Expectativas judías sobre el Mesías y el fin de los tiempos en diversas tradiciones

Los escritos judíos hablan con mucha frecuencia de los llamados «dolores [del tiempo] del Mesías» (Chebhley shel Mashiach) (Shabb. 118 a).1

Éstos eran en parte los del Mesías, y en parte –quizá principalmente– los que acaecerían sobre Israel y el mundo previamente a la venida del Mesías y en relación con ella. No tiene interés aquí el describirlos en detalle, puesto que los detalles mencionados varían mucho y las descripciones son algo fantásticas. Pero en general pueden caracterizarse como marcando un período de corrupción interna (fin del tratado míshnaico Sotah) y de aflicción externa, sobre todo de hambre y de guerra, la escena de los cuales había de ser Palestina y el pueblo de Israel el que más sufriría (comp. Sanh. 98 a y b).

Como los datos rabínicos que poseemos son todos de después de la destrucción de Jerusalén, es por completo imposible hacer ninguna afirmación absoluta sobre este punto; pero, de hecho, ninguno de ellos se refiere a la desolación de la ciudad y el Templo como uno de los «signos» o «dolores» del Mesías (c.f. Mateo 24).

Es verdad que algunas voces aisladas proclamaban este destino del Santuario, pero sin ninguna conexión con el triunfante Advenimiento del Mesías;2 y si hemos de juzgar por las esperanzas que tenían los fanáticos durante el último sitio de Jerusalén, más bien esperaban una intervención divina, no mesiánica, para salvar la ciudad y el Templo, incluso hasta el último momento (comp. Jos. Guerr. ii.13.4; y espec. vi.5.2). Cuando Cristo, pues, proclamó la desolación de «la casa», e incluso la colocó en una conexión indirecta con su Advenimiento, Él enseñaba tanto lo que debía haber sido nuevo como lo inesperado.

Esto puede ser el lugar apropiado para explicar la expectativa judaica con relación al Advenimiento del Mesías. Aquí tenemos primero que poner a un lado, como perteneciente a un período ulterior, la ficción rabínica de los dos Mesías:

  1. Uno, el primario y reinante, el Hijo de David.
  2. Otro, el secundario y guerrero, el Hijo de Efraín o de Manasés.

La referencia talmúdica más primitiva a este segundo Mesías (Sukk. 52 a y b) data del siglo III de nuestra era, y contiene noticias extrañas y casi blasfemas de que la profecía de Zacarías (12:12) con referencia al duelo por aquél que habían traspasado se refería al Mesías, el Hijo de José, el cual sería muerto en la guerra de Gog y Magog; y que cuando el Mesías el Hijo de David lo vio, «pidió vida» de Dios, el cual se la dio a Él, tal como está escrito en el Salmo 2: «Pídeme, y te daré» (v. 8), por lo que Dios informó al Mesías que su padre David ya se lo había pedido y obtenido para Él, según el Salmo 21:4.

En general, el Mesías, el Hijo de José, está relacionado con la reunión y restauración de las diez tribus. Los escritos rabínicos posteriores relacionan todos los sufrimientos del Mesías por el pecado con este Hijo de José (ver sobre todo Yalk. sobre Is. 60, vol. ii, par. 359). La guerra en la que sucumbió «el Hijo de José» finalmente traería la terminación victoriosa por el Hijo de David, cuando sería restaurada la supremacía de Israel, y las naciones andarían en su luz.

No tenemos por que sorprendernos de que las varias noticias sobre el Mesías, Hijo de José, sean confusas y algunas veces incompatibles, considerando las circunstancias en las cuales se originó este dogma. La razón primaria era sin duda de carácter controversial.

Cuando se veían apurados por argumentos cristianos sobre las profecías del Antiguo Testamento acerca de los sufrimientos del Mesías, la ficción del Hijo de José, a distinción del Hijo de David, ofrecería una escapatoria útil.3 Además, cuando en la rebelión judía (132–135 d.C.) bajo el falso Mesías «Bar-Kokhba» («el Hijo de una estrella») (Nm. 24:17) este último sucumbió ante los romanos que le dieron muerte, la Sinagoga creyó necesario reanimar la esperanza de Israel que había sido aplastada en sangre, con el cuadro de los dos Mesías, el primero de los cuales cayó en batalla, en tanto que el segundo, el Hijo de David, llevaría la lucha a un resultado triunfante.4

En general, hemos de recordar aquí que hay una diferencia entre los tres términos usados en los escritos judíos para designar lo que ha de venir después de la «presente dispensación» o «mundo» (Olam hazzeh), aunque la distinción no siempre es llevada a cabo de modo consecuente. Este período feliz empezaría con «los días del Mesías» (המשית ימות). Éstos se prolongarían en la «época venidera» (Athid labho), y terminarían con el «mundo venidero» (Olam habba), aunque el último, algunas veces, se hace que incluya todo este período.5

Se expresan las opiniones más divergentes sobre la duración del período mesiánico. Parece un número redondo cuando se nos dice que duraría tres generaciones (Siphré, ed. Friedman, p. 134 a, hacia la mitad). En la discusión más plena sobre el tema (Tanchuma, p. 105) se citan las opiniones de diferentes rabinos, que establecen de modo vario el período desde cuarenta años hasta mil, dos mil y aun siete mil años, según analogías caprichosas.6

Armilus (hebreo: ארמילוס; también deletreado Armilos y Armilius) es una figura antimesiánica en la escatología judía medieval que conquistará toda la Tierra, centralizándose en Jerusalén y persiguiendo a los creyentes judíos hasta su derrota final a manos del Mesías judío.

Su supuesta destrucción simboliza la victoria final del Mesías judío en la Era Mesiánica.

