La literatura apocalíptica

La literatura apocalíptica es un género antiguo cuyo nombre deriva del griego ἀποκάλυψις (apokalypsis), o “revelación”. Es crucial entender la literatura apocalíptica dentro del contexto del Cercano Oriente antiguo para entender su uso en los escritos posteriores de los judíos y de los cristianos.

La palabra «apocalipsis» aparece como primera palabra en nuestro apocalipsis del NT, la REVELACIÓN DE JUAN, que significa «revelación» o «revelación». En este libro designa «lo que pronto ha de suceder»: la consumación de los propósitos redentores de Dios. Las revelaciones fueron impartidas a Juan en una serie de experiencias extáticas (véase «en el Espíritu» en Ap. 1:10; 4:2; 17:3; 21:10) cuando Cristo le reveló los acontecimientos que asistirían a la consumación de la era y al establecimiento del gobierno de Dios en el mundo. El término «apocalipsis» se ha tomado prestado del Apocalipsis y se ha aplicado a todo un género de literatura judía producida entre los años 200 a.C. y 100 d.C.. El apocalipsis más antiguo es el libro de Daniel, y los apocalipsis posteriores se escribieron imitándolo.

La palabra «apocalíptico» se utiliza para designar dos cosas distintas: el grupo de escritos y el tipo de escatología que contienen. Es necesario distinguir claramente estos dos usos de «apocalíptico».

La palabra «apocalíptico», o más bien la correspondiente forma nominal alemana Apokalyptik, fue introducida en el debate académico por Gottfried Christian Friedrich Lücke en 1832, en el contexto de una introducción al Apocalipsis de Juan, o Libro del Apocalipsis (Lücke 1832). Impulsado en parte por la reciente publicación del Libro etíope de Enoc, Lücke agrupó obras como 1 Enoc 1, 4 Esdras y los Oráculos sibilinos para reconstruir un contexto literario para el Apocalipsis cristiano.

El corpus se ampliaría en el siglo siguiente, cuando se descubrieron más «apocalipsis» antiguos en diversas lenguas, como el griego, el siríaco y el eslavo antiguo. Algunos de estos textos aparecen etiquetados como «apocalipsis» o «revelaciones» en los manuscritos, pero muchos no (Smith 1983). «Apocalipsis» y «apocalíptico» son categorías analíticas modernas que coinciden sólo parcialmente con las antiguas etiquetas genéricas. Hubo poco análisis genérico sostenido tanto en el judaísmo antiguo como en el cristianismo primitivo.

  1. Temas críticos: definir la literatura apocalíptica
  2. Un género literario
  3. La apocalíptica como literatura
  4. La Teología
  5. La apocalíptica como escatología
  6. Apocalipsis de Juan – Ambientación Histórica
  7. Escritos apocalípticos
  8. Los viajes al otro mundo
  9. Hipótesis persa
  10. Hipótesis acadia
  11. Mitos
  12. El Apocalipsis moderno

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Temas críticos: definir la literatura apocalíptica

El concepto de la literatura apocalíptica es predominante en el libro de Apocalipsis y en el libro de Daniel. Estas dos obras, junto con numerosos textos extracanónicos judíos y cristianos (ej., Apocalypse of Peter, 1 Enoch, Jubilees, y 4 Ezra), parecen representar un género autoconsciente que emplea elementos literarios específicos para comunicar mensajes escatológicos. Estos mensajes son revelaciones divinas, las cuales se comunican a una figura humana por medio de una diversidad de seres sobrehumanos y que revelan una realidad trascendente con implicaciones temporales y espaciales (Collins, Apocalypse: The Morphology of a Genre, 9).

Numerosos de los otros textos bíblicos no son apocalípticos en su totalidad, pero contienen secciones y elementos apocalípticos (ej., Isa 24–27; Zac 9–14; Mar 13; Mat 24). Aunque estos textos son similares, ni siquiera hay dos de ellos que usen de los mismos recursos literarios o que sostengan las mismas presuposiciones teológicas. Como resultado, la definición y el significado exacto del término “apocalíptico” está bajo discusión.

Hanson y Rowland han abandonado el uso de “apocalíptico” como un término general. En lugar de eso, utilizan un patrón que divide al término “apocalíptico” en tres elementos:

  • Un género literario.
  • Una teología relacionada con una cosmovisión particular.
  • Un movimiento sociológico.

Este enfoque permite que el término “apocalíptico” se refiera a más que simplemente un número específico de textos; por el contrario, se lo puede apreciar por su enfoque peculiar y por su presencia en lugares que previamente no habían sido categorizados como “apocalípticos”. Käsemann enfatiza la influencia amplia de la literatura apocalíptica, manifestando que “la literatura apocalíptica fue la madre de toda la teología cristiana” (Käsemann, Essays on New Testament Themes, 102).

Un género literario

Desde el principio no quedó claro si Apokalyptik designaba un género literario o un tipo de teología. Aunque la palabra indicaba invariablemente cierto grado de parecido con el Libro del Apocalipsis, el parecido real a menudo no era más que un motivo compartido. Sólo en la década de 1970 hubo un intento sistemático de imponer orden en el uso del término. Klaus Koch argumentó que «si en el futuro queremos llegar a una definición vinculante de la apocalíptica, el único punto de partida posible es la crítica formal y la historia literaria y lingüística» (1972: 23).

Semeia 14: Apocalypse: The Morphology of a Genre – 1 Enero 1979

Semeia, revista experimental dedicada a la exploración de áreas y métodos nuevos y emergentes de la crítica bíblica. Cada número está dedicado a un tema concreto, y los artículos exploran los métodos, modelos y descubrimientos de la lingüística, los estudios folclóricos, la crítica literaria contemporánea, el estructuralismo, la antropología social y otras disciplinas similares.

