el hijo más joven de David; José es el preferido de Jacob y Efraim se antepone a Manasés. Protege al débil contra el fuerte, al pequeño David contra Saúl, poderoso y de gran consideración; al humilde pastor, que es David, contra Goliat, el gigante.

Los niños en el pueblo de Dios

Desde el pacto de Abraham narrado en Génesis 17, los niños forman parte del pueblo de Dios. La circuncisión como señal en la carne de esa alianza se debía aplicar sobre el prepucio de los varones a los ocho días de haber nacido, acto que conformó la religiosidad de los israelitas de tiempos bíblicos (Jos. 5:2) y sigue siendo todavía hoy propio de los judíos. A los trece años, el joven israelita adquiere su madurez ante la sagrada Torah por medio de la ceremonia que en hebreo actual recibe el nombre Bar Mitsvah, בַר מִצְוָה —Bath Mitsvah, בַת מִצְוָה en el caso de las niñas, que se efectúa cuando tienen doce, aunque solo se da entre los judíos menos conservadores—, práctica que no existía en tiempos bíblicos ni durante los primeros siglos de la Era cristiana, pero que se ha convertido en una fiesta de gran importancia entre los israelitas actuales.

En el Nuevo Testamento leemos acerca de la circuncisión de Jesús a los ocho días de haber nacido (Lc. 2:21), pero también de la superación de esta práctica en las epístolas de San Pablo (Gal. 5:2; 6:12; Col. 2:11; 3:11; Tit. 1:10), sustituida por el bautismo, que aplicado indistintamente a niños o niñas, los incluye dentro del nuevo pacto divino en Cristo. En las denominaciones cristianas históricas que mantienen el bautismo de infantes, práctica atestiguada desde la Iglesia antigua y que hunde sus raíces en el mismo Nuevo Testamento, los adolescentes suelen ingresar como miembros de la congregación en una especial celebración que recibe el nombre de «confirmación», elevada por los católicos romanos a la categoría de sacramento.

Aquellas otras que rechazan esta forma de bautismo, han tendido a reemplazarlo por una breve ceremonia llamada «presentación de niños», que no cuenta con la simpatía ni la adherencia incondicional de todos, ya que en ocasiones se vive como si fuera un bautizo popular y no cuenta con un evidente respaldo bíblico. Por otro lado, se constata la tendencia en estas iglesias a rebajar la edad del bautismo, que ha pasado en algunos casos a aplicarse en la preadolescencia e incluso en niños de siete u ocho años, algo que no siempre se ha aceptado bien. Sea como fuere, lo cierto es que el mundo cristiano tiene plena conciencia de que los niños forman parte también de la familia de Dios.

Simbología de los niños

El simbolismo de la infancia.

El significado simbólico de la imagen del niño se entiende mejor por la disimilitud con la adultez. Pablo afirma: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño» (1 Co 13:11 RVR1960). Aunque el orador sugiere alivio de la infancia, los caminos infantiles son una mezcla de poderosa inocencia y frustrante inmadurez.

Bajo una luz positiva, la infancia representa la simplicidad y la inocencia. Los padres aman al niño inocente (Sal 103:13); (Lc 9:48). Humilde de corazón (Mt 18:4), el niño entiende cosas «escondidas de los sabios» (Lc 10:21) y ofrece alabanza a Dios que silencia a los vengadores (Sal 8:2). A este respecto, Jesús estima el ser como un niño como cualidad para entrar en el reino de los cielos (Mt 18:3); (Mt 19:14); (Mr 10:15); (Lc 18:16). Jesús evoca un aura de inocencia e ignorancia cuando llama a sus discípulos «hijos» (Mr 10:24). La frase «hijos míos amados» sugiere su afectivo cuidado y la ingenuidad de ellos (1 Co 4:14); (Gá 4:19); (1 Jn 3:18); (1 Jn 4:4).

Los dos lados de la puerilidad, en oposición a las formas adultas, quedan declaradas por Pablo con claridad: «Hermanos, no sean niños en su modo de pensar. Sean niños en cuanto a la malicia, pero adultos en su modo de pensar» (1 Co 14:20). De las diferencias entre niños y adultos, él nombra lo positivo —la inocencia hacia el mal— y lo negativo: la inconsciencia hacia la vida.
En un sentido de inmadurez pueril se saborea como la revelación de un proceso de aprendizaje.

Los niños pueden realizar tareas sencillas como escribir (Is 10:19). Perciben verdades básicas como «saber» cuando abandonar la matriz (Os 13:13), se le conoce por sus hechos (Pr 20:11) y ve la idolatría como algo malo (Jer 17:2). Pero necesitan defensa de la complejidad. Recordamos al salmista que mide sus palabras porque «a la generación de tus hijos engañaría» (Sal 73:15), o Pablo que habla a los nuevos creyentes «como si fueran mis hijos» (2 Co 6:13).

A pesar de todo, en su inmadurez los niños son proclives al mal (Jer 4:22), aprenden lentamente (Is 28:9); (1 Co 13:11) y se resisten a trabajar (Mt 11:16) o al dolor (Os 13:13). También son rápidos para rebelarse. Por ejemplo, Job ora cada día por sus hijos por si acaso han *maldecido a Dios en su corazón (Job 1:5); (cp. Is 1:2), (Is 1:4); (Is 30:1). Las señales negativas de la infancia son de lo más frustrantes cuando perduran en la adultez.

  • Los niños como aprendices:

La educabilidad de los niños se celebra a lo largo de las Escrituras, mientras que se deplora su rebeldía ocasional. Jesús llamó a un niño para que se pusiera en medio de ellos e ilustrar la educabilidad (Mateo 18:2–4). Este espíritu educable se encontraba entre la cualidades por las cuales Jesús alabó a los niños, los recibió y asemejó a ellos el reino (Lucas 9:48, 10:21, 18:16). La actitud educable del niño es un modelo para la vida cristiana.

Aprender implica disciplina (Proverbios 22:15, 23:13, Hebreos 12:8). Los niños a los que no se puede enseñar se rebelan contra ella (Isaías 30:9, Jeremías 5:7, Ezequiel 20:18, 20:21, Mateo 10:21, Tito 1:6). Por el contrario, la acción obediente señala aprendizaje (1 Pedro 1:14, 1 Juan 3:18). Juan resume la actitud de un maestro/padre: «No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad».

Los adultos que se ven intimidados por una tarea se asemejan a un niño. Salomón oró: «Soy como un niño pequeño que no sabe por dónde ir» (1 Reyes 3:7). Ante la confesión similar de Jeremías, el Señor promete conocimiento: «No digas: Soy un niño; porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande» (Jeremías 1:6–7).

Los niños como dependientes. Los niños representan dependencia en dos sentidos: los padres dependen de sus hijos como garantía de las generaciones futuras; de ahí que su bienestar moral y físico en la edad avanzada los haga dependientes de sus hijos. Sin embargo, los niños dependen de sus padres para que los alimenten cuando son pequeños. La protección de los hijos es un tema principal.

En la Biblia se siente compasión por los que no tienen hijos (Gn 15:2–3; 38; 42:36; 1 Cr 2:32; Mt 22:24–25; Mr 12:19–22; Lc 20:28–31). El resultado de no tener hijos es desalentador: «Ninguno de sus [Simei] hermanos tuvo familias numerosas. De modo que la tribu de Simeón nunca creció tanto como la tribu de Judá» (1 Cr 4:27). No tener hijos es una señal de juicio (Lv 20:20, 21; 26:22). La fertilidad indica bendición tanto en el campo de batalla como fuera de él (Dt 7:14; 1 Cr 7:4; Job 5:25). Los matrimonios sin hijos oraban fervientemente por tenerlos (Gn 20:17; Raquel, Ana, Lc 1:7).

Los niños dependen igualmente de sus padres: para la protección del conflicto militar u otro peligro (Gn 21:23; 32:11; 33:14; Ex 2:23; 22:24; Nm 32:16–17, 24, 26), para una provisión adecuada (Gn 31:16; 47:24; Mt 15:26) y para el alimento (Rt 4:16; Sal 131:2; Is 66:13; Jl 2:16; Mt 23:37; 1 Ts 2:11; 1 Ti 5:10). De manera ideal, los padres también proveen una patria (Jos 14:9; Jer 30:20; Hch 7:5). Este gran sentido de responsabilidad es el que impulsa su búsqueda continuada de la Tierra Prometida.

[Sin padres o en tiempos complicados, los niños son vulnerables al hambre (1 S 2:5; Lm 2:19); un profeta describe «la lengua del niño de pecho se pegó a su paladar por la sed; los pequeñuelos pidieron pan, y no hubo quien se lo repartiese» (Lm 4:4 RVR1960). Indefensos o solos, los niños también se enfrentan al peligro (1 R 8:12; 10:1; Job 5:4; 24:9; Is 13:18; Jer 40:7; Lm 2:11, 19; Rev 12:4–5).