Cuando las afirmaciones reposan sobre consideraciones tan caprichosas, apenas se les puede conceder ningún valor, y menos esperar acuerdo. Este comentario es válido igualmente con respecto a la mayoría de otros puntos afectados. Basta decir que, según la opinión general, el nacimiento del Mesías sería desconocido para sus contemporáneos;7 que aparecería, realizaría su obra y desaparecería –es posible que durante cuarenta y cinco días–; luego aparecería de nuevo y destruiría a las potencias hostiles del mundo, especialmente Edom, Armilos, el poder de Roma –el cuarto y último imperio (a veces se decía: por medio de Ismael). Una vez rescatado Israel, ahora sería reunido milagrosamente desde los cuatro extremos de la tierra, y traído de nuevo a su propio país, y las diez tribus participarían en su restauración, pero esto sólo bajo la condición de que se hubieran arrepentido de sus pecados anteriores.8

Según la Midrash (Yalk. sobre Is., vol. ii, p. 42 c; Siphra, ed. Weiss, 112 b), todo el Israel circuncidado sería dejado en libertad de la Gehena, y los muertos resucitarían –según algunas autoridades, por medio del Mesías, al cual Dios daría «la clave de la resurrección de los muertos» (Sanh. 113 a).

Esta resurrección tendría lugar en la tierra de Israel, y aquellos de Israel que hubieran sido enterrados en otras partes tendrían que ir dando tumbos bajo tierra –no sin sufrir dolor (Kethub. 111 a)– hasta que llegaran al suelo sagrado. Probablemente la razón de esta extraña idea, que era apoyada por una apelación a la orden de Jacob y de José en cuanto a su lugar de reposo al morir, había de inducir a los judíos, después de la desolación final de su país, a no abandonar Palestina. Esta resurrección, que se supone que tendría lugar, en formas diversas, al comienzo o durante el curso de la manifestación mesiánica, sería anunciada con el sonido de una gran trompeta (4° Esd. 6:23ss.).

Sería difícil decir cuántas de estas ideas extrañas y confusas prevalecían en los tiempos de Cristo,9 cuáles eran considerados dogmas aceptados por todos, o de qué fuentes se habían originado. Probablemente muchas de ellas eran creídas de modo popular y después se desarrollaron, según creemos, con elementos deformados de procedencia cristiana.

Hemos llegado ahora al período de la «edad venidera» (la Athid labho, o sæculum futurum). Toda resistencia a Dios sería concentrada en la gran guerra de Gog y Magog, y con ella se unirían todas las fuerzas del mal. Y la situación sería apurada en extremo para Israel. Tres veces el enemigo procuraría asaltar la Ciudad Santa. Pero cada vez sería repelido el asalto, y en el último la destrucción del enemigo sería completa. La Ciudad sagrada sería ahora reedificada totalmente y habitada.

Pero, ¡oh, qué diferente sería de la antigua! Dentro de sus límites (distancia a recorrer en un sábado) sería empedrada con piedras preciosas y perlas. La ciudad en sí se elevaría a una altura de unas nueve millas –es más, con la aplicación realista de Isaías 49:20 ¡alcanzaría hasta el trono de Dios, en tanto que se extendería desde Jope hasta la puertas de Damasco! Porque Jerusalén había de ser la residencia de Israel, y el lugar al que acudirían todas las naciones.

Pero más glorioso en Jerusalén sería el nuevo Templo que el Mesías edificaría, y al cual serían restauradas estas cinco cosas que habían faltado en el Santuario anterior: el candelabro de oro, el arca, el altar encendido con fuego del cielo, el Espíritu Santo y el querubín. Y la tierra de Israel sería entonces tan amplia como había sido bosquejado en la promesa que Dios había dado a Abraham, y que nunca llegó a cumplirse, puesto que la extensión máxima del dominio de Israel había sido sólo sobre siete naciones, en tanto que la promesa divina se extendía a diez, si no a toda la tierra.

Por extrañamente exageradas por la imaginación oriental y materialistas que parezcan estas esperanzas, hay conectado con ellas un punto de profundo interés, sobre el cual, como se explica en otro lugar,10 prevalecen notables divergencias de opinión. Se refiere a los servicios del Templo reconstruido, y a la observancia de la Ley en los días mesiánicos.

Unos insistían, aquí, en la restauración de todos los antiguos servicios, y en la observancia estricta de la Ley mosaica y rabínica –es más, en su imposición plena a las naciones gentiles. Pero este punto de vista tiene que haber sido por lo menos modificado por la expectativa de que el Mesías daría una nueva Ley (Midr. sobre Cnt. 2:13 [ex rec. R. Martini, Pugio Fidei, pp. 782, 783]; Yalk. ii, par. 296). Pero esta nueva Ley ¿se había de aplicar a los gentiles solamente o también a Israel?

Aquí, de nuevo, tenemos divergencias de opinión. Según algunos, esta Ley sería obligatoria sobre Israel, pero no para los gentiles, o bien estos últimos tendrían una serie de ordenanzas modificadas o condensadas (a lo más, treinta mandamientos). Pero el punto de vista más liberal y, como suponemos, el más aceptable a los ilustrados, era que en el futuro sólo habría dos temporadas festivas a observar: el Día de la Expiación y la Fiesta de Ester (o bien la de los Tabernáculos), y que de todos los sacrificios sólo continuarían las ofrendas de gracias (Vayyik. R. 9, 27; sobre Sal. 56; 100).

Es más, había opiniones aún más avanzadas, y muchos decían que en los días mesiánicos las distinciones entre puro e impuro, legítimo e ilegítimo, en lo referente a la comida, serían abolidas (Midr. sobre Sal. 146; Vayyik. R. 13; Tanch., Shemini 7 y 8).

Apenas puede haber duda de que estos modos de ver diferentes existían en los días de nuestro Señor y en los tiempos apostólicos, y esto explica la extrema acerbidad con que el partido extremo farisaico en la ciudad de Jerusalén defendía que los convertidos gentiles tenían que ser circuncidados, y que había de caer sobre sus cuellos todo el peso de la Ley. Y con respecto a esta nueva Ley que Dios daría a su mundo mediante el Mesías, los rabinos dividían todo el tiempo en tres períodos: el primitivo, el período bajo la Ley y el del Mesías (Yalk. sobre Is. 26; Sanh. 97 a; Ab. Z. 9 a).