Koch no negaba que la apocalíptica también pudiera discutirse desde perspectivas históricas y sociológicas, y ofrecía demostraciones preliminares tanto de la «apocalíptica» como tipo literario como de la «apocalíptica» como movimiento histórico, pero planteaba una cuestión básica sobre la necesidad de aclarar de qué evidencia literaria estamos hablando.

Siguiendo la estela del trabajo de Koch, Paul Hanson propuso distinciones entre «apocalipsis» como tipo literario, «apocalipticismo» como ideología social y «escatología apocalíptica» como conjunto de ideas y motivos (1976). Tanto el apocalipsis como la escatología apocalíptica podían encontrar expresión en otros géneros además de los apocalipsis. El uso de «apocalíptico» como sustantivo se abandonó en gran medida en la erudición estadounidense, aunque persiste en el Reino Unido (Grabbe 2003).

El intento de definir un género literario que sirviera de piedra de toque de lo que podría denominarse «apocalíptico» culminó con la publicación de una definición y morfología del género en la revista Semeia, en 1979 (Collins 1979; compárese Collins 1998: 2-9). Un «apocalipsis» se definió como

un género de literatura revelatoria con un marco narrativo, en el que una revelación es mediada por un ser de otro mundo a un receptor humano, revelando una realidad trascendente que es a la vez temporal, en la medida en que prevé la salvación escatológica, y espacial en la medida en que implica otro mundo sobrenatural.

Collins, John J. Apocalyptic: The Morphology of a Genre. Semeia 14. Missoula: Scholars Press, 1979.

Esta definición se basó principalmente en escritos judíos y cristianos del periodo comprendido entre el 250 a.C. y el 250 d.C., pero también incluyó el análisis de escritos gnósticos, grecorromanos, persas y algunos escritos judíos posteriores. Además, el análisis distinguía distintos tipos de apocalipsis. La distinción más importante era entre apocalipsis «históricos», del tipo conocido en el Libro de Daniel, que abarcan un amplio espectro de la historia que culmina en un juicio final, y viajes a otros mundos, con visiones del cielo y el infierno, asociados con Enoc en la tradición judía, pero que predominan en el cristianismo primitivo después del periodo del Nuevo Testamento.

Esta definición se ha ganado una amplia aceptación (DiTommaso 2007; Reynolds 2012: 28-32; Murphy 2012), pero también ha sido, y sigue siendo, controvertida en algunos aspectos. Para empezar, en los círculos literarios existe una controversia constante sobre cómo se pueden definir los géneros, o incluso sobre si se pueden definir.

Carol Newsom, que ha escrito la crítica más inteligente y útil del proyecto, caracteriza el enfoque como «uno de definición y clasificación», que era «característico de los estudios de género de la época» (2005: 438). Este enfoque del estudio de los géneros ha encontrado resistencia en los círculos literarios.

Una objeción surge de la aguda apreciación de la individualidad de cada texto, y del temor a que esta individualidad se pierda si una obra se considera miembro de un género. Jacques Derrida admite que «un texto no puede no pertenecer a ningún género», pero preferiría «hablar de una especie de participación sin pertenencia -un tomar parte sin ser parte de, sin pertenecer a un conjunto» (2000: 230). Newsom comenta que este tipo de enfoque «se adapta mejor no sólo a la naturaleza multigenérica de muchos apocalipsis, sino también a su irreductible particularidad» (2005: 439). La objeción me parece aplicable, no a la clasificación como tal, que me parece simplemente inevitable, sino a la rigidez en su aplicación.

Decir que un texto es un apocalipsis no es excluir la posibilidad de que sea simultáneamente otra cosa; o dicho de otro modo, el hecho de que un texto pueda agruparse provechosamente con los apocalipsis no excluye la posibilidad de que también pueda agruparse provechosamente con otros textos con fines distintos. También es cierto que cada texto tiene un carácter individual, y transmite su significado en gran parte a través de las formas en que modifica las convenciones genéricas (Fowler 1982: 24).

Algunos estudiosos se oponen a la clasificación basada en una lista de características, que consideran simplemente una lista de cosas que casualmente se encuentran en los apocalipsis. Esta objeción se planteó a menudo contra tratamientos más antiguos de la «apocalíptica», como el de Philipp Vielhauer (1965). Newsom invoca la idea de George Lakoff de un «modelo cognitivo idealizado»: «Los ‘elementos’ por sí solos no son los que desencadenan el reconocimiento de un género; en su lugar, lo que lo desencadena es la forma en que se relacionan entre sí en una estructura Gestalt que sirve de modelo cognitivo idealizado. Así, los elementos sólo tienen sentido en relación con un todo. Dado que la estructura Gestalt contiene componentes predeterminados y opcionales, así como necesarios, los ejemplares individuales pueden apartarse de los ejemplares prototípicos con respecto a los elementos predeterminados y opcionales y seguir siendo reconocibles como un caso ampliado de ‘ese tipo de texto'» (Newsom 2005: 444; cf. Lakoff 1987: 68).

Pero como también señala que el análisis del género apocalipsis en Semeia 14 no se basó sólo en una lista de elementos, sino en algo así como una noción Gestalt de la forma en que estos elementos se relacionaban entre sí. Muchos elementos de la cuadrícula con la que se miden los textos son opcionales, pero algunos tienen un peso estructural, ya que conforman una visión implícita del mundo. Estos son los elementos señalados en la definición, por referencia al modo de revelación y a la realidad trascendente, tanto espacial como temporal. El contenido del género implica una cosmovisión distintiva. (Compárese Vines 2007, que subraya la «ilimitación temporal y espacial del apocalipsis», que «ofrece una perspectiva divina de la actividad humana»).