El perjuicio llega cuando los padres se quedan indefensos (Jer 47:3; 49:10; Lm 1:5, 16) o son la causa del sufrimiento de los hijos por el pecado personal (Os 1:2; 5:7; 9:12). Perores son las escenas del daño intencionado de parte de los padres en casos de canibalismo (Dt 28:55, 57), de celos (2 Cr 22:11) o de adoración a los ídolos que exige el sacrificio infantil (2 R 17:31; Is 57:5; Jer 6:11; 9:21; 18:21; Ez 16:36; 23:37; 29). Las historias específicas de niños dependientes son especialmente potentes. Moisés, en el arca en medio de los juncos, aun estando en peligro de muerte como bebé varón en Egipto, también está en peligro en el río. Jesús como bebé corre un peligro parecido (Mt 2:8).

Los hijos de Abraham, tuvieron el privilegio de tener un padre del que podían depender: como simiente suya cosechan los beneficios del evangelio (Hch 13:26, 33; Ro 9:7; Gá 3:7; 4:1). Del mismo modo, los niños de padres creyentes son bendecidos (1 Co 7:14). Los padres eran responsables de demostrar e instilar una orientación moral adecuada (Gn 18:19; Dt 30:19).

La imagen más perdurable de paz entraña la seguridad del niño en medio de un peligro natural, una imagen del cuidado de Dios para toda la tierra:

El lobo vivirá con el cordero,
el leopardo se echará con el cabrito,
y juntos andarán el ternero y el cachorro de león,
y un niño pequeño los guiará.
La vaca pastará con la osa,
sus crías se echarán juntas,
y el león comerá paja como el buey.
Jugará el niño de pecho
junto a la cueva de la cobra,
y el recién destetado meterá la mano
en el nido de la víbora

(Is 11:6–8 NVI).

Tanto los padres como el niño están amparados por la promesa de Dios de que el pecado no será castigado en las generaciones futuras: «Los padres comieron las uvas agrias y los dientes de los hijos tienen la dentera» (Jer 31:29). Dios promete que los futuros hijos podrán depender de él: «El Señor mismo instruirá a todos tus hijos, y grande será su bienestar» (Is 54:13).

Los niños son reflejo de los padres. La dependencia que los padres tienen de los hijos procede de que estos reflejen su preocupación por él o por ella, y, de hecho, el propio carácter de ellos. Las imágenes de niños reflejan la situación presente de un progenitor, así como un potencial futuro.
Cuando los niños son incluidos en una congregación de todo el conjunto, representan la totalidad del hombre como miembro de su clan. Así como el no tener hijos resultaba en clanes más pequeños en Israel, así también la imagen de los hijos reunidos alrededor de su padre sugiere el estatus presente. Existen veinticuatro referencias a este tipo de bendición. Similares consecuencias se asignan para el pecado: Dios lamenta el pecado de Israel antes de ser exiliado a Babilonia, diciendo: «Tus descendientes habrían sido como la arena del mar ¡imposibles de contar!» (Is 48:19).

El futuro peligro para los hijos resulta del pecado de los padres. Se recuerda el pecado de una generación pasada se recuerda, diciendo: «Aquellos pueblos adoraban al Señor, y al mismo tiempo servían a sus propios ídolos. Hasta el día de hoy sus hijos y sus descendientes siguen actuando como sus antepasados» (2 R 17:41). Nehemías se refirió a una generación de niños que solo hablaría el lenguaje de los ídolos, y no «el lenguaje de Judá» (Neh 13:24). Estos comentarios indican que los niños son un reflejo inalterable de los hechos pasados.

Job 17:5 NVI habla sobre las conexiones entre padres e hijos en tiempo presente. En cuanto a la promesa de destrucción para los hijos a causa del pecado, se encuentran numerosos pasajes (Ex 20:5; 34:7; Nm 14:18, [33 M Dt 5:9](https://biblia.com/bible/rvr60/Nm33. Dt5.9); Sal 103:17; 109:9–10, 12; Is 47:8–9; Jer 2:9 M 32:1–8; 36:3; 38:23; Esd 5:17; Ap 2:23) que lo mencionan. Estos ejemplos se resumen en la declaración de Dios en Os 4:6 RVR1960: «porque olvidaste la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos». Por otro lado, los beneficios hacia los hijos también son una recompensa (Dt 23:8; Is 29:23; 59:21; 65:23; Jer 30:20; Ez 37:25; Zac 10:7). Estos beneficios representan una especie de influencia hacia la obediencia, como se menciona en Dt 4:40; 4:29; 6:2; 12:25, 28 RVR1960: «Para que te vaya bien a ti y a tus hijos después de ti». Los proverbios también son claros en cuanto a la promesa de bendición para los hijos de los justos (Pr 13:22; 14:26; 20:7; Sal 37:26). El arrepentimiento también trae bendición, como se menciona en Jer 31:17; Zac 10:9 NTV: «Hay esperanza para tu futuro, dice el Señor. Tus hijos volverán a su propia tierra». Del mismo modo, el evangelio es «para vosotros… y para vuestros hijos» (Hch 2:39).

Los hijos queridos. Aunque sujetos a las perversiones humanas normales, en general, la abrumadora imagen de los niños en la Biblia es que son amados por sus padres, por su nación y por Dios. Los padres adoran a sus hijos con devoción sin igual en ninguna de las demás relaciones. Sus ardientes oraciones para tener hijos (Gn 15:2–3; 16:1–2; 20:17; 1 S 31:1) y sus celebraciones en el nacimiento de un niño (Jer 20:15; Lc 1:66) lo demuestran. Los padres almacenan riqueza para sus hijos (Sal 17:14) y quieren darles buenos regalos (Mt 7:11; Lc 11:13; 2 Co 12:14). Los padres se desesperan si su hijo está cerca de la muerte (1 R 17:23; 2 R 4:18–30; Mr 5:39–40; Mr 7:30; Jn 4:49).

Los niños específicamente nombrados en la Biblia siempre son queridos. Como bebé, Jesús es adorado por todos los que lo conocen: los magos (Mt 2:8, Mt 2:11), los pastores, Ana y Simeón. Los que son «hijos únicos» son observados con especial interés (Pr 4:3; Zac 12:10; Lc 9:38). Jefté agoniza por su voto de sacrificar lo primero que vea, porque es su preciosa *hija única a la que ve (Jue 11:34). En la historia que Natán le cuenta a David, el hombre pobre cuida de su oveja como si fuera su única hija (2 S 12:3). Dos mujeres pelean delante de Salomón por el niño vivo después de que el otro bebé haya fallecido (1 R 3:18). Joas, el niño rey, es ocultado en secreto por la hermana de su madre (2 Cr 22:11).

A excepción de los tiempos en que se sacrificaba a los ídolos, los israelitas como nación aman a los niños (Jue 18:21; Sal 127:3; Is 7:14; Is 9:6; Os 9:16; Mi 1:16; Mt 2:18; Mt 19:29). Las leyes y los edictos de Dios quieren a los niños (Lv 18:21; Lv 20:3–4; Dt 33:9; Jos 1:14; Mal 4:6). Dios mismo los defiende (Sal 72:4; Os 11:10). Jesús se detuvo por los niños, y se tomó tiempo para estar con ellos (Mt 18:5; Mt 19:13; Mr 10:16; Lc 9:48; Lc 13:34) y los sanó (Mr 7:30). El amor por los niños es la prueba de «un pueblo preparado por el Señor» (Lc 1:17; Mal 4:6).

Los hebreos afirman ser hijos de Abraham y, por tanto, ser privilegiados (Jn 8:39, Jn 8:41). En ocasiones se les habla como tales (Hch 13:26). Sin embargo, los hijos de Abraham se redefinen después de la resurrección de Cristo como cualquier que acepte su promesa (Gá 3:7). Los hijos de Abraham son hijos de Dios.

Los hijos de Dios son especialmente queridos y privilegiados (Jn 1:13; Jn 11:52). Juan, «el discípulo al que Jesús amaba» capta su tono cuando se dirige a ellos siete veces en su primera epístola (1 Jn 2:1, 12, 13, 18, 28; 1 Jn 3:1, 7) como «hijitos míos». Dios tiene compasión de sus hijos (Jer 31:20) y nunca los olvida (1 S 31:1–5). Tienen contentamiento eterno, vida eterna (Lc 20:36; Gá 4:31; 1 Jn 3:2; 1 Jn 4:4; 1 Jn 5:19). El derecho de ser hijo de Dios se extiende a todos (Jn 1:12; Ro 8:16, Ro 8:21; Ro 9:8; 1 Jn 5:1), gentiles y judíos por igual (Gá 4:28). Así como la conducta propia señala los antecedentes familiares (1 Jn 3:10), los hijos de Dios son llamados a comportarse como hijos del Rey (Dt 14:1; Ef 5:1, Ef 5:8; Fil 2:14–15; 1 Jn 3:18; 1 Jn 5:2).