Sólo queda por describir de forma breve la bienaventuranza de Israel, tanto física como moral, en esos días, el estado de las naciones y, finalmente, el fin de aquella «edad» y su fusión con «el mundo venidero» (Olam habba).

Moralmente, éste sería un período de santidad, de perdón y de paz. No habría ya enemigos ni opresores exteriores. Y dentro de la ciudad y la tierra prevalecería un estado más que paradisíaco, que es presentado en formas realistas (detalle material) típicamente orientales. Para esta nueva Jerusalén (no en el cielo, sino en la Palestina literal) los ángeles cortarían joyas de 45 pies de longitud y amplitud, y las colocarían en sus puertas (Bab. B. 75 a); las ventanas y puertas serían de piedras preciosas, las paredes de plata, oro y joyas, en tanto que toda clase de joyas andarían desparramadas, y que todo israelita las podría recoger libremente. Jerusalén sería tan grande como es ahora todo Palestina, y Palestina como es todo el mundo (Yalk. ii, p. 57 b, par. 363, línea 3).

Correspondiendo a esta milagrosa extensión habría una elevación milagrosa de Jerusalén en el aire (Bab. B. 75 b). Y una de las más raras mezclas de realismo y justicia propia, con pensamientos más profundos y espirituales, la tenemos cuando los rabinos prueban, por medio de referencias de las Escrituras proféticas, que cada suceso y milagro de la historia de Israel hallaría su contrapartida, o incluso un cumplimiento mayor, en los días mesiánicos.

Así, lo que se registra de Abraham (Gn. 18:4, 5) sería a causa de su mérito, hallado, cláusula por cláusula, en su contrapartida en el futuro: «Ir a buscar un poco de agua», en lo que se predice en Zacarías 14:8; «lavarse los pies», en lo que se predice en Isaías 4:5; «descansar bajo el árbol», en lo que se dice en Isaías 4:4; y «preparar un bocado de pan», en la promesa del Salmo 72:16 (Ber. R. 48).

Pero junto a esto hallamos mucho realismo burdo y ordinario. La tierra produciría espontáneamente los mejores vestidos y pasteles (Shabb. 36 b); el trigo crecería como palmeras, es más, como montañas, en tanto que el viento milagrosamente convertiría el grano en harina, y lo desparramaría por los valles. Cada árbol daría fruto (Kethub. 111 b), es más, producirían y darían fruto cada día (Shabb. 30 a, b); cada mujer daría a luz un hijo diariamente, de modo que al final cada familia israelita sería tan numerosa como todo Israel en los tiempos del Éxodo (Midr. sobre Sal. 45).

Toda enfermedad será eliminada, y todo lo que pudiera dañar. Por lo que se refiere a la muerte, la promesa de su abolición final (Is. 25:8), se aplicaba con típica ingeniosidad a Israel, en tanto que la afirmación de que un niño moriría de cien años (Is. 65:20) se entendía como referente a los gentiles, en el sentido de que, aunque morirían, su vida sería en gran modo prolongada de modo que un centenario sería considerado sólo un niño. Finalmente, toda pérdida física y externa, según el Rabinismo consideraba como consecuencia de la caída (Ber. R. 12), sería restaurada al hombre (Bemid. R. 13).

Sería fácil multiplicar las citas, aún más realistas que éstas, si pudiera ser de alguna utilidad. El mismo literalismo se veía con respecto al Reino del Mesías sobre las naciones del mundo. No sólo se aplicó en el modo más externo el lenguaje figurado de los profetas, sino que son añadidos detalles del mismo carácter.

Jerusalén, como residencia del Mesías, pasaría a ser la capital del mundo, e Israel ocuparía el lugar de la cuarta monarquía universal, el Imperio Romano. Después del Imperio Romano no se levantaría otro, porque iría seguido inmediatamente del reinado del Mesías (Vayyik. R. 13, final). Pero este día, o mejor, el de la caída de las (diez) naciones gentiles que inauguraría el Imperio del Mesías, era una de las siete cosas desconocidas al hombre (Ber. R. 65).

Es más, Dios había conjurado a Israel a que no comunicara a los gentiles el misterio de la computación de los tiempos (Kethub. 111 a). Pero el mismo origen del malvado imperio mundial había sido causado por el pecado de Israel. Había sido fundado (idealmente) cuando Salomón hizo una alianza con la hija de Faraón, en tanto que Rómulo y Remo se levantaron cuando Jeroboam estableció el culto a los dos becerros. Así, lo que habría pasado a ser el Reino Davídico universal, a causa del pecado de Israel, había cambiado en la sujeción a los gentiles. No se ve claro si estos gentiles en el futuro mesiánico pasarían a ser prosélitos. A veces se afirma (Ab. Z. 24 a); otras se dice que no serían aceptados prosélitos (Ab. Z. 3 b), y por esta buena razón, que en la guerra y rebelión final estos prosélitos por temor rechazarían el yugo del Judaísmo y se unirían a los enemigos.

Esta guerra que parece una continuación de la de Gog y Magog, terminaría la era mesiánica. Las naciones que hasta entonces habrían dado tributo al Mesías se rebelarían contra Él, por lo que Él las destruiría con el aliento de su boca, de modo que Israel quedaría solo sobre la faz de la tierra (Tanch., ed. Vars. ii p. 115 a, arriba).