Quizá la objeción más extendida al tipo de definición ofrecida en Semeia 14 se basa en la suposición de que los géneros no pueden definirse realmente, aunque podamos reconocer uno cuando lo vemos. Al final de la conferencia de Uppsala sobre apocalipticismo, se aprobó una resolución contra definitionem, pro descriptione (Hellholm 1983: 2). Sin embargo, esto no fue el resultado de una discusión sistemática; fue simplemente una evasión diplomática de la cuestión al final de una conferencia estimulante pero agotadora. Sin embargo, en la crítica literaria existe una resistencia a las definiciones por motivos más principistas.

A menudo se apela a la idea de Wittgenstein del parecido familiar, aunque el filósofo no pensaba específicamente en los géneros literarios. Wittgenstein sostenía, con respecto a la categoría «juegos», que no existe un elemento común esencial, sino que «vemos una complicada red de semejanzas que se superponen y entrecruzan: a veces semejanzas de conjunto, a veces semejanzas de detalle» (1958: 31-32). Este enfoque fue adaptado al estudio de los géneros por Alastair Fowler: «El género literario parece ser justo el tipo de concepto con bordes borrosos que se adapta a tal enfoque. Se puede considerar que los representantes de un género constituyen una posible clase cuyos septos [clanes o clases] y miembros individuales están relacionados de diversas maneras, sin tener necesariamente ningún rasgo común a todos» (1982: 41-42).

Pero este planteamiento también ha encontrado críticas. En palabras de John Swales, «la teoría del parecido familiar puede hacer que cualquier cosa se parezca a cualquier cosa». eory can make anything resemble anything» (1990: 51). La definición de juegos del Oxford English Dictionary, «Una diversión de la naturaleza de un concurso, jugado de acuerdo con las reglas, y decidido por la fuerza superior, la habilidad o la buena fortuna», se ajusta bastante bien a la gran mayoría de los juegos, aunque hay algunos residuos no explicados en el caso de los juegos infantiles. El punto crucial a tener en cuenta aquí es que cualquier definición es una abstracción, y cuanto mayor sea el nivel de abstracción, más material encajará.

Por supuesto, una definición puede ser tan abstracta que resulte inútil, y eso es una cuestión de juicio. Pero no es cierto que los géneros o categorías no puedan definirse a partir de características comunes. Más bien ocurre que la mayoría de las definiciones de géneros, y de categorías, admiten algunos casos problemáticos límite. Esto es ciertamente cierto en el caso del género apocalipsis tal y como lo hemos definido. Sin embargo, hay una diferencia entre decir que un género admite casos límite y negar que sea posible definir un género en absoluto. El «parecido familiar» es demasiado vago para ser satisfactorio como base para el reconocimiento de un género, pero el debate pone de relieve un problema persistente en los intentos de clasificación: la dificultad de trazar una línea clara entre un género y las obras estrechamente relacionadas.

El intento más exitoso de abordar este problema, hasta donde yo sé, es la «teoría de prototipos» desarrollada en la psicología cognitiva. Tal y como la describe John Frow:

el postulado es que entendemos las categorías (como pájaro) a través de una lógica muy concreta de tipicidad. Consideramos que un petirrojo o un gorrión pertenecen más a esa categoría que un avestruz, y que una silla de cocina es más típica de la clase de las sillas que un trono o un taburete de piano. En lugar de tener límites claros, componentes esenciales y propiedades compartidas y uniformes, las clases definidas por prototipos tienen un núcleo común y luego se difuminan en los bordes. Es decir, clasificamos con facilidad en el nivel de los prototipos y con más dificultad -ampliando los rasgos del prototipo mediante la metáfora y la analogía para tener en cuenta los rasgos atípicos- a medida que nos alejamos de ellos. (2006: 54)

La pertenencia a una categoría puede ser una cuestión de grado. Cabe señalar que los ejemplares prototípicos de un género no son necesariamente arquetipos históricos: obras clásicas que se convirtieron en modelos para escritores posteriores. Los ejemplares tardíos también pueden ser prototípicos, si ejemplifican especialmente bien los rasgos típicos del género.

Este enfoque del género tiene un atractivo considerable. En palabras de Swales «Permite al analista de género encontrar un camino entre intentar producir definiciones inexpugnables de un género concreto y relajarse en la irresponsabilidad de los parecidos familiares» (1990: 52; compárese Newsom 2005: 443).

Como reconoce Newsom, el análisis del género apocalipsis en Semeia 14 tiene mucho en común con el modelo del prototipo. Partía de una lista de apocalipsis que se consideraban prototípicos, y distinguía entre características centrales y periféricas. La principal diferencia es que la teoría del prototipo se niega a establecer una frontera estricta entre los textos que pertenecen al género y los que no. Más bien distingue entre los textos que son muy típicos y los que lo son menos. Y esto, creo, es una mejora que podría habernos ahorrado algunas agonías sobre los casos límite.

La definición ofrecida en Semeia 14 identificaba los apocalipsis basándose tanto en la forma como en el contenido. Otros estudiosos han defendido una definición puramente formal. Así, por ejemplo, Christopher Rowland escribe: «hablar de apocalíptica… es concentrarse en el tema de la comunicación directa de los misterios celestiales en toda su diversidad» (1982: 14). Otros estudiosos han defendido una definición temática.