Las imágenes de niños añaden calidez y profundidad a las promesas de que Dios nos mira como un padre a sus hijos. Más jóvenes y distintos de los adultos en madurez e inocencia, un niño depende de los demás en una posición de aprendizaje y refleja la situación presente y la esperanza futura de sus padres; por encima de todo, un niño es querido. Como hijos de Dios anhelamos el contentamiento que les llega de forma natural a los hijos; ajustamos nuestra posición para asumir la actitud de un niño, porque comprendemos lo que Jesús dijo: «el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mr 10:15 RVR1960). Sobre todo, podemos estar tranquilos como un niño, satisfechos de que él trate con nosotros «como el padre a sus hijos» (1 Ts 2:11 RVR1960).

Los Niños en el N.T y su Tiempo

En los Evangelios los niños son sanados por Jesús, dejados atrás por los discípulos, y Jesús predice que se volverán contra los discípulos. Los niños son utilizados como ejemplo en las enseñanzas de Jesús, y a los seguidores de Jesús también se les llama sistemáticamente «niños».

Cuando uno se acerca a estos textos es erróneo caer en una concepción sentimental e idealizada de la infancia. La niñez en la antigüedad era difícil y peligrosa. Se estima que solamente el cincuenta por ciento de los niños vivían pasados los diez años (Bakke 2005, 23), un hecho de la vida representado en las historias de niños enfermos y moribundos en los Evangelios.

Entre las experiencias habituales de la niñez estaba el trabajo duro y el abuso, junto con el juego y la educación. Aunque los niños podían ser valorados y amados por sus padres, en general eran vistos como adultos sin terminar, presas de vicios que no podían controlar y sujetos de una estricta disciplina. La comprensión de la niñez y de las expectativas de los niños en la época grecolatina y judía resulta clave a la hora de interpretar los textos relacionados con niños en los Evangelios.

La vida de un niño

En todo el mundo antiguo se esperaba que los padres cuidaran a los niños (libres), proveyeran para ellos y los criaran para llegar a ser miembros contribuyentes de la sociedad (una previsión truncada por la llamada al discipulado [Mc 10:28–30]). Por su parte, se esperaba que los niños respetaran, obedecieran y honraran a sus padres (e. g., Seneca, Ben. 3.11; 4.27; Josefo, Ag. Ap. 2.204; Filón, Spec. 2.224–231; cf. Mt 7:9–11; Mc 7:10; Lc 2:51). Un niño era considerado el vivo retrato del padre, alguien que reflejaba el carácter de sus progenitores (más exactamente, del padre) (cf. Sir 30:4–6; Jn 8:39–47), y por tanto el comportamiento de un niño podía influir positiva o negativamente en la posición social del padre. Más allá de estas expectativas básicas, la experiencia diaria de los niños en la antigüedad estaba determinada en gran medida por su sexo, riqueza, estatus social (libre o esclavo), etapa de vida y sus correspondientes capacidades.

La disparidad basada en la riqueza y el estatus social estaba presente en el caso de los niños incluso durante la infancia. Los bebés que nacían de padres esclavos evidentemente eran esclavos y, por consiguiente, los derechos de los padres sobre ellos eran inexistentes; los amos podían disponer del pequeño como consideraran más oportuno. Las madres esclavas continuaban trabajando a pesar de las necesidades del bebé, igual que ocurría con las madres de familias pobres. Debido a sus responsabilidades en la familia y la sociedad, las madres pudientes tenían poco contacto con sus hijos, que estaban bajo el cuidado de esclavos o nodrizas profesionales (es interesantes que los bebés de esclavos también podían ser criados por amas de leche, lo que permitía que sus madres pudieran trabajar sin distracciones). Los bebés romanos libres que sobrevivían a los ocho o nueve días de vida eran objeto de una celebración que incluía sacrificios animales y donde se le ponían nombre al niño. En el caso de los niños judíos, la ceremonia equivalente se centraba en la circuncisión (cf. Lc 2:21; Flp 3:5).

La primera etapa de la niñez (lat. infans [«uno que no habla»], gr. paidion [«niño pequeño»]) duraba desde el nacimiento hasta la edad de siete años. Para los niños libres, esta etapa de la vida tenía que ver con el desarrollo físico, el aprendizaje de las tradiciones sociales y el juego; los únicos niños a los que se representa jugando en los Evangelios canónicos es a los niños pequeños (Mt 11:16–17; Lc 7:32). Los niños ricos tenían como juguetes sonajeros, muñecas, pelotas e incluso carros en miniatura. Todos los niños jugaban con dados, juegos de mesa y juegos físicos, como el escondite y el balón. También jugaban a ser adultos, haciéndose pasar por jueces, sacerdotes, soldados, oradores y otros profesionales.

Los niños libres de clase acomodada podían disfrutar de sus privilegios. Sus esclavos les daban de comer, los bañaban y los entretenían y jugaban con ellos. Los libres pobres y los esclavos no tenían tales lujos. La mayoría de los niños esclavos comenzaba a trabajar en la casa o en el campo y a formarse para sus responsabilidades futuras a una edad muy temprana. Los niños pequeños de familias pobres también comenzaban a ayudar a mantener la familia económicamente tan pronto como eran capaces.

La segunda etapa de la niñez (lat. impuberes, gr. pais [«niño»]) abarcaba desde los siete años hasta la pubertad. Los niños y niñas romanos pudientes empezaban su educación con sus padres o tutores privados en casa o en una escuela dirigida por un maestro profesional. Tenían un paedagogus, generalmente un esclavo, que los acompañaba, llevaba su material escolar y se aseguraba de que prestaban atención a sus estudios. La educación en el mundo romano, que se basaba fundamentalmente en la memorización, tenía como objeto principal aprender a leer y escribir y la aritmética y, hacia el final de la educación, la gramática y la retórica. La educación iba acompañada de la disciplina; los estudiantes romanos aprendían a base de palos (véase Plutarco, Cat. Maj. 20.4; Marcial, Epig. 9.68; Suetonio, Gramm. 9). La educación de los niños judíos comenzaba en casa con la ley y las historias de Israel (Josefo, Ag. Ap. 2.204). Es posible que hubiera escuelas fuera del hogar, posiblemente en sinagogas, en la Palestina romana, pero este es un asunto discutido. En cualquier caso, solo los niños podrían haber asistido a estas escuelas, lo que habría proporcionado una educación más formal en la Torá, los profetas y sus interpretación (cf. Lc 2:46–47).

En las familias más pobres del mundo romano la escuela seguía siendo una opción, pero los niños también trabajaban en casa o en el negocio familiar. Los niños esclavos comenzaban a trabajar durante períodos más extensos y en tareas más avanzadas, pero tanto los niños esclavos como libres podían ser admitidos como aprendices para aprender un oficio como el de tejedor (véase P.Oxy. 1647). Igual que sus equivalentes romanos, los niños judíos trabajaban con la familia para sostener el hogar (como queda reflejado en Mt 21:28–31; Mc 1:19–20; Lc 15:25–29).

La niñez acababa con la pubertad. Las hijas romanas y judías eran dadas en matrimonio por sus padres, normalmente a la edad de entre doce y catorce años. Los jóvenes romanos pasaban por una ceremonia en la que recibían la toga, y por tanto la condición de adulto, cuando tenían entre quince y diecisiete años. Los jóvenes judíos, varones y mujeres por separado, se convertían en responsables de guardar la Torá (e. g., m. Nid. 5:6; m. ʾAbot 5:21).

Explotación infantil

Los niños de la época grecorromana se enfrentaban a la posibilidad de la violencia y los abusos sexuales. La infancia era un período de la vida especialmente peligroso debido a la amenaza del abandono en el Imperio Romano (aunque ese no era el caso, según numerosas fuentes, de los niños judíos [véase, e. g., Josefo, Ag. Ap. 2.202]). El padre del niño o, si no estaba casada, la madre, tenía el derecho legal de decidir entre criar al niño o abandonarlo en un espacio público (un templo, un vertedero, un portal, etc. [cf. P.Oxy. 744]). La posibilidad de ser expuesto aumentaba si la criatura era una mujer, tenían alguna malformación o sus padres eran pobres. Un niño expósito moría o potencialmente estaba destinado a ser criado como un esclavo en otro hogar (el estatus de los niños que sobrevivían y llegaban a la edad adulta era un tema legal sobre el que se solía debatir).