La duración de este período de rebelión se dice que sería de siete años. Parece dudoso, por lo menos, si se esperaba una segunda resurrección de carácter general; lo más probable era que hubiera sólo una resurrección, según los más, y que sería sólo la de Israel (Taan. 7 a), o, en todo caso, sólo la de los entendidos y los píos (Kethub. 111 b), y que ésta tendría lugar al comienzo del reinado mesiánico. Si los gentiles se levantaban, en todo caso morirían inmediatamente (Pirqé de R. Eliez. 34).11

Entonces empezaría el Juicio final. Hemos de hacer aquí, una vez más, la distinción entre Israel y los gentiles; con los gentiles había que contar –aunque su castigo sería aún mayor que el de ellos– a los pecadores extremos, los herejes y todos los apóstatas. Por lo que se refiere a Israel, la Gehena –a la cual habían sido consignados todos al morir, excepto los más perfectamente justos– había resultado ser una especie de purgatorio, desde la cual eran finalmente librados por Abraham (Erub. 19 a), o, según algunos de las últimas Midrashim, por el Mesías, aunque esta liberación no era para los pecadores de Israel, sino sólo para los paganos (Moed K. 27 a).

La cuestión de si los tormentos de fuego que sufrían (y que son descritos con detalle) durarían hasta que terminaran con una aniquilación, es algo que recibió diferentes respuestas en tiempos distintos, y será explicado en otro lugar (ver Apéndice XIX en la nota al margen siguiente)12.

Al tiempo de Cristo el castigo de los impíos era considerado de duración eterna. El rabino José, un maestro del siglo II y un representante de la escuela más racionalista, dice de modo expreso:

«El fuego de la Gehena nunca se apaga» (Pes. 54 a).

Y aun el pasaje, tantas veces citado (aunque parcialmente), en el sentido de que los tormentos finales de la Gehena durarían doce meses, después de los cuales el cuerpo y el alma quedarían aniquilados, excepto para un cierto número de pecadores judíos, mencionados de modo especial, como herejes, epicúreos, apóstatas y perseguidores, a los que se designa como «hijos de la Gehena» (ledorey doroth, para «los siglos de los siglos») (Rosh haSh. 17 a). Y con estas otras afirmaciones están de acuerdo (Sanh. x. 3; 106 b), de modo que hay que entender que aunque la aniquilación sería para los menos culpables, los más culpables tendrían reservado un castigo eterno.

Éste es, pues, el Juicio final, que se ha de celebrar en el valle de Josafat, ante Dios, a la cabeza del Sanedrín celestial, compuesto por los ancianos de Israel (Tanch. u.s., i. p. 71 a, b). La descripción es realista, pero el colmo lo hallamos en un pasaje (Ab. Zar. 2 a a 3) en el cual las alegaciones pidiendo misericordia de varias naciones son rehusadas cuando, después de una extraña disputa entre Dios y los gentiles –de mal gusto y aun blasfema– sobre la parcialidad que Él había mostrado a Israel, los gentiles son enviados al castigo.

Todo esto en una forma repugnante para toda persona con sentimientos de reverencia. Y el contraste entre el cuadro judío del Juicio final y el que perfila el Evangelio es tan notable como para reivindicar (si fuera necesario) la parte escatológica del Nuevo Testamento y probar que hay una distancia infinita entre la enseñanza de Cristo y la teología de la Sinagoga.

Después del Juicio final hemos de ver la renovación del cielo y la tierra. En esta última no prevalecería la oscuridad física (Ber. R. 91) ni la moral, puesto que el Yetser haRa, o «impulso malo», sería destruido (Yalk. i, p. 45 c) (No se ve claro si hay que tomarlo en sentido figurado y espiritual).

Y la tierra renovada lo devolvería todo sin defecto y en perfección paradisíaca, en tanto que todo mal, así físico como moral, ha cesado. Luego empieza el Olam habba, o «mundo venidero». La cuestión de si habrá funciones y goces para el cuerpo es contestada de varias formas. La respuesta del Señor a la pregunta de los saduceos sobre el matrimonio en el otro mundo, parece implicar que en aquel tiempo la gente tenía ideas de carácter materialista.

Yahveh señalando a Behemot y Leviatán. Behemoth and Leviathan, acuarela de William Blake perteneciente a Ilustraciones del Libro de Job de William Blake.

Muchos pasajes rabínicos, como los de la gran fiesta sobre Leviatán y Behemot, preparada para los justos en los últimos días (Bab. B. 74 b), confirman sólo la impresión penosa de burdas expectativas materialistas.13 Por otra parte, se pueden citar pasajes en que se insiste con lenguaje muy enfático (Yalk. vol. i, p. 32 d, y en especial Ber. 17 a) sobre el carácter no material del «mundo venidero».

En realidad, existen aquí las mismas divergencias fundamentales que hay en otros puntos, tales como la morada de los beatificados, la gloria visible, o bien, invisible, que cada uno disfrutaría, y aun la nueva Jerusalén. Por lo que respecta a esta última,14 como en todo lo que hace referencia a las bienaventuranzas del mundo venidero, parece al menos dudoso si los rabinos no tenían intención de describir, más que los días mesiánicos, el término final de todas las cosas.


  • Fuente:

Alfred Edersheim, Comentario Bíblico Histórico, trad. George Peter Grayling y Xavier Vila (VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA: Editorial CLIE, 2009), 1164–1169.