E. P. Sanders (1983: 447-59) definiría «apocalíptico» como una combinación de los temas de la revelación y la inversión (de la suerte de un grupo). Dado que las definiciones son herramientas analíticas, la cuestión no es si una es la única correcta, sino cuál es más útil y cuál capta mejor la naturaleza del corpus evocado por el término «apocalíptico». De hecho, los apocalipsis clásicos judíos y cristianos se caracterizan no sólo por el tema de la revelación, sino también por el protagonismo del mundo sobrenatural y de la escatología. La escatología no sólo se ocupa del fin del mundo o de la historia, a la manera de los apocalipsis históricos, sino también del destino de los muertos. La gran importancia de esta última preocupación es a veces pasada por alto por los críticos que piensan en la «escatología» sólo en términos históricos (por ejemplo, Fletcher Louis 2011: 1578-79). Las preocupaciones escatológicas no se describen adecuadamente como el tema de la inversión.

La apocalíptica como literatura

No sabemos con certeza qué círculo del judaísmo produjo los apocalipsis, ni hasta qué punto eran conocidos y leídos en tiempos del NT. Albright sostenía que en el judaísmo pululaban los apocalípticos (FSAC, p. 374), mientras que G. F. Moore pensaba que eran sólo un pequeño grupo de entusiastas prácticamente ignorados por las masas populares y sus líderes religiosos (El judaísmo en los primeros siglos de la era cristiana, I [1927], 127).

La llamada literatura de Qumrân nos ha proporcionado amplia información nueva sobre el judaísmo del siglo I, y al menos un hecho está claro: la comunidad de Qumrân apreciaba los escritos apocalípticos. Prueba de ello es que en las cuevas de Qumrân se han encontrado fragmentos de varios libros apocalípticos, o de fuentes de algunos de estos libros, incluidos fragmentos de diez MSS de Jubileos, fragmentos de diez MSS de cuatro de las cinco partes de Enoc y fragmentos de las fuentes de los Testamentos de Leví y Neftalí (véase J. T. Milik, Ten Years of Discovery in the Wilderness of Judaea [1959], pp. 32-35).

Este hecho ha llevado a algunos eruditos a concluir que la comunidad de Qumrán, o más bien los protoesenios de la que era una comunidad, produjo y conservó la literatura apocalíptica, y que estos escritos deben interpretarse en la situación vital del pensamiento de esta comunidad (F. M. Cross, Jr., Ancient Library of Qumran and Modern Biblical Studies [1957], pp. 142ss; H. H. Rowley, Jewish Apocalyptic and the Dead Sea Scrolls [1957]).

Sin embargo, H. Ringgren sólo admite la posibilidad de una fuente esenia para los escritos apocalípticos («Jüdische Apokalyptik», RGG, I, 464); y aunque hay marcadas similitudes entre las ideas escatológicas de los apocalipsis y el resto de la literatura de Qumrân, también hay diferencias sorprendentes (véase Millar Burrows, Dead Sea Scrolls [1955], p. 261). Tal vez este problema podría resolverse si tuviéramos suficiente conocimiento del período intertestamentario para reconstruir con precisión la historia del movimiento esenio, pero debemos tratar con los apocalipsis tal como están y esperar más luz sobre su entorno histórico.

Albrecht Dürer, Apocalypse Series c.1498, The Four Horsemen (Rev. 6.2–8), London: British Museum. © The Trustees of the British Museum

Como género literario, la apocalíptica destaca por varias características que la diferencian de la literatura profética. De hecho, una opinión crítica popular es que la escatología profética y la escatología apocalíptica son dos tipos de escatología mutuamente excluyentes en el AT y el judaísmo. Según este punto de vista, la escatología profética esperaba que el reino de Dios surgiera de la historia y fuera un reino terrenal dentro de la historia. Sin embargo, cuando esta esperanza histórica no se realizó, los judíos llegaron a desesperar de la historia y a esperar que el reino de Dios viniera de fuera de la historia -es decir, directamente de Dios-, que implicara una catástrofe cósmica y que diera lugar a un reino tan diferente de la experiencia terrenal que sólo podría describirse como un reino «más allá de la historia» (véase S. Mowinckel, El que viene [1956]; P. Volz, Die Eschatologie der jüdischen Gemeinde [1934], cap. 23).

La escatología profética esperaba la venida de un rey davídico terrenal (Mesías); la escatología apocalíptica esperaba la venida de un Hijo del Hombre celestial. Sin embargo, el presente autor ha argumentado que la expectativa de una irrupción cataclísmica en la historia es intrínseca a la esperanza profética del AT. El reino de Dios se establecerá en este mundo, pero con una calidad de vida totalmente nueva (véase G. E. Ladd, Presence of the Future [1974], pp. 55ss).

T. C. Vriezen describe la escatología de Isaías y sus contemporáneos como «histórica y al mismo tiempo suprahistórica. Tiene lugar en el marco de la historia, pero es causada por fuerzas que trascienden la historia, de modo que lo que se forma es un nuevo orden de cosas en el que se revela la gloria y el Espíritu de Dios (Isa. 11)» («Profecía y escatología», en Suplementos a Vetus Testamentum, I [1953], 222). Vriezen encuentra un contraste aún más marcado entre el orden antiguo y el nuevo en el Deutero-Isaías. Ciertamente la escatología de escrituras como Isaías 24-27, Sofonías, Joel, Zacarías 9-14 espera ver el reino de Dios establecido sólo por un acto cósmico de Dios. Esta es la característica más notable de la escatología apocalíptica, y tiene sus raíces en el AT.

  • Carácter revelador:

El género literario apocalíptico tiene varias características sobresalientes. En primer lugar, es revelador del futuro. En este aspecto, la apocalíptica difiere de la mayoría de los escritos de los profetas. Los profetas afirmaban recibir revelaciones, al igual que los apocalípticos; pero el contenido central de la revelación profética era la voluntad de Dios, y el principal medio de revelación era la palabra de Dios.