Los niños esclavos, como los esclavos adultos, podían esperar sufrir un abuso físico indiscriminado. Los informes sobre la educación de los niños libres también incluyen menciones a castigos físicos por parte de los maestros. El grado de disciplina física en el hogar es menos seguro (aunque véase Séneca, Const. sap. 12.2; Filón, Spec. 2.232). La tradicional patria potestas, el poder del varón cabeza de familia sobre esta, le otorgaba a los padres el derecho a matar a sus hijos con causa, si bien las historias en las que esta potestad se ejerce tienen que ver con chicas jóvenes descubiertas en alguna inmoralidad sexual o chicos envueltos en alguna rebelión de carácter político (e. g., Livio, Hist. 3.48.5–8; Dionisio de Halicarnaso, Ant. rom. 2.26–27; Valerio Máximo, Fact. dict. 5.8.1). No hay historias de padres que abusaran gravemente o mataran a sus hijos pequeños.

Los niños en las sociedades grecolatinas también eran objeto de abusos sexuales. Las niñas libres de clase acomodada estaban protegidas hasta cierto punto porque se esperaba que llegaran vírgenes al matrimonio, pero los niños se enfrentaban al potencial abuso sexual de por parte de los varones mayores, tanto dentro como fuera del entorno familiar (Marcial, Epig. 3.73; Catulo, Carm. 15; Suetonio, Gramm. 23). El abuso sexual era prácticamente seguro en el caso de niños y niñas esclavos que, al igual que los esclavos adultos, estaban sexualmente a disposición de cualquier varón de la casa (Marcial, Epig. 1.58; Petronio, Sat. 24–25; 75). Delicia («mascotas») eran aquellos esclavos jóvenes o (rara vez) niños libres que mantenían una relación especial, a menudo cariñosa, con el amo. Además de entretener a los adultos y hacerle compañía a los niños libres de la familia, los delicia también podían ser objeto de abusos sexuales. Los niños esclavos a veces se dedicaban a la prostitución, y hay informes de un comercio sexual en el que participaban niños libres y esclavos muy jóvenes en el mundo romano (Suetonio, Cal. 41; también Justiniano, Nov. 14 [siglo V A.D.]).

La medida en que estos abusos sexuales estaban presentes en la sociedad judía es objeto de debate. Un ejemplo del potencial abuso sexual que podían sufrir los niños en los Evangelios es la historia de la fiesta de cumpleaños de Herodes en Marcos 6:21–22 (// Mt 14:6), donde una joven (gr. korasion) baila para el rey y sus invitados varones. Este tipo de entretenimiento tradicionalmente tenía un componente erótico. Un ejemplo menos seguro tal vez lo podamos encontrar en Marcos 9:42–48 (// Mt 18:6–9). Las manos, pies y ojos en este texto podrían ser eufemismos con tintes sexuales (cf. Mt 5:27–30), y un texto rabínico posterior (b. Nid. 13b) que guarda un gran parecido con Marcos 9:42–48 trata directamente del abuso sexual de los niños. W. Deming sugiere que lo mismo ocurre en Marcos 9:42–48: si los «pequeños que creen» son niños, el texto habla en contra del abuso sexual infantil. Sin embargo, es posible que los pequeños sean discípulos, lo que hace que esta interpretación sea más incierta.

El valor de un niño

Para Filón, los niños pequeños son inocentes (cf. Dt 1:39; Is 7:15–16; 1 Cor 14:20), pero después de los siete años los niños aprenden el mal y se ven conquistados por las pasiones (Filón, Her. 294). Asimismo, en el pensamiento grecorromano un niño era considerado como un adulto inacabado o imperfecto, que carecía de autocontrol y razón (e. g., Séneca, Const. sap. 12.2; cf. 1 Cor 13:11; Heb 5:11–14). Así pues, el valor de un niño no residía en el hecho de ser un niño sino más bien en la contribución práctica que hacía a la familia. Los niños pobres y los esclavos eran valiosos por su trabajo y, en el caso de los niños libres, por su potencial para cuidar a los padres ancianos; los niños pudientes tenían valor por las conexiones políticas derivadas del matrimonio de una hija o de la posición de un hijo como heredero y futuro cabeza de familia. Esta valoración de los niños se aprecia incluso en el judaísmo (véase, e. g., Sir 30:4–6; Filón, Spec. 2.129).

No obstante, la visión estrictamente utilitarista de los niños no es el fin de la historia. El judaísmo del Segundo Templo heredó la idea de los hijos como un don de Dios a partir de textos como Deuteronomio 28:4; Salmo 127:3–5; 128:3–4. El lenguaje que se emplea en referencia a los niños en textos e inscripciones funerarias grecolatinos también es indicativo del afecto de los padres hacia ellos (e. g., ILS 8473; CIL 6.22972; Plinio el Joven, Ep. 5.16). Este afecto está representado en los Evangelios en el lamento por los niños de Belén (Mt 2:16–18) y en historias de padres que ruegan por la curación de sus hijos (Mc 5:22–23; 7:25–26; 9:17–18; Jn 4:47).

Jesús y los niños en los Evangelios

Las vidas de los niños y la comprensión que se tenía de la niñez en la antigüedad grecorromana forman un trasfondo importante a la hora de interpretar los textos relacionados con niños en los Evangelios canónicos. Hay varias cuestiones que requieren de una consideración adicional:

  1. El reconocimiento de Jesús por parte de los niños.
  2. El uso que hace Jesús de los niños pequeños como lección práctica de discipulado.
  3. La metáfora de los seguidores de Jesús como hijos de Dios.
  • Reconocimiento de Jesús en Mateo.

En Mateo 11:16–17 Jesús compara a «esta generación» con niños pequeños (paidion) en un mercado, llamándose unos a otros porque nadie quiere jugar con ellos. Aquí se puede identificar a los niños como Jesús y Juan el Bautista, que no reciben ninguna respuesta a sus mensajes de los demás niños (su audiencia). En su defecto, los «niños pequeños» pueden ser la audiencia de Jesús, que rechaza tanto a Jesús como a Juan el Bautista por rehusar hacer y decir lo que ellos quieren (véase Davies y Allison, 261–62). Leída en el contexto de las antiguas expectativas e ideas sobre los niños, la poco favorecedora analogía de Mateo 11:16–17 condena a los adultos por su falta de respuesta a Jesús y Juan (cf. Lc 7:31–32).

«Esta generación» en Mateo 11:16–17 contrasta con los niños que aceptan a Jesús en Mateo 11:25–27; 21:15–16. En Mateo 11:25–27, la audiencia de Jesús, los sabios e inteligentes para quienes están escondidos Jesús y su mensaje, son comparados de forma negativa con los niños a quienes el Padre revela al Hijo. Los niños vuelven a aparecer por segunda vez en Mateo 21:15–16. Cuando los niños (pais) que están en el templo aclaman a Jesús como el Hijo de David, son criticados por los principales sacerdotes y los escribas. Jesús defiende a estos niños como los bebés para quienes Dios prepara la alabanza (cf. Sal 8:3, LXX). Los niños y los bebés en estos textos actúan como contrapunto literario. Aunque ellos, en el contexto cultural, son los ignorantes y los que no tienen educación (cf. 1 Cor 3:1–2), son los niños quienes reconocen y aceptan a Jesús, no los educados y sabios adultos. Como en el caso de los recaudadores de impuestos que entran en el reino antes que los principales sacerdotes y los ancianos (Mt 21:31–32), las expectativas sociales se ven trastornadas por estos precoces niños. Jesús promueve este mensaje mediante el uso que hace de los niños pequeños como modelos de discipulado.

  • Los niños y el reino de Dios.

En Marcos 9:33–37 Jesús enseña a sus discípulos que para ser los primeros deben ser los últimos y los siervos de todos (véase Esclavo, siervo). Estando juntos en una casa, Jesús coloca a un niño (paidion) en medio de los discípulos, abraza al niño y les dice a sus discípulos que cualquiera que recibe a un niño como este en su nombre, recibe a Jesús y, por tanto, aquel a quien Jesús ha enviado (cf. recibimiento a los discípulos en Mt 10:14; Mc 6:11; Lc 10:8–11). Aquí se compara a los niños con los esclavos y, por ende, con el propio Jesús (Mc 10:45; Lc 22:24–27). Estos niños sirven como modelo de discipulado por su vulnerabilidad y su bajo estatus en la sociedad (cf. Lc 9:47–48). La historia paralela en Mateo 18:1–4 aclara el mensaje: para entrar en el reino, los discípulos deben ser como niños, y para ser el más grande en el reino, uno debe ser humilde como un niño.