  1. Si éstos son computados como de nueve meses de duración, tiene que haber sido por una especie de analogía fantástica con los «dolores» de una mujer. ↩︎
  2. Al usar la expresión «Advenimiento» en este sentido, nos referimos al Advenimiento del Mesías para reinar a su manifestación mesiánica, no a su nacimiento. ↩︎
  3. Comp. J. M. Glaesener, De Gemino Jud. Mess., p. 145ss. Schöttgen, Horae Heb., 2, pp. 360–366. ↩︎
  4. Así, tanto Levy (Neuhebr. Wörterb., vol. 3, p. 271 a) como Hamburger (Real. Encykl. f. Bib. u. Talm., Abtheil. 2, p. 768). Aquí debo expresar sorpresa de que un escritor tan enterado e independiente como Castelli (Il Messiah, pp. 224–236) haya discutido que la teoría de un Mesías, hijo de José, perteneciera a las más antiguas tradiciones judías, y no se levantara como se explica en el texto. La única razón que Castelli presenta contra un modo de ver que él mismo admite probable, es que ciertas afirmaciones rabínicas hablan también del Hijo de David como sufriente. Incluso si fuera así, tales inconsecuencias no demostrarían nada, puesto que hay muchos casos de ellas en los escritos rabínicos. Pero, realmente, el único pasaje que por su edad merece atención seria es Sanh. 98 a y b. En Yalkut, el Mesías sufriente es designado expresamente como el Hijo de Efraín. ↩︎
  5. En Bemid. R. 15 (ed. Vars., p. 63 a, líneas 9 y 8 desde la base), los «días del Mesías» son distinguidos de modo especial de la «Athid labho», saeculum futurum. En Tanchuma (Eqebh, ed. Vars., 2, p. 105 a, hacia la mitad) se dice: «y después de los días del Mesías viene el “Olam habba”»; de modo que el tiempo mesiánico aquí se hace que incluya el saeculum futurum. Además, en Pes. 68 a y Sanh. 91 b, «los días del Mesías» se distinguen del «Olam habba», y, finalmente (para no multiplicar los ejemplos), en Shabb. 113 b, del Athid labho. ↩︎
  6. 40 años = los años de peregrinaje en el desierto; 1.000 años = 1 día (Sal. 90:4); 2.000 años = «el día de venganza y el año de salvación» (Is. 63:4); 7.000 años = la semana de bodas (Is. 62:5), en que un día son 1.000 años. ↩︎
  7. Esto confirma Juan 7:26, y al mismo tiempo da nueva evidencia de que su autor era un judío, conocedor a fondo de las creencias judaicas. ↩︎
  8. Pero aquí se dividían las opiniones; algunos sostenían que nunca sería restaurado. Ver las dos opiniones en Sanh. 110 b. ↩︎
  9. He ofrecido un extracto muy condensado. Es imposible llenar estas páginas de referencias rabínicas, puesto que serían innumerables. ↩︎
  10. Ver Libro III, cap. 3, y Apéndice XIV. ↩︎
  11. No se niega, naturalmente, que se asignarían voces individuales a algunos de los piadosos entre los gentiles. Pero, incluso en este caso, ¿qué significa esto exactamente? ↩︎
  12. Sobre el castigo eterno, según los rabinos y el Nuevo Testamento——
    Las parábolas de las diez vírgenes y la del siervo infiel terminan con el discurso sobre las «postrimerías», el Juicio final y el destino de los que están a la derecha de Cristo y los que están a su izquierda (Mt. 25:31–46). Este juicio final de nuestro Señor forma un artículo fundamental del Credo de la Iglesia. Es el Cristo que viene acompañado por la hueste angélica, y se sienta en el trono de su gloria, cuando todas las naciones son reunidas delante de Él. Entonces se hace la separación final, y cada uno recibe gozo o tristeza según su pasado. Y este pasado viene referido a la relación con Cristo –si «se estaba con» Él o «no se estaba con» Él, viéndose que este último equivale a estar «contra» Él. En el sentido profundo del amor a Cristo, uno se ignora a sí mismo en el servicio y es completamente humilde al darse cuenta de Aquél a quien ningún hombre puede prestar un servicio real. Con gran sorpresa, pues, los que están a «la derecha» hallan ahora tarea y reconocimiento allí donde nunca habían pensado que tenían su posibilidad; todo servicio prestado durante su vida, por pequeño que fuera, ahora es reconocido por Él como rendido a Él, en parte a causa de la nueva dirección en su vida que había precedido a aquel servicio, dirección que era «Cristo en» ellos, y en parte debido a la identificación de Cristo con su pueblo. Por otro lado, tal como el servicio más pequeño de aquél que tiene la nueva dirección interna es hacia Cristo, del mismo modo el no hacer caso o pasar por alto a Cristo («¿Cuándo te vimos…?») resulta en descuido del servicio de amor, descuido del servicio que procede de un descuido y rechazo de Cristo. Y así la vida, o bien «es para» Cristo o «no es para» Cristo, y por necesidad termina, o bien en «el Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo», o en «el fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles».
    Hasta aquí el significado de las palabras del Señor, que sólo pueden sufrir de cualquier intento de comentario. Pero también presentan cuestiones de la más profunda importancia, en las cuales está interesada no sólo la cabeza, sino quizá mucho más el corazón en lo que se refiere al significado exacto del término «para siempre» y «eterno» en relación con esto y con otras cosas, respecto a los que están a la izquierda de Cristo. El tema ha atraído renovada atención. La doctrina de la eternidad de los castigos, con sus explicaciones y limitaciones apropiadas dadas a la misma en la enseñanza de la Iglesia, ha sido puesta ante el tapete por el Dr. Pusey en su tratado «What is of Faith as to Everlasting Punishment?». Antes de presentar, aunque sea brevemente, la enseñanza del Nuevo Testamento, parece deseable establecer con cierta precisión las ideas judías sobre este tema. Porque las ideas sostenidas al tiempo de Cristo, fueran las que fueran, han de ser las que tenían los oyentes de Cristo; y fueran lo que fueran estas ideas, Cristo no las contradijo, por lo menos directamente, y, hasta donde nosotros podemos inferir, no intentó corregirlas.1 Y aquí, por fortuna, tenemos materiales suficientes para una historia de las opiniones judaicas en los diferentes períodos sobre la eternidad de los castigos; y parece más deseable establecerlas cuidadosamente, puesto que se han hecho afirmaciones inexactas e incompletas al intentar presentarlas.