Los profetas predijeron a menudo la acción de Dios en el futuro, pero lo hicieron para que, a la luz del juicio y la salvación futuros, pudieran hacer cumplir las exigencias de la voluntad divina en el presente. Además, aunque los profetas recibían revelaciones a través de sueños y visiones (por ejemplo, Isaías 6; Esdras 1; Jeremías 24), éstas no eran centrales. La «palabra del Señor», el mensaje dinámico del Dios vivo, era el centro de su experiencia. Los sueños y las visiones no eran nunca un fin en sí mismos, sino que iban acompañados de una palabra explicativa y apremiante.

Con los apocalípticos, el centro de interés se ha desplazado. La palabra viva del Señor ha cedido totalmente el paso a las revelaciones y visiones. Dios ya no habla por su Espíritu al profeta. El vidente aprende la solución al problema del mal y la venida del reino de Dios a través de sueños, visiones o viajes celestiales. A través de estos medios el apocalíptico descubre los secretos del mundo oculto, la razón del sufrimiento de los justos en la tierra, y cuándo y cómo vendrá el Reino.

Debemos señalar que algunos de los libros que suelen llamarse apocalípticos no son verdaderos apocalipsis, en el sentido de que no son revelaciones de este tipo. Los Testamentos de los Doce Patriarcas contienen escatología de carácter apocalíptico, pero la forma literaria no es la de un apocalipsis. Cada uno de los doce patriarcas ofrece un breve resumen de su vida, hace una aplicación moral y suele pronunciar una breve predicción sobre el futuro de sus descendientes. En cuanto a la forma, el libro es profecía imitativa más que apocalíptica. Los Salmos de Salomón no son apocalípticos, es decir, reveladores, sino que siguen el modelo de los Salmos del Antiguo Testamento.

Dado que dos de los Salmos anticipan la venida del Mesías y del reino de Dios, suelen incluirse en el estudio de la literatura apocalíptica judía. Esos dos libros ilustran que la literatura apocalíptica y la escatología apocalíptica no son idénticas; la escatología apocalíptica encontró expresión en obras que no eran apocalípticas en su forma literaria.

  • Naturaleza artificial:

Una segunda característica de la literatura apocalíptica es la naturaleza imitativa y artificial de sus revelaciones. Esto contrasta con las visiones de los profetas canónicos, que implicaban experiencias subjetivas genuinas. En la apocalíptica, las visiones y los sueños se han convertido en una forma de literatura. Aunque algunos de los apocalípticos pueden haber experimentado algún tipo de experiencia subjetiva como resultado de cavilar sobre el problema del mal (véase G. H. Box, Ezra-Apocalypse [1912], p. lxvii), Porter está en lo cierto al decir que «las visiones descritas en los apocalipsis no son sin duda en la mayoría de los casos visiones reales en absoluto, sino ficciones literarias» (F. C. Porter, Messages of the Apocalyptical Writers [1905], pp. 40s).

  • Pseudonimia:

Una tercera característica de la apocalíptica judía es la Pseudonimia. Por lo general, los apocalípticos empleaban la transparente ficción de utilizar el nombre de un santo del Antiguo Testamento ya fallecido como medio de validar sus revelaciones. Muchos críticos opinan que los verdaderos autores no pretendían engañar a sus lectores con esta devota ficción; sin embargo, si la interpretación predominante del motivo de la seudonimia es válida, los autores sí esperaban que su piadoso fraude se tomara en serio. Después de los días de Esdras y Nehemías, el judaísmo sintió que la era de los profetas había terminado, pues nadie se levantaba entre el pueblo para anunciar: «Así dice el Señor».

La comunidad de Qumrân creía que el Espíritu Santo inspiraba a sus líderes, pero el propósito de esta inspiración era la interpretación correcta de la Palabra de Dios, no la pronunciación de una nueva palabra de Dios. Si la era de la profecía había terminado, ¿cómo podían ser escuchadas las revelaciones de los apocalípticos? Como el apocalíptico no podía hablar como profeta, «Así dice el Señor», tomó prestado a un santo del AT y le atribuyó sus visiones, para que el escrito recibiera la sanción del nombre profético, ya fuera Enoc, los Doce Patriarcas, Moisés, Esdras o Baruc.

A este respecto, debemos observar que Daniel no es un seudónimo, ya que Daniel no es un santo del Antiguo Testamento cuyo nombre pudiera utilizarse para dar autoridad a un libro. Aparte de los relatos del libro de Daniel, es una nulidad. Este hecho apoya la opinión de que, sea cual sea la fecha de composición de Daniel, éste recoge las tradiciones de un personaje histórico que vivió en la época de la cautividad.

Aquí también se encuentra una de las diferencias más notables entre el Apocalipsis y la apocalíptica judía. El Apocalipsis fue escrito por un autor vivo que era bien conocido por aquellos a quienes escribía.

  • Pseudoprofecía:

La seudonimia puede ir acompañada de pseudoprofecía. El autor no sólo toma prestado a un santo del Antiguo Testamento como supuesto autor de su libro, sino que a menudo reescribe la historia de Israel desde la época del supuesto autor hasta su propio tiempo, pero lo hace en forma de profecía.

Los profetas eran hombres conocidos por su público, que tomaban posición en sus propias situaciones históricas y proclamaban sus mensajes a sus propias generaciones con el trasfondo del reino de Dios venidero. Cada escrito profético refleja los acontecimientos de la propia época del autor, que el crítico debe estudiar para determinar la fecha del libro. Los profetas también predijeron acontecimientos tanto históricos como escatológicos que aún estaban en el futuro. Los apocalípticos a menudo se situaban en un pasado lejano y reescribían la historia como si fuera una profecía, atribuyendo la pseudoprofecía al pseudoautor. Con frecuencia es posible seguir el curso de la supuesta profecía hasta la propia época del autor, cuando las predicciones históricas se vuelven vagas y se espera la llegada del Reino.