En Marcos, a esta escena le sigue rápidamente una segunda aparición de «pequeños». La gente, presumiblemente padres, está trayendo a los niños pequeños a Jesús para que los bendiga, una escena que refleja una preocupación por las necesidades de los niños, debido a su vulnerabilidad física y social (cf. Lc 2:28). Cuando los discípulos los detienen, posiblemente a causa de la marginalidad social de los niños, Jesús enfurece. Les dice a los discípulos que dejen que los niños vengan a él porque el reino de Dios pertenece a niños como estos (Mc 10:14). Además, es imposible entrar en el reino a menos que se reciba como lo haría «un niño» (Mc 10:15; cf. b. Sanh. 110b); esta afirmación refleja la necesidad de los niños pequeños, aquellos a quienes hay que cuidar pero que pueden contribuir poco a la familia o a la sociedad. Lucas 18:15 enfatiza esta indefensión identificando a los niños como bebés. En Marcos 10:16 Jesús vuelve a abrazar a los niños pequeños, y también pone sus manos sobre ellos y los bendice (aspecto este que aparece abreviado en Mt 19:15 y se omite en Lc 18:15–17).

Estas dos historias han sido utilizadas para presentar a Jesús como alguien que ama y acepta a los niños, y que incluso potencialmente adopta niños en su familia (así lo cree Gundry, 154–58). Pero aunque estas historias se pueden emplear para animar a los adultos a amar y aceptar a los niños, este mensaje no es su propósito principal. La elevación de los niños en estas tradiciones es, más bien, parte de la inversión que hacen los Evangelios de las jerarquías sociales tradicionales. Al igual que a los pobres, los publicanos u otros grupos marginados, a los niños se les da preferencia, de un modo absolutamente sorprendente, respecto a sus superiores en la escala social. Además, la identificación de los niños como modelos para los discípulos apoya los temas generales de los Evangelios del servicio y la humildad como la senda del discipulado. De hecho, existe una gran omisión entre los niños en sí y los discípulos como «pequeños» e hijos de Dios (véase Mt 18:10–14; Mc 9:42).

  • Los hijos de Dios.

En Marcos, inmediatamente después de bendecir a los niños, Jesús se dirige a los discípuloscomo niños (tekna [Mc 10:24]). Esta metáfora, inspirada en la identificación veterotestamentaria de Israel como hijo de Dios, aparece más frecuentemente en Mateo y Juan. «Hijos» como metáfora para los seguidores de Jesús en estos Evangelios es una señal de identidad y relación.

  • Mateo.

En Mateo, a Dios se le identifica sistemáticamente como el Padre que está en los cielos (e. g., Mt 23:9), y por consiguiente los seguidores de Jesús son hijos de Dios. La metáfora aplica las antiguas expectativas hacia los padres y los hijos a la relación de Dios con los seguidores de Jesús. Los padres deberían cuidar y proveer para sus hijos, y es así como Dios provee de alimento, vestido y protección a sus hijos; los niños pueden confiar en estas expectativas (Mt 6:25–32; Mt 7:9–11; Mt 10:28–31). Los hijos deben obedecer a sus padres, y como hijos de Dios, los discípulos deben obedecer a Dios (Mt 6:10; Mt 12:50; Mt 21:31). Además, como buenos hijos, deberían imitar a su Padre celestial en amor, perdón y perfección (e. g., Mt 5:44–45, Mt 5:48; Mt 6:14–15). Así pues, la identificación metafórica de los seguidores de Jesús como hijos de Dios en Mateo es formativa para su carácter como discípulos: deben ser la viva estampa de su Padre.

  • Juan.

En Juan, la metáfora de ser hijos de Dios se centra en la identidad, tal como deja bien claro la extensa analogía de Juan 8:39–47. Jesús es el modelo por excelencia del buen hijo. Como Hijo, Jesús está unido a su Padre (Jn 10:30; 17:21) (véase Hijo de Dios). De acuerdo con las antiguas expectativas sobre la relación entre un padre y su hijo, Jesús es amado por Dios, enviado por Dios, empoderado por Dios y obediente a Dios (Jn 3:34–35; Jn 5:19–23; Jn 10:36–38): el Hijo es la imagen y el representante del Padre (cf. Jn 1:18; Jn 14:7–11). Reflejando el centro principal de atención de Juan sobre el propio Jesús, los discípulos son «niños» (tekna) más que hijos, y su relación con el Padre depende del Hijo (cf. Jn 1:12–13; Jn 14:18–21). A través de su relación con el Hijo, los seguidores como hijos también harán la obra de Dios (Jn 13:33–35; Jn 14:10–14; Jn 20:21–23).

Jesús no es completamente revolucionario en su relación con los niños, que, después de todo, se produce raras veces en los Evangelios. Sin embargo, la curación de niños, el uso de estos como modelos para el discipulado y la identificación de los seguidores de Jesús como «niños» los sitúa claramente dentro del ministerio de Jesús y les brinda un lugar en el reino que viene a traer.

Los niños en la cultura y la sociedad grecorromanas

En la literatura relacionada con la Antigüedad grecorromana hay pocos escritos directos sobre los niños. La información debe extraerse de los comentarios realizados en el contexto de otro tema. La mayoría de los textos antiguos están escritos por varones y por los grupos socioeconómicos más altos. Cabe preguntarse si el sabor y el contenido de tales comentarios habrían sido diferentes si hubieran sido escritos por mujeres (madres) y por los grupos sociales comunes o pobres.

  • Papel o lugar de los niños en la sociedad grecorromana.

Es difícil articular el lugar que ocupaban los niños en la sociedad grecorromana. Su papel se definía a través del sistema social y económico. Se consideraba que los niños formaban parte de la tradición de parentesco, que llevaban el nombre y los negocios de la familia y cuidaban de los padres ancianos. En contextos religiosos, los niños eran considerados inocentes, castos e ingenuos, por lo que eran canales o intermediarios de los dioses. Los niños eran percibidos como adultos no formados que carecían de razón y que, por tanto, requerían una formación que incluía los golpes. Platón afirmó:

«De todas las bestias salvajes, el niño es la más intratable; porque en la medida en que, por encima de todos los demás, posee una fuente de razón que aún no se ha refrenado, es una criatura traicionera, astuta e insolente. Por eso el niño debe ser atado, por así decirlo, con muchas bridas»

(Platón Leg., 808D).

Los niños también eran valorados como individuos, y los numerosos epitafios de las tumbas revelan un genuino amor y afecto paterno.

Los niños nacían en el seno de los hogares. Era en relación con esta red social donde los niños adquirían su identidad primaria. A los niños se les formaba para asumir el liderazgo, y a las niñas para asumir las responsabilidades domésticas. En el hogar vivían los padres, los hijos, posiblemente miembros de la familia ampliada, hijos adoptivos, sirvientes a sueldo y esclavos. El hogar estaba presidido por el paterfamilias, el ascendiente varón superviviente de mayor edad. En un tiempo, el padre de familia romano tenía un dominio absoluto, incluso sobre la vida o la muerte de un miembro de la familia, especialmente de los hijos, pero esta autoridad última fue frenada por la ley en el siglo I d.C. La autoridad del padre solía ejecutarse y mediarse a través de un consejo familiar.

Era costumbre romana colocar a un recién nacido en el suelo delante del padre para que éste lo inspeccionara. Cuando el padre levantaba al niño simbolizaba su aceptación en la familia (el verbo latino suscipere, «levantar», pasó a significar «supervivencia»). Las niñas débiles, discapacitadas, no deseadas, u otra boca no deseada que alimentar, se dejaban en el suelo con la implicación de que la niña debía ser expuesta. La exposición era la práctica de dejar a un niño no deseado en un lugar, normalmente un vertedero o un montón de estiércol, donde el niño moría o era recogido por un extraño para ser criado, normalmente como esclavo. Estas prácticas infanticidas nunca fueron sancionadas pero tampoco condenadas por el derecho romano (véase Derecho romano y sistema jurídico). La exposición tenía una larga historia y era defendida por los filósofos (Platón Rep. 460 C; Plutarco Lyc. 16.1; cf. Filón Spec. Leg. 3.110-119, que condena la práctica).

El siguiente paso para el niño era la ceremonia del nombre, para los niños el noveno día, para las niñas el octavo. El retraso se atribuye a la elevada tasa de mortalidad infantil. Muchos recién nacidos no sobrevivían a la primera semana, menos de la mitad llegaban al quinto año y sólo el 40% llegaba al vigésimo cumpleaños (Wiedemann, 15-16). Los que sobrevivían a la primera semana eran lavados ceremonialmente, se ofrecían sacrificios en su nombre y se les daba un nombre. El ritual se llamaba dies lustricus, «día de purificación».

En los primeros años, el niño solía ser cuidado por una nodriza. Envolver al niño se consideraba una parte importante de su formación. El destete solía producirse entre los 18 y los 24 meses y se consideraba el momento en que los niños tenían edad suficiente para recibir golpes y amenazas como instrucción. Cuando el niño era móvil, se ponía al cuidado de un cuidador masculino, un paedagogus, a menudo un esclavo griego contratado específicamente para esta tarea. Con el tiempo, el cuidador llevaba al niño a la escuela y se quedaba con él para disciplinarlo. Aunque el papel del pedagogo no era educativo, el niño aprendía mucho de sus cuidados, a menudo incluso a dominar la lengua griega. La infancia incluía el juego, con juguetes como pelotas, juegos de mesa, cometas, maquetas de personas y animales, aros, espadas de madera y juegos como el «knucklebone», un juego parecido a las jotas con huesos, y el «Troy», un juego en el que una persona se resistía a la manada que intentaba arrastrarte a través de una línea. Las niñas también jugaban con muñecas de trapo y muñecas de cera o arcilla hechas para que parecieran mujeres jóvenes.