    Dejando aparte la enseñanza de los apócrifos y los escritos pseudoepigráficos (a la cual el Dr. Pusey se ha referido lo suficiente), las primeras afirmaciones rabínicas que nos llegan del tiempo inmediatamente anterior al de Cristo son de las escuelas de Shammai y de Hillel (Rosh haSh. 16 b, últimas cuatro líneas, y 17 a).2 La primera dividía a la Humanidad en tres clases: los perfectamente justos, que son «inscritos y sellados inmediatamente para la vida eterna»; los perfectamente malvados, que son «inmediatamente inscritos y sellados para la Gehena»; y la clase intermedia, «que descienden al Gehinnom, y gimen, y suben otra vez», según Zacarías 13:9, y que parecen también indicadas en ciertas palabras del Cántico de Ana (1 S. 2:6). El lector cuidadoso notará que esta afirmación implica creencia en el castigo eterno por parte de la escuela de Shammai. Porque: 1) los perfectamente malvados se dice que son «inscritos y sellados para la Gehena». 2) La escuela de Shammai expresamente cita, en apoyo a lo que enseña sobre los malvados, a Daniel 12:2, pasaje que sin duda se refiere al juicio final después de la resurrección. 3) Los perfectamente malvados, castigados así, son distinguidos de modo expreso de una clase tercera o intermedia, que meramente «descienden a Gehinnom», pero no «son inscritos y sellados», y «suben de nuevo».
    Las ideas de la escuela de Hillel (u.s., 17 a), son sustancialmente las mismas que las de la escuela de Shammai con respecto a la eternidad del castigo. Con respecto a los pecadores de Israel y de los gentiles, enseña realmente que son atormentados en la Gehena durante doce meses, después de lo cual sus cuerpos y almas son quemados y esparcidos como polvo bajo los pies de los justos; pero exceptúa, de modo significativo, de este número a determinada clase de transgresores, «los cuales descienden a Gehinnom y son castigados por los siglos de los siglos». El que el uso de la forma niphal del verbo נירורין ha de significar «castigados», y no «juzgados», se ve no sólo por el contexto, sino por el uso de la misma palabra y forma en el mismo tratado (Rosh haSh. 12 a, línea 7 y ss. desde arriba), en que se dice que la generación del diluvio «fueron castigados» –sin duda no «juzgados»– por medio de «agua caliente». Por más que la escuela de Hillel puede acentuar la misericordia de Dios o limitar el número de los que sufrirán el castigo eterno, enseña el castigo eterno en el caso de algunos. Y éste es el punto de la cuestión.
    Pero como las escuelas de Shammai y la de Hillel representan la enseñanza teológica al tiempo de Cristo y los apóstoles, se sigue que la doctrina del eterno castigo era defendida en los días de nuestro Señor, aunque más tarde hubiera sido modificada. Aquí, por lo que se refiere a este libro, podríamos considerar el caso como decidido. Pero por amor a dejar las cosas completas será bueno seguir el desarrollo histórico de la enseñanza teológica judía, por lo menos cierto trecho.
    La doctrina de la eternidad de los castigos parece haber sido defendida por la Sinagoga a lo largo de todo el siglo I de nuestra era. Esto parece ser así por los dichos de los maestros que florecieron durante su curso. La parábola judía sobre el destino de los que no han guardado sus vestidos festivos preparados, o aparecieron con ellos pero no estaban limpios (Shabb. 152 b, 153 a), ya ha sido citada en nuestra exposición de las parábolas del hombre sin vestido de boda y la de las diez vírgenes. Pero tenemos más que esto. Se nos dice (Ber. 28 b) que cuando esta gran autoridad rabínica del siglo I, el rabino Joachanan ben Zakkai –«la lámpara de Israel, el pilar derecho, el martillo poderoso»–, se hallaba muriendo lloró, explicando sus lágrimas por el temor respecto a su destino en el juicio, ilustrando el peligro por el contraste del castigo por un rey terreno, «cuyos lazos no son eternos ni su muerte es muerte eterna», en tanto que consideraba a Dios y su juicio: «si Él está airado conmigo, su ira es ira eterna; si Él me ata sus grillos, son grillos eternos, y si me mata, su muerte es muerte eterna». En la misma dirección está el dicho de otro gran rabino del siglo I, Eliezer (Shabb. 152 b, hacia la mitad), en el sentido de que «las almas de los justos están escondidas bajo el trono de gloria», en tanto que las de los malvados están amarradas e inquietas, y un ángel las lanza de un cabo del mundo a otro –idea extraña que venía confirmada en 1 Samuel 25:29. En cuanto al destino de los justos le aplicaba, entre otros hermosos pasajes, Isaías 57:2; al de los malvados, Isaías 57:21. Evidentemente, las ideas de los rabinos del siglo I estaban estrictamente de acuerdo con las de Shammai y las de Hillel.
    En el siglo II de nuestra era notamos una diferencia marcada en la opinión rabínica. Aunque se decía que tras la muerte del rabino Meir el ascenso de humo de la tumba de su maestro apóstata indicaba que las oraciones del rabino Meir por la liberación de su maestro de la Gehena habían sido contestadas (Chag. 15 b), la mayoría de los maestros eminentes de este período propusieron la idea de que en el último día la funda o vaina que ahora cubría el sol sería quitada, y entonces su calor ardiente consumiría a los malvados (Ber. R. 6). Es más, un rabino sostenía que no había infierno en absoluto, sino que aquel día consumiría a los malvados, y otro rabino que ni aun esto, sino que los malvados serían consumidos por una especie de conflagración interna.