Es significativo que el Apocalipsis no utilice esta técnica, como tampoco lo hace Nuestro Señor en sus dichos apocalípticos. Ambos se sitúan en su época y predicen tanto acontecimientos históricos como escatológicos por venir.

  • Simbolismo:

Una última característica del género apocalíptico es el uso del simbolismo para declarar la voluntad de Dios al pueblo y predecir acontecimientos futuros. Esto se remonta a los profetas.

Para ilustrar la corrupción de Israel, Jeremías enterró una tela de lino hasta echarla a perder (Jer. 13:1-11). La visión de Ezequiel del valle lleno de huesos representaba el renacimiento de Israel a la vida nacional (Ez 37). Con Zacarías las visiones simbólicas alcanzan una nueva dimensión. Los seis primeros capítulos contienen ocho visiones, cada una de ellas con un simbolismo desarrollado. La última visión es la de cuatro carros con caballos rojos, negros, blancos y grises moteados que salieron de entre los dos montes de bronce para patrullar por los cuatro puntos cardinales (Zac 6:1-8). Estos carros simbolizan el cumplimiento de la voluntad de Dios en toda la tierra. No están diseñados para ser identificados con acontecimientos o personajes históricos concretos.

En el uso del simbolismo, Daniel va más allá que los demás profetas e introduce un uso que imitarán los apocalipsis posteriores. Utiliza el simbolismo para representar acontecimientos históricos. La gran imagen de oro, plata, bronce y hierro representa cuatro naciones sucesivas en la historia antes de la venida del reino de Dios (Dnl. 2), al igual que las cuatro bestias de Dnl. 7. Este dispositivo se elabora grandemente en apocalipsis subsecuentes (véase 12En 85-90), y el simbolismo de la bestia en Rev. 13 es claramente dependiente en Daniel.

La Teología

El atributo más distintivo de la literatura apocalíptica es su escatología. Dentro de la literatura apocalíptica, la escatología se basa en la creencia de que un dios intervendrá en la historia para traer a la existencia un futuro anticipado. Con frecuencia la idea de que dicho dios juzgará y/o destruirá esta realidad y creará una nueva realidad acompaña a ese futuro; esta nueva realidad generalmente refleja, y con frecuencia embellece, la gloria primordial de un pasado idealizado. Con frecuencia una resurrección, y ocasionalmente un “juicio de los individuos después de la muerte” acompañan esta victoria cósmica (Collins, Apocalypse and Eschatology). Por lo general se retrata al futuro anticipado tan inminente como las señales autentificadas presentes en los días del autor.

La teología de la literatura apocalíptica también se caracteriza por la división de la historia del mundo en esta era y en la era venidera. Aunque esto es más evidente en la literatura persa, es un enfoque común para entender el tiempo en el Cercano Oriente antiguo y no se limita a los textos apocalípticos. El dualismo también es un rasgo común de la teología apocalíptica, particularmente en el aspecto de catalogar a los reyes, a los tiempos o a las personas positiva o negativamente y de asociar esa calificación con una lucha cósmica. Esto ayuda a orientar a la comunidad en la dirección de un futuro anticipado, aunque el propósito de describir el futuro afecta el presente del autor, lo cual es la meta. La combinación del dualismo con una esquematización de la historia crea un fuerte sentido de determinismo: tal vez el mundo no sea de la manera que fue planeado, pero mejorará porque los dioses tienen el control.

La sabiduría mántica también juega un papel importante en la literatura apocalíptica. A diferencia de la sabiduría proverbial, que busca argumentos racionales y la observación de la repetición para entender el universo, la sabiduría mántica busca la interpretación de los eventos por medio de los seres o agente divinos. En la sabiduría mántica, los individuos buscan el entendimiento divino para interpretar las estrellas (astrología), los sueños (onirología), o las anomalías en las entrañas de los animales (extispicio).

  • Ángeles y demonios:

Es típica de toda la apocalíptica una presencia acentuada de los ángeles y de los demonios. Siempre se les ve a los unos y a los otros por debajo de Dios y por encima del puro nivel humano. Normalmente no se hace ninguna lucubración sobre su identidad, pero se acentúa su función dialéctica: participan en el choque entre el bien y el mal que se desarrolla en la historia, hasta llegar a convertirse en sus protagonistas especiales. Pero el choque o suele ser directo; tanto los unos como los otros tienden a insinuarse en el mundo de los hombres y a obrar con los hombres y por medio de ellos.

  • El Mesías y el Hijo del Hombre:

El gran protagonista que impulsa hacia su conclusión positiva el choque entre las fuerzas positivas y las negativas des el “mesías”. Se recogen y condensan los datos que se encuentran sobre él en el AT; en la apocalíptica judía surge ya con claridad la figura del mesías elegido por Dios: hijo de Dios, resume en sí toda la fuerza que Dios manifiesta en la “guerra santa” del AT. Sabrá derrotar a todos los enemigos del pueblo de Dios realizando de este modo el reino definitivo, que coincide con la situación escatológica final El reino de Dios realizado por el mesías no será una situación soñada, sino que tendrá su concreción.

Ésta llega a veces hasta el punto de que se afirma la existencia de un reino el mesías, previo al reinado final, de duración limitada. La concepción de un reino mesiánico preescatológico ronda por toda la apocalíptica asumiendo duraciones, tonos, y contenidos diversos: situación de primerio, participación funcional en el reino definitivo en devenir, expresión puramente simbólica de la presencia activa del mesías en la historia. Relacionada más o menos estrechamente con el mesías, identificada a veces con ella, está la figura enigmática del “hijo del hombre”. Expresión inicial probablemente de una personalidad corporativa y casi identificado con el pueblo, el hijo del hombre adquiere poco a poco un relieve más marcadamente personal. En unión con el mesías, subraya su vinculación con la historia propia de los hombres.