  • La educación de los niños en la sociedad grecorromana.

Durante siglos, la educación tuvo dos formas: los griegos enviaban a los niños a escuelas organizadas con maestros formados en torno a los seis o siete años, y los romanos basaban la educación en el hogar y asignaban la tarea principal a los padres. En el siglo I a.C., la práctica griega se adoptó en todo el Imperio Romano. Entre los ricos, en torno a los siete años los niños varones y unas pocas niñas comenzaban su educación formal, aprendiendo escritura, lectura y aritmética básica, a menudo combinadas con educación física. La jornada escolar era larga, comenzaba temprano y se prolongaba hasta la noche, con una pausa para la comida del mediodía. La flagelación era una práctica común y se consideraba importante para inculcar disciplina. A los doce años, los que podían permitírselo, y sólo los varones, pasaban a la segunda etapa; las niñas continuaban su educación en casa aprendiendo los deberes esperados de una mujer en un hogar. Bajo el grammaticus se enseñaba lengua, literatura, música, filosofía y retórica básica (Cicerón, De Orat., 1.187).

La siguiente etapa comenzaba en torno a los dieciséis años y el maestro era conocido como el rhetor. Durante este tiempo, la escuela retórica se basaba en los estudios anteriores, centrándose especialmente en la literatura, el lenguaje y las habilidades retóricas con el fin de desarrollar oradores públicos pulidos. La élite terminaba sus estudios formales en torno a los dieciocho años estudiando en una academia extranjera. En su obra Institutio Oratoria, Quintiliano, un antiguo maestro (s. I d.C.), describe esta práctica educativa y aboga por una reforma que sitúe las necesidades del niño en primer lugar. Otras formas de educación eran el aprendizaje de oficios prácticos y la formación militar.

Más controvertida es la educación de los varones en el gimnasio, que incluía la práctica de deportes, normalmente desnudos, y la pederastia que a menudo la acompañaba. La relación sexual entre un varón adulto y un niño era una práctica griega concebida para el entrenamiento militar; más tarde se trasladó al gimnasio y después a la relación entre maestro y alumno. La práctica no era universal y las opiniones sobre su valor variaban, pero era lo suficientemente común como para formar parte de la experiencia infantil de muchos niños. Corolario de esto fue la experiencia de muchas niñas y niños esclavos que sirvieron como prostitutas infantiles.

  • Transición a la edad adulta.

En el caso de los varones, normalmente entre los catorce y los dieciséis años, el padre llevaba al hijo a inscribirse en la lista de ciudadanos. Era la primera etapa en la asunción de responsabilidades adultas. Alrededor de la misma época, en la fiesta de la Liberalia, el 17 de marzo, un joven y sus amigos cambiaban ceremoniosamente su toga praetexta (blanca con dobladillo morado) por la toga pura (toda blanca), que era un signo público de la edad adulta. A veces, este periodo de transición incluía afeitar la primera barba del muchacho y guardar las virutas en un santuario (depositio barbae).

El matrimonio era la transición principal. Legalmente, las niñas podían casarse a los doce años y los niños a los catorce. Pero entre los ricos, la mayoría de las chicas se casaban al final de la adolescencia y los chicos a los veinte años; entre las clases sociales más comunes, el matrimonio solía ser más temprano. El matrimonio incluía el ritual de quitarse y guardar la bulla, el amuleto de la buena suerte que se llevaba al cuello de niña. Las niñas también dedicaban sus muñecas a Venus como parte del proceso matrimonial. Con el matrimonio, tanto para las niñas como para los niños, terminaba la infancia.

Los niños en la cultura y la sociedad judías

Las fuentes para comprender el papel y el lugar de los niños en la cultura judía no son numerosas. La Biblia y otros escritos religiosos judíos dan indicios de las estructuras familiares y sociales, pero poca información directa o ampliada. Asimismo, el judaísmo no era monolítico, por lo que algunas construcciones y prácticas sociales pueden haber variado en las distintas comunidades judías. Además, las diferencias entre la vida en Palestina y la vida en el judaísmo de la diáspora probablemente afectaron a la experiencia de los niños.

La Mishná decretó: «Ningún hombre puede abstenerse de cumplir la ley Fructificad y multiplicaos (Gn 1:28), a menos que ya tenga hijos: según la escuela de Shamai, dos hijos; según la escuela de Hillel, un hijo y una hija, pues está escrito: Varón y hembra los creó (Gn 5:2)…. El deber de fructificar y multiplicarse recae sobre el hombre, pero no sobre la mujer» (m. Yebam. 6.6). R. Johanan b. Baroka sostenía que el deber recaía sobre ambos.

El Rollo del Templo (11QTemple 1.10-19) atribuía la impureza del cadáver a una mujer embarazada cuyo hijo muriera en su vientre. Es decir, la comunidad de Qumrán sostenía que el feto era un ser distinto, como puede verse también en el texto 4QMMT con respecto a los animales.

Según la tradición judía posterior, Lilith fue la primera esposa de Adán, que se separó de él tras una disputa y luego se convirtió en un demonio que atacaba a los niños humanos. En el Talmud se la representa con pelo largo y alas (b. ʿErub. 100b; b. Nid. 24b). Se desarrollaron hechizos mágicos para proteger a los bebés de su ira.

Las comadronas judías podían viajar en sábado y decidir qué debía hacerse médicamente para una madre y su hijo (m. Šabb. 18.3). Su juicio, basado en la salud del bebé, prevalecía sobre el del rabino a la hora de fijar el momento de la circuncisión (b. Šabb. 134a). En cuanto a la impureza de la madre después del parto, las dos escuelas farisaicas discrepaban: «Según la escuela de Shamai, la sangre de una mujer que aún no se ha sumergido después del parto es como su saliva o su orina. Y la Escuela de Hillel dice: [Transmite impureza] tanto si está húmeda como seca» (m. ʿEd. 5.4).

En cuanto a las etapas del desarrollo de un niño, Judá b. Tema solía decir: «A los cinco años [se es apto] para la Escritura, a los diez años para la Mishná, a los trece para [el cumplimiento de] los mandamientos, a los quince para el Talmud, a los dieciocho para la cámara nupcial» (m. ʾAbot 5.21).

  • El papel y el lugar de los niños en la sociedad judía.

La comprensión de los niños debe situarse en el contexto de la identidad judía. La percepción del pueblo judío como pueblo de una «raza santa» (Esdras 9:2), un pueblo del pacto, un pueblo de la Torá, definía la vida comunitaria y daba forma a los límites sociales. Dentro de este ethos comunitario, los hijos se percibían como una bendición (Salmo 127:3-5) y un seguro de la perpetuidad de la nación. Por el contrario, una mujer sin hijos era considerada estéril y avergonzada (1 Samuel 1:10-11; Lucas 1:25). La expectativa de mantener la raza mediante la procreación estaba inscrita en la ley (Génesis 1:28; 12:3). Era obligación de los padres y de la comunidad enseñar y transmitir la fe a los hijos (Deuteronomio 4:9; 6:7; 11:19; 31:1-13; también Josefo Ag. Ap. 2.25 §204). En este contexto, no es de extrañar que el infanticidio, el aborto (Éxodo 21:22-25) y el control de la natalidad (Génesis 38:8-10) no se practicaran y a menudo fueran condenados (Filón Spec. Leg. 3.110-19; Tácito Hist. 5.5).

Una vez más, el hogar y la familia eran la principal estructura social donde los niños adquirían su identidad. Los hijos, especialmente los primogénitos, eran la garantía del linaje y la promesa de mantener las posesiones familiares. La ley del levirato (Dt 25:5-10) garantizaba que el nombre de un hombre continuara si moría sin hijos, ya que el hermano estaba obligado a casarse con su cuñada, y los hijos de esta unión se consideraban herederos del pariente fallecido. El énfasis en los hijos varones y en el papel del padre revela el patriarcado de la cultura judía (cf. Mt 14:21; 15:38).

El ritual judío de la circuncisión masculina tenía lugar al cabo de ocho días. Es posible que en el siglo I d.C. esta práctica incluyera poner nombre al niño (Lc 1:59; 2:21), una práctica probablemente adoptada de la cultura grecorromana. Poner nombre al niño era una práctica cultural importante, tanto si se trataba de una niña como de un niño, y en la cultura judía la práctica consistía en recurrir a los nombres de la familia, siendo la madre quien seleccionaba pero siendo el padre quien tenía la última palabra (Gn 35:18; Lc 1:58-64). Otros rituales incluían la presentación de los primogénitos al Señor y el rito de purificación de la mujer tras el parto (Ex 13:2, 20; 34:20; Lv 12:6-8; Lc 2:22-24).