    En el siglo III de nuestra era tenemos una vez más una reacción y un retorno de las antiguas ideas. Así (Kethub. 104 a, hacia la mitad), el rabino Eleasar habla de las tres compañías de ángeles que sucesivamente van a recibir a los justos, cada una con una bienvenida propia, y de las tres compañías de ángeles de aflicción que de modo similar reciben a los malvados en su muerte, y esto en términos que no dejan lugar a duda de lo que se espera como destino de los malvados. Y aquí el rabino José nos informa (Tos. Ber. vi. 15) que «el fuego de la Gehena que fue creado en el segundo día no se ha extinguido ni lo será para siempre». Con esta idea están de acuerdo las siete designaciones que, según el rab. Josué ben Leví, corresponden a la Gehena (Erub. 19 a, línea 11ss. desde la base –pero toda la página se refiere al tema). Esta doctrina sólo fue modificada cuando Ben Lakish sostuvo que el fuego de la Gehena no dañaba a los pecadores de entre los judíos (Kethub., u.s.). Ni aun este otro dicho (Nedar. 8 b, últimas cuatro líneas) implica por necesidad que sea negada la eternidad del castigo: «No hay Gehinnom en el mundo venidero», puesto que es modificado por la expectativa de que los malvados serán castigados (נידונין), no aniquilados, por el fuego del sol, el cual sería recibido como salutífero para los justos. Finalmente, de la enseñanza del rabino Jehuda parece deducirse, si no la beatificación universal, al menos una especie de restauración universal moral, en el sentido de que en el saeculum futurum Dios destruiría a los Yetser haRa.
    Por tentador que sea el tema, hemos de interrumpir aquí este repaso histórico por falta de espacio, no de material. El Dr. Pasey ha mostrado que los Targumim también enseñan la doctrina del eterno castigo –aunque su fecha está bajo discusión–, y a los pasajes que cita como evidencia se pueden añadir otros. Y si por otra parte el dicho del rabino Akiba debe ser citado (Eduy. Ii. 10) en el sentido de que el juicio de los malvados en la Gehena no era una de las cinco cosas que durarían doce meses, hay que recordar que, incluso si esto se toma seriamente (porque, en realidad, es sólo un jeu d’esprit), no implica por necesidad más que la enseñanza de Hillel respecto a esta clase intermedia de pecadores que estaban en la Gehena durante un año, en tanto que había otra clase cuya duración del castigo sería por los siglos de los siglos. Aún más claramente inapropiada es la cita de Bab. Mets. 58 b (líneas 5ss. desde la base). Porque si este pasaje declara que todos están destinados a subir de la Gehena, de modo expreso exceptúa de éstos las tres clases siguientes de personas: los adúlteros, los que pusieron a sus paisanos públicamente en vergüenza y los que han calumniado a sus prójimos.
    Pero no puede haber duda, por lo menos, de que el pasaje que ha sido citado al principio de estos comentarios (Rosh haSh. 16 b, 17 a), prueba, más allá de la posibilidad de ser desmentido, que las dos grandes escuelas en que se dividía la enseñanza rabínica al tiempo de Cristo sostenían la doctrina del eterno castigo. Esto naturalmente, del todo aparte de la cuestión de quiénes –cuántos, o mejor cuán pocos– sufrirían este terrible destino. Y aquí las precauciones y limitaciones con las que el Dr. Pusey ha mostrado que la Iglesia ha rodeado esta enseñanza no pueden ser repetidas de modo excesivo. En verdad, parece penosamente extraño que, si se comprende el significado de todo ello, algunos parezcan tan ansiosos de defender la consignación de tantos a una desgracia que hace retroceder nuestro pensamiento en terror. A pesar de todo esto, estamos seguros que el Juez de toda la tierra va a juzgar no sólo recta, sino misericordiosamente. Sólo Él conoce todos los secretos del corazón y la vida, y sólo Él puede destinar a cada uno lo apropiado. Y en esta convicción segura podemos descansar nuestra mente, confiados por lo que respecta a los que han sido nuestros seres queridos.
    Pero si en este terreno nos abstenemos de un dogmatismo estrecho y áspero, hay ciertas preguntas que no podemos evadir, aunque no podamos contestarlas de modo específico, sino general. Ponemos a un lado la señal amenazante y morbosa de ciertos movimientos religiosos, la teoría últimamente presentada de una denominada «inmortalidad condicional». Hasta el punto al que llegan las lecturas y conocimientos del presente escritor, está basada en una mala filosofía y una peor exégesis. Pero la cuestión misma, a la cual se da esta respuesta precipitada, es una de las más serias. A nuestro modo de ver, un estudio imparcial de las palabras del Señor registradas en los Evangelios –como se ha indicado repetidamente en el texto de este libro– lleva a la impresión de que su enseñanza considera que la recompensa y el castigo deben tomarse en el sentido corriente y obvio, y no en el sugerido por algunos. Y esto lo confirma lo que parece bien claro: que los judíos a quienes Él hablaba creían en el castigo eterno, aunque solamente fueran pocos los que serían consignados al mismo. Y, con todo, creemos que este tipo de argumentación no es del todo convincente. Porque ¿no podría nuestro Señor, en esto como con respecto al período de su Segunda Venida, haber querido dejar a sus oyentes en la incertidumbre? Y realmente, ¿es del todo necesario estar seguro de este aspecto de la eternidad?
    Y aquí surge la pregunta sobre el significado preciso de las palabras que usó Cristo. Se defiende ciertamente que el término αἰώνιος y expresiones afines siempre se refieren a la eternidad en el sentido estricto. Pero sobre esto no puedo decir que esté convencido (ver, ad voc. Schleusne, Lex., el cual, sin embargo, va demasiado lejos; Warl, Clavis N.T.; y Grimm, Clavis N.T.), aunque en conjunto la evidencia está en favor de este significado. Pero al menos es concebible que las expresiones puedan referirse al fin de todos los tiempos, y la fusión de la «regencia mediatorial» (1 Co. 15:24) en el reinado absoluto de Dios.