  • Lo específico cristiano:

Las persecuciones de Antíoco IV Epífanes habían hecho tomar bruscamente conciencia de que en el AT el material religioso que había madurado estaba dispuesto para ser aplicado a la historia. Un fenómeno análogo se verifica para la apocalíptica del NT. El cristianismo había tenido contactos interesantes, pero esporádicos, con la sociedad civil no cristiana. Con las persecuciones llega una sacudida que obliga a mirar cara a cara una realidad social compleja y ordinariamente hostil; resulta irremediable una confrontación teológica global. Obligada a enfrentarse con los hechos, la apocalíptica cristiana consigue expresar su mejor mensaje, que encontramos especialmente en el Apocalipsis de Juan. Los temas teológicos que habían aparecido en la apocalíptica judía encontrarán así una profundización característica. Dios, señor de la historia, es trascendente y nunca se le describe en sus rasgos, pero está presente y envuelto en la historia, que es a la vez salvación y creación. Y sobre todo incluso teniendo en cuenta la historia tal como se desarrolla, Dios es Padre de Jesucristo (cf. Ap. 1:6; Ap. 3:21).

La figura central del mesías y la otra más fluida del hijo del hombre de la apocalíptica judía confluyen en Cristo y encuentran en él una expresión nueva, inconcebible a nivel del AT; en Cristo, mesías (cf. Apocalipsis 2:10) e hijo del hombre (cf. Apocalipsis 1:13, 14:4), aparecen los atributos operativos de Dios mismo. Se da una cierta intercambiabilidad entre ellos: son Padre e Hijo, y esto lleva a su acción en la historia a un nivel vertiginoso de paridad recíproca: Dios «vendrá» en Cristo y Cristo será llamado alfa y omega no menos que Dios (cf. Apocalipsis 1:4 y 1:7; 1:8 y 22:13). Se da un desplazamiento de perspectiva también en lo que se refiere a las fuerzas intermedias, entre el cielo y la tierra, que colaboran en el desarrollo de la historia de los hombres. Lo demoníaco se hace más histórico; la conexión entre las fuerzas del abismo y la historia humana se hace más estrecha y completa: afecta al Estado, a los centros de poder negativos, a «Babilonia», a la concreción consumista de la ciudad secular (cf. Apocalipsis 17:1–18).

Las fuerzas positivas reciben mayor claridad e importancia: los ángeles colaboran con el hijo del hombre (Apocalipsis 14:14–20); el hijo del hombre asocia a su acción activa al pueblo que le sigue (cf. Apocalipsis 1:5 y 19:14). Y el mesías hijo del hombre es presentado audazmente como una fuerza positiva inmersa en la historia al lado y en contraste con las fuerzas hostiles (cf. Apocalipsis 6:1–2).

En síntesis: aunque no podamos compartir la afirmación de E. Käsemann, según el cual la apocalíptica es la madre de toda la teología cristiana, no podemos desconocer el papel que ha representado la apocalíptica en el paso de los hechos brutos de la historia de la salvación a su comprensión teológica. Precisamente porque su especificidad está en la interpretación sapiencial de la realidad dialéctica y fluida de los hechos, la apocalíptica estimula la formulación de todos aquellos elementos del mensaje religioso que necesita en su interpretación. Al mismo tiempo, la constate apelación a la realidad en que se vive ahora y al futuro que se prepara impide a la teología propiamente apocalíptica degenerar en fantasía o girar ociosamente en torno a sí misma.

La apocalíptica como escatología

Hemos examinado las principales características del género literario apocalíptico. Ahora debemos pasar a considerar los rasgos principales del tipo de escatología encarnada en los apocalipsis.

  • Dualismo:

La primera y más importante característica de la escatología apocalíptica es el dualismo escatológico. Los apocalípticos ven un agudo contraste entre el carácter de esta era y el de la era venidera. El presente es la era del pecado y del mal; el futuro verá el establecimiento del reino de Dios, cuando el pueblo de Dios sea redimido de todo rastro de pecado y todos los efectos del mal sean eliminados de la tierra. La transición de esta era no se logrará mediante procesos históricos, sino sólo por un acto cósmico de Dios sin mediación.

Este dualismo apocalíptico es un desarrollo de la teología de los profetas, que eran conscientes del contraste entre el mundo ideal de Dios y el mundo real de la naturaleza y la historia. Aunque la naturaleza y la historia estaban bajo la soberanía divina, ambas yacían bajo la maldición del pecado y el peso del mal. El reino de Dios sólo se instauraría mediante una irrupción de Dios en la historia que provocaría una transformación moral y física del orden actual.

La escatología dualista mencionada en el texto se encuentra claramente representada en uno de los primeros profetas, Sofonías. Comienza su profecía con un anuncio del juicio divino en el que Dios «barrerá todo de la faz de la tierra» (Sofonías 1:2), incluidos el hombre y la bestia. «En el fuego de su ira celosa será consumida toda la tierra; porque un final completo, sí, repentino hará de todos los habitantes de la tierra» (v 18). Sin embargo, más allá del juicio, Sofonías ve un tiempo de salvación en el que un resto de Israel, redimido, se reunirá en Sión, e incluso los gentiles se convertirán y adorarán a Dios en la lengua de Sión (3:9-20).