Quizá la norma social clave que dominaba la perspectiva de un niño judío era la ley «honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20:12; Dt 27:16). Los niños desobedientes o que deshonraban a sus padres podían recibir el castigo más severo (Dt 21:18-21). En este sentido, la educación y disciplina de los hijos es un tema importante en la literatura sapiencial (Prov 13:24; 22:15; Eclo 30:1-13). Incluía azotar; de hecho, el verbo veterotestamentario «educar» es yāsar, que originalmente significaba «azotar o castigar».

Los niños también desempeñaban un papel importante en la vida religiosa del hogar como parte de su formación. Éxodo 13:8 instigó la práctica de que los niños hicieran preguntas clave en los rituales caseros de la Pascua (m. Pesaḥ. 10:4). Esta práctica probablemente se extendió a otras fiestas clave y al sábado semanal. Otras prácticas religiosas hogareñas incluían citar el Shemá (Dt 6:4-5) y Deuteronomio 33:4, «Moisés nos ordenó una ley, como posesión para la asamblea de Jacob.»

  • La educación de los niños judíos.

Durante siglos la educación se basaba en el hogar y giraba en torno a la tradición religiosa y la transmisión del oficio familiar. A la muchacha se la preparaba para el matrimonio, por lo que era importante preservar su virginidad (Eclo 42:9-14) y formarla como administradora competente del hogar (Prov 31:10-31).

Para los varones, la educación era principalmente religiosa y se centraba en el estudio de la Torá. Comenzaba con el aprendizaje del hebreo bíblico y luego con la lectura y memorización de grandes porciones de las Escrituras. La escritura no era una parte obligatoria de esta educación y generalmente se aprendía, si se aprendía, en el aprendizaje de un oficio. La siguiente etapa consistía en aprender los comentarios y explicaciones de la Torá por parte de los maestros ancestrales de la ley. Según el Talmud, esta educación comenzó a pasar del hogar a las escuelas formales (Beth-Sepher, «la casa del libro») en el siglo I a.C. según la instrucción de Simeón ben Shetah, pero fue firmemente establecida por Josué ben Gamla en el siglo I d.C.

Es posible que la escolarización formal estuviera disponible en un periodo anterior (y continuara en diversas formas) en las sinagogas locales. Los niños comenzaban esta educación formal a los seis o siete años. Estas escuelas judías eran probablemente tanto una contraposición como una imitación del sistema educativo grecorromano. Como tales, preservaban el distintivo cultural y hacían posible la descripción de la educación judía de la diáspora de Pablo en Filipenses 3:5. No obstante, muchos niños judíos recibieron también una educación «griega», como se desprende de los escritos de Pablo, Josefo y Filón.

  • Transición a la edad adulta.

Uno de los principales rituales para la edad adulta de los varones tenía lugar a los trece años, cuando asumían el «yugo de la Torá». Esto señalaba la finalización de un proceso educativo y la asunción de la responsabilidad de seguir estudiando y observando la Torá. El matrimonio, generalmente percibido como una obligación, ponía fin a la infancia tanto de las niñas como de los niños. Se concertaba pronto y la mayoría de las veces ocurría a mediados de la adolescencia en el caso de las chicas y al final de la adolescencia en el caso de los chicos («a los dieciocho años un hombre es apto para la cámara nupcial» [m. ʾAbot 5:21].

Los niños en la vida de la Iglesia primitiva

Los testimonios sobre la vida de los niños en el NT son escasos. Dos aspectos dominaban la vida de los niños en la Iglesia primitiva. En primer lugar, seguían viviendo dentro del patriarcado cultural y la estructura social general del hogar. En segundo lugar, eran aceptados como parte de la comunidad cristiana.

En el Nuevo Testamento, los niños se sitúan generalmente en relación con los padres de acuerdo con las estructuras sociales convencionales de la época, por ejemplo, en los códigos del hogar (Ef 6:1-4; Col 3:20-21; 1 Tim 5:4). Del mismo modo, se refuerza la responsabilidad de los padres en la disciplina e instrucción de los hijos (1 Tim 3:4, 12; Tit 1:6; 1 Clem. 26.6, 8; Did. 4.9; Pol. Phil. 4.2). La consideración positiva de los hijos en la perspectiva judía también es evidente en el NT. Pablo indica que los hijos de padres cristianos son «santos» (1 Co 7.14). El valor de los hijos como bendición se mantiene en la literatura cristiana posterior, que condena la práctica del infanticidio (Did. 2.2; Justino Mártir Apol. I 27).

Lo que resulta más sorprendente es la supuesta presencia y participación de los niños en la fe cristiana (Hch 2:39) y en las primeras reuniones cristianas. El registro del crecimiento del cristianismo en Hechos incluye hogares (Hch 11:14; 16:15, 31, 34; 18:8) y niños (Hch 20:9, 12; 21:5). El hecho de que las epístolas a los Efesios y a los Colosenses incluyan instrucciones para los niños presupone su presencia en tales reuniones. Puesto que la iglesia primitiva se reunía en los hogares, puede haber sido natural incluir a los niños. Mateo 14:21 (cf. Mt 15:38), «unos cinco mil hombres compartieron esta comida, sin contar mujeres y niños», un registro de la alimentación de los cinco mil, puede ser una indicación redaccional de la opinión de Mateo de que la comunidad de fe incluía a mujeres y niños; esto se compara favorablemente con el comentario de Pablo sobre los niños como «santos» (1 Cor 7:14).

Ireneo escribió sobre Cristo: «Pasó, pues, por todas las edades, haciéndose niño para los niños, santificando así a los niños; niño para los niños, santificando así a los de esta edad, siendo al mismo tiempo para ellos ejemplo de piedad, rectitud y sumisión; joven para los jóvenes, convirtiéndose en ejemplo para los jóvenes, y santificándolos así para el Señor» (Haer. 2.22.4).

Algunos padres de la Iglesia concibieron a Adán creado como un bebé o niño en el Edén. Según Clemente:

«El primer hombre, cuando estaba en el Paraíso, se divertía libremente, porque era hijo de Dios; pero cuando sucumbió al placer (pues la serpiente significa alegóricamente el placer arrastrándose sobre su vientre, la maldad terrenal alimentada para combustible de las llamas), fue como un niño seducido por las concupiscencias, y envejeció en la desobediencia; y al desobedecer a su Padre, deshonró a Dios»

(Protr. 11.3.1).

Aparte de la ambigua evidencia del bautismo de los hogares (Hch 16:15; 1 Co 1:16), la primera referencia indiscutible al bautismo de niños se produce a principios del siglo III con Tertuliano, que no lo aprobaba. Más tarde, Cipriano de Cartago, que creía que no era necesario esperar hasta el octavo día (como en la circuncisión), sostenía que el llanto de los niños constituía su petición de ser bautizados. Gregorio Nacianceno (381) aconsejaba que los niños fueran bautizados normalmente a los tres años.

Después de sumergir al bebé, se le vestía de blanco, como describe Agustín: «Estos niños, a quienes veis vestidos de blanco por fuera, limpios y purificados por dentro, el brillo de sus vestiduras representando el esplendor de sus mentes, fueron una vez oscuridad…. Pero ahora han sido lavados en el baño de la amnistía» (Sermón 223.1; Ferguson, 467).

En controversia con Juliano de Eclanum, que sostenía que los niños eran inocentes e instaba a retrasar su bautismo, Agustín (354-430 d.C.) definió con decisión la naturaleza pecaminosa incluso de los niños e instó a su bautismo inmediato, para que no sufrieran un castigo eterno (aunque leve). A partir de su exégesis de Romanos 5, su propia experiencia y la observación de los niños, Agustín desarrolló su doctrina del pecado heredado incluso en los más pequeños.


Fuentes principales:

J. M. Tellería, «NIÑO», ed. Alfonso Ropero Berzosa, Gran Diccionario Enciclopédico de la Biblia (Viladecavalls, Barcelona: Editorial CLIE, 2013), 1795.

T. Longman III, J. C. Wilhoit, y L. Ryken, eds., «NIÑO (3), NIÑOS», trans. Rubén Gómez Pons, Gran Diccionario Enciclopédico de Imágenes & Símbolos de la Biblia (Barcelona, España: Editorial CLIE, 2015), 809.

Caryn A. Reeder, «NIÑO, NIÑOS», ed. Joel B. Green, Jeannine K. Brown, y Nicholas Perrin, trans. Rubén Gómez Pons, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Compendio de las Ciencias Bíblicas Contemporáneas (Viladecavalls, España: Editorial CLIE, 2016), 859.