    Si seguimos pensando sobre éste el más solemne de los temas, nos parece que se han hecho exageraciones en el argumento. Se ha dicho que si se pone a un lado la hipótesis de la aniquilación, nos vemos cerrados a lo que es llamado el Universalismo. Y de nuevo este Universalismo implica no sólo la restauración final de todos los malos, sino incluso de Satanás y de sus ángeles. Y además, se ha argumentado que las dificultades metafísicas de la cuestión se resuelven últimamente en esto: ¿por qué el Dios de toda presciencia creó seres –fueran hombres o ángeles caídos– de quienes Él sabía de antemano que iban a pecar? Ahora bien, este argumento no tiene, evidentemente, fuerza contra un Universalismo absoluto. Pero incluso de otro modo es más bien especioso que convincente. Porque nosotros sólo poseemos datos para razonar con respecto a la esfera que cae dentro de nuestro conocimiento, en tanto que lo absolutamente divino –lo prehumano y lo precreado– no entra en esta esfera, excepto en cuanto ha sido objeto de Revelación. Esta limitación excluye de la esfera de nuestra posible comprensión todas las cuestiones referentes a la presciencia divina y su compatibilidad con lo que nosotros conocemos como ley fundamental de las inteligencias creadas, y la misma condición de nuestro ser moral: la libertad personal y de elección. Luchar con esta limitación en nuestra esfera de razonamiento sería rebelarse contra las condiciones de nuestra existencia humana. Pero si es así, entonces la cuestión de la presciencia divina no puede ser presentada, y la cuestión de la caída de los ángeles y del pecado del hombre debe ser dejada sobre la única base inteligible (para nosotros): la de la elección personal y la libertad moral absoluta.
    De nuevo parece por lo menos una exageración poner la alternativa de la siguiente manera: absoluta eternidad del castigo, y con ello el estado de rebelión que implica, puesto que es impensable que la rebelión pueda cesar en absoluto, y con todo, el castigo continúe; aniquilación, o restauración universal. Hay algo más que como mínimo es pensable, que puede no se halle dentro de estas líneas rígidas y fijas de demarcación. Es por lo menos concebible que haya un quartum quid –que pueda haber una purificación o transformación (sit venia verbis) de todos los que sean capaces de ella– o si se prefiere un desdoblarse del germen de la gracia, presente antes de la muerte, por más que haya sido invisible a los demás hombres, y que al fin de lo que llamamos tiempo o «dispensación», sólo aquellos que hayan sido moralmente incapaces de transformación –sean hombres o demonios–sean echados en el lago de fuego y azufre (Ap. 20:10, 14, 15; 21:8). Y aquí, si se hace excepción –tal vez justa– de los términos «purificación» o «transformación» (quizá desarrollo espiritual), quisiera referirme en explicación a lo que el Dr. Pusey ha expresado de modo tan hermoso –aunque mi referencia es sólo a este punto, no a los otros que toca (Pusey, What is of Faith, etc., pp. 116–122). Y en conexión con esto notamos que aquí hay toda una serie de afirmaciones escriturales que enseñan tanto el reinado final de Dios («que Dios pueda serlo todo en todos») como el poner finalmente todas las cosas bajo Cristo; y todo esto en relación con el hecho bienaventurado que Cristo «gustó la muerte para todo hombre», «para que el mundo por medio de Él pueda ser salvo» y, en consecuencia, «atraer a todos» a sí mismo, comp. Colosenses 1:19, 20 (comp. Jn. 3:17; 12:32; Ro. 5:18–21; 1 Co. 15:20–28; Ef. 1:10; 1 Ti. 2:4, 6; 4:10; He. 2:9; 1 Jn. 2:2; 4:14, todos los cuales tienen que ser estudiados de modo conjunto).
    Hasta aquí, el objetivo del presente escritor ha sido poner delante del lector, en cuanto le ha sido posible, todos los elementos que hay que tomar en consideración. El autor no pronuncia una conclusión definida, no lo desea ni se propone hacerlo. Esto solo va a repetir: que a su modo de ver las palabras de nuestro Señor, tal como son registradas en los Evangelios, transmiten la impresión de que hay una eternidad de castigo; que, además, ésta era la creencia aceptada por las escuelas judías al tiempo de Cristo. Pero de estas cosas está seguro plenamente: que hemos de confiar de modo absoluto en la misericordia de nuestro Dios; que la obra de Cristo es para todos y es de valor infinito, y que su resultado ha de corresponder a su carácter; y, finalmente, para objetivos prácticos, que con respecto a aquellos que se han apartado (tanto si nosotros sabemos que recibieron gracia como si no lo sabemos), nuestras ideas y nuestras esperanzas deberían ser amplias (para ser consecuentes con la enseñanza de la Escritura), y que por lo que se refiere a nosotros mismos, de modo personal e individual, nuestras ideas sobre la necesidad de una fe absoluta e inmediata en Cristo como el Salvador, la santidad de vida y el servicio al Señor Jesús, deben de ser fijas de forma estricta y rígida.
    1 Ya se entiende que nos referimos a la dirección general, no a los detalles.
    Rosh haSh. El Tratado Talmúdico Rosh haShanah, sobre la Fiesta de Año Nuevo.
    2 En vista de las extrañas traducciones e interpretaciones que se han hecho de Rosh haSh. 16 b y 17 a, he de poner especial atención en este locus classicus.


    Alfred Edersheim, Comentario Bíblico Histórico, trad. George Peter Grayling y Xavier Vila (VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA: Editorial CLIE, 2009), 1335–1337. ↩︎
  13. Hay que añadir que muchas citas de escritores cristianos cuya intención es mostrar el materialismo de las ideas judaicas, son injustas y falsas. Sería fácil hacer una lista de ellas. Ver, como ejemplo, Weber, Altsynag. Theol., p. 384. ↩︎
  14. Ésta es la Jerusalén edificada de zafiro, que tiene que descender del cielo, y en el santuario central de la cual (al revés de la adoración del libro del Apocalipsis) Aarón ha de oficiar y recibir los dones sacerdotales (Taan. 5 a; Bab. B. 75 b). ↩︎

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