D. L. Stamps, «Children in Late Antiquity», Dictionary of New Testament background: a compendium of contemporary biblical scholarship (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2000), 201.

Roland K. Harrison y Edwin M. Yamauchi, «Childbirth & Children», Dictionary of Daily Life in Biblical & Post-Biblical Antiquity (Peabody, MA: Hendrickson Publishers, 2014), 288–289.

Bibliografía:

G. Braumann, “Niño”, en DTNT III, 163–171; J. Jeremías, Teología del NT, 265s.; K.H. Schelkle, Teología del NT III, 460–473.

O. M. Bakke, When Children Became People: The Birth of Childhood in Early Christianity, trad. B. McNeil (Mineápolis: Fortress, 2005); D. L. Balch y C. Osiek, eds., Early Christian Families in Context: An Interdisciplinary Dialogue (Grand Rapids: Eerdmans, 2003); P. Balla, The Child-Parent Relationship in the New Testament and Its Environment (WUNT 2/155; Tubinga: Mohr Siebeck, 2003); M. J. Bunge, ed., The Child in the Bible (Grand Rapids: Eerdmans, 2008); W. B. Davies y D. C. Allison, A Critical and Exegetical Commentary on the Gospel According to Saint Matthew, 2: Commentary on Matthew VIIIXVIII (ICC; Edimburgo: T & T Clark, 1991); W. Deming, «Mark 9:42–10:12, Matthew 5:27–32, and B. Nid. 13b: A First-Century Discussion of Male Sexuality», NTS 36 (1990) 130–41; S. Dixon, The Roman Family (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1992); J. K. Evans, War, Women and Children in Ancient Rome (Nueva York: Routledge, 1991); J. Francis, «Child and Childhood in the New Testament», en The Family in Theological Perspective, ed. S. C. Barton (Edimburgo: T & T Clark, 1996) 65–85; J. M. Gundry, «Children in the Gospel of Mark, with Special Attention to Jesus’ Blessing of the Children (Mark 10:13–16) and the Purpose of Mark», en The Child in the Bible, ed. M. J. Bunge (Grand Rapids: Eerdmans, 2008) 143–76; C. B. Horn y J. W. Martens, «Let the Little Children Come to Me»: Childhood and Children in Early Christianity (Washington, DC: Catholic University of America Press, 2009); B. Rawson, Child and Childhood in Roman Italy (Oxford: Oxford University Press, 2003); T. Wiedemann, Adults and Children in the Roman Empire (New Haven, CT: Yale University Press, 1989).

S. C. Barton, The Family in Theological Perspective (Edinburgh: T & T Clark, 1996); L. deMause, ed., The History of Childhood (London: Souvenir Press, 1974); A. Oepke, “παῖς κτλ,” TDNT 5:636–54; C. Osiek and D. L. Balch, Families in the New Testament World: Households and House Churches (Louisville: Westminster John Knox, 1997); H. S. Pyper, ed., The Christian Family: A Concept in Crisis (Norwich: Canterbury Press, 1996); B. Rawson, ed., The Family in Ancient Rome: New Perspectives (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1986); W. A. Strange, Children in the Early Church: Children in The Ancient World, the New Testament and the Early Church (Carlisle: Paternoster, 1996); D. C. Verner, The Household of God: The Social World of the Pastoral Epistles (SBLDS 71; Chico, CA: Scholars Press, 1983); H.-R. Weber, Jesus and the Children: Biblical Resources for Study and Preaching (Geneva: World Council of Churches, 1979); T. Wiedemann, Adults and Children in the Roman Empire (London and New York: Routledge, 1989).

R. Aasgaard, “Children in Antiquity and Early Christianity,” Familia 33 (2006), 23–46; J. F. Borghouts, Ancient Magical Texts (1978); M. J. Bunge, ed., The Child in Christian Thought (2001); M. J. Bunge, T. E. Fretheim, and B. R. Gaventa, ed., The Child in the Bible (2008); J. T. Carroll, “Children in the Bible,” Int 55 (2001), 121–34; G. Clark, “The Fathers and the Children,” in The Church and Childhood, ed. D. Wood (1994), 1–27; A. Cohen and J. B. Rutter, ed., Constructions of Childhood in Ancient Greece and Italy (2007); S. Cohen, ed., The Jewish Family in Antiquity (1993); N. Demand, Birth, Death, and Motherhood in Classical Greece (1994); J. Derevenski, “Where Are the Children? Accessing Children in the Past,” Archaeological Review from Cambridge 13 (1994), 7–20; S. Dixon, Childhood, Class and Kin in the Roman World (2001); J. Ebeling, “Infancy, Childhood, Adulthood, Old Age, Bronze and Iron Age,” OEBA I.541–55; E. Ferguson, Baptism in the Early Church: History, Theology, and Liturgy in the First Five Centuries (2009); J. Francis, “Children and Childhood in the New Testament,” in The Family in Theological Perspective, ed. S. C. Barton (1996), 65–86; V. French, “Midwives and Maternity Care in the Greco-Roman World,” Helios 13 (1986), 69–84; P. Galpaz-Feller, “Pregnancy and Birth in the Bible and Ancient Egypt (Comparative Study),” BN 102 (2000), 42–53; R. Garland, The Greek Way of Life: From Conception to Old Age (1990); M. Golden, Children and Childhood in Classical Athens (1990); C. Harrison, “The Childhood of Man in Early Christian Writers,” Aug 32 (1992), 61–76; P. W. van der Horst, “Seven Months’ Children in Jewish and Christian Literature from Antiquity,” ETL 54 (1978), 346–60; M. Hubbard, “Kept Safe through Childbearing: Maternal Mortality, Justification by Faith, and the Social Setting of 1 Timothy 2:15,” JETS 55 (2012), 743–62; R. and J. Janssen, Growing Up in Ancient Egypt (1990); A. J. Köstenberger, “Ascertaining Women’s God-Ordained Roles: An Interpretation of 1 Timothy 2:15,” BBR 7 (1997), 107–44; C. Laes, Children in the Roman Empire: Outsiders Within (2011); K. McGeough, “Birth Bricks, Potter’s Wheels, and Exodus 1,16,” Bib 87 (2006), 305–18; C. Meyers, “The Family in Early Israel,” in The Family in Ancient Israel and Early Judaism, ed. L. G. Perdue (1997), 1–47; T. S. Millar, The Orphans of Byzantium: Child Welfare in the Christian Empire (2003); J. Neils and J. H. Oakley, ed., Coming of Age in Ancient Greece: Images of Childhood from the Classical Past (2003); J. Pringle, “Hittite Birth Rituals,” in Images of Women in Antiquity, ed. A. Cameron and A. Kuhrt (1983), 128–41; I. Provan, “Pain in Childbirth? Further Thoughts on ‘An Attractive Fragment’ (1 Chronicles 4:9–10),” in Let Us Go up to Zion: Essays in Honour of H. G. M. Williamson, ed. I. Provan and M. J. Boda (2012), 285–96; B. Rawson, ed. Children and Childhood in Roman Italy (2005); E. Reiner, “Babylonian Birth Prognoses,” ZA 72 (1982), 124–38; G. Robins, Women in Ancient Egypt (1993); M. Roth, “Deborah, Rebekah’s Nurse,” EI 27 (2003), 203–207; E. Scott, The Archaeology of Infancy and Infant Death (1999); J. A. Scurlock, “Baby-Snatching Demons, Restless Souls, and the Dangers of Childbirth,” Incognita 2 (1991), 137–85; J. Shelton, As the Romans Did: A Sourcebook in Roman Social History (1998); A. da Silva, “The Condition of Women in Mesopotamia and Biblical Literature,” in Women Also Journeyed with Him: Feminist Perspectives on the Bible, ed. G. Caron (2000), 51–74; M. Stol, Birth in Babylonia and the Bible (2000); W. A. Strange, Children in the Ancient World, the New Testament, and the Early Church (1996); O. Temkin, Soranus’ Gynecology (1956); A. Théoridès, P. Naster, and J. Ries, L’enfant dans les civilizations orientales (1980); D. T. Tsumura, “The Problem of Childlessness in the Royal Epic of Ugarit,” in Monarchies and Socio-Religious Traditions in the Ancient Near East, ed. H. I. H. T. Mikasa (1984), 11–20; J. Van Seters, “The Problem of Childlessness in Near Eastern Law and the Patriarchs of Israel,” JBL 87 (1968), 401–8; E. Viezel, “The Influence of Realia on Biblical Depictions of Childbirth,” VT 61 (2011), 685–89; B. Watterson, Women in Ancient Egypt (1991); H.-R. Weber, Jesus and the Children (1979); T. Wiedemann, Adults and Children in the Roman Empire (1989).

Deja un comentario