Sofonías no hace hincapié en la redención de la naturaleza como otros profetas. Amós ve una tierra que se ha vuelto rica y abundante en cosechas. Tan abundante será el grano que la cosecha durará todo el verano. Las vides producirán tan abundantemente que el trabajo del pisador de uvas en el lagar y el del sembrador en los campos se superpondrán. Los montes y las colinas en cuyas laderas se extienden los viñedos parecerán fluir con el vino (Am 9:13). Isaías pinta el cuadro familiar del lobo que se acuesta con el cordero, del ternero con el león, de una naturaleza tan transformada que estas bestias feroces se convierten en los animales domésticos de los niños pequeños (Is. 11:6-9). El segundo Isaías describe la nueva era en términos de un nuevo cielo y una nueva tierra (65:17; 66:22), tan diferente será el nuevo orden del antiguo. En resumen, existe la idea del contraste entre este mundo presente con su carga de maldad y el nuevo mundo transformado por un acto divino de redención.

La terminología de «este siglo» y «el siglo venidero» se desarrolló gradualmente en la escatología dualista. Esta terminología comienza a aparecer en 1 Enoc (16:1; 48:7; 71:15), pero se hace claramente presente en 4 Esdras y en el Nuevo Testamento.

Cuarto Esdras, escrito a finales del siglo I d.C., afirma: «El Altísimo no ha hecho una Edad, sino dos» (7:50, APOT); «Esta Edad la ha hecho el Altísimo para muchos, pero la venidera para pocos» (8:1). Si nuestros Evangelios recogen con exactitud el dicho de Jesús, es posible que fuera uno de los primeros en utilizar esta expresión (Mc 4:19; 10:30; Mt 12:32; Lc 16:8; 20:34). La expresión también aparece en la correspondencia paulina (Gál 1:4; Ef 1:21; 1 Cor 2:6; 3:18).

La teología del dualismo escatológico sostiene que los poderes del mal son tan dominantes en esta época que solo un acto directo y sin mediación de Dios puede destruirlos. Este acto redentor de Dios liberará no solo al pueblo de Dios, sino al mismo mundo de la naturaleza de las garras del mal. «La creación misma será liberada de su esclavitud a la decadencia y obtendrá la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom. 8:21). Se trata de un dicho totalmente apocalíptico.

  • Historia y escatología:

Una segunda característica de la escatología apocalíptica es su visión no profética de la historia. Los profetas ven una tensión dinámica entre el futuro histórico inmediato y el futuro escatológico más lejano. Por ejemplo, Amós describe el día del Señor como un día de tinieblas, en el que un juicio histórico alcanzaría a Israel (5:18-20). Esto significa nada menos que el cautiverio más allá de Damasco (5:27). Sin embargo, más allá de este juicio histórico, Amós ve otra visita: el Día escatológico del Señor. El futuro depara un día de juicio universal (7:4; 8:8s; 9:5) y, más allá, un día de salvación en el que la casa de David revivirá, Israel será restaurado y la tierra se convertirá en una bendición (9:11-15). Dios juzgará a su pueblo por sus pecados en un juicio histórico, pero finalmente lo redimirá en el reino de Dios.

Los apocalípticos perdieron esta tensión entre historia y escatología. El presente y el futuro se veían como algo totalmente desvinculado. Los apocalípticos no podían entender la interpretación profética de la experiencia histórica presente como el juicio de Dios sobre su pueblo por su apostasía, pues Israel ya no era infiel.

Después de los días de Esdras y Nehemías, la Ley asumió un papel de nueva importancia en la experiencia de Israel. En tiempos del Antiguo Testamento, Israel descuidaba una y otra vez la Ley y apostataba en favor de dioses extranjeros; pero en tiempos del Nuevo Testamento, bajo la influencia de la religión farisaica y de los escribas, muchos judíos se entregaron por completo a la obediencia de la Ley. De hecho, la religión se había convertido en una vida de estricta obediencia a un cúmulo de normas. He aquí, pues, el problema de Israel: «Israel ha recibido y guardado la ley de Dios; ¿por qué, pues, sufre el pueblo de Dios bajo el calcañar de paganos impíos? Esto no puede ser obra de Dios».

La única respuesta que se da es que los caminos de Dios son inescrutables. No hay otra respuesta. Después de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C., un espíritu muy sensible, reflexionando sobre este problema, escribió 4 Esdras 3:32-36: «¿Te ha conocido otra nación además de Israel? ¿O qué tribus han creído tanto en Tus pactos como estas tribus de Jacob? Sin embargo, su recompensa no ha aparecido y su trabajo no ha dado fruto, … ¿cuándo no han pecado ante Ti los habitantes de la tierra? ¿O qué nación ha guardado Tus mandamientos tan bien [como Israel]? Ciertamente encontrarás hombres individuales que hayan guardado Tus mandamientos, pero naciones no encontrarás».

La respuesta a este problema es de total desesperación: «Sería mejor para nosotros no estar aquí que venir aquí y vivir en la impiedad, y sufrir y no entender por qué» (4:12). La única solución que se ofrece es que Dios aún actuará para rectificar el mal del presente. La era llegará finalmente a su fin, y Dios inaugurará la nueva era de justicia. Sin embargo, este acto redentor final no tiene ninguna relación con el presente.

Albrecht Dürer, Apocalypse Series, c.1498, The Six Trumpets (Rev. 8–9), London: British Museum. © The Trustees of the British Museum

Aunque el NT comparte el dualismo escatológico de la apocalíptica judía, no comparte su desesperación por la historia. De hecho, el NT reaviva la tensión profética entre historia y escatología. La visión de Jesús sobre los actos divinos en el futuro incluye tanto el juicio en la historia como el juicio al final de la historia. Lloró sobre Jerusalén porque la Ciudad Santa había rechazado al mensajero divinamente designado: «He aquí que tu casa está abandonada y desolada» (Mt. 23:38). Predijo la destrucción del templo sagrado; no quedaría piedra sobre piedra (Mt. 24:2). Predijo la destrucción de Corazín y Betsaida a causa de su espíritu impenitente (Mt. 11:20-22). De nuevo se vio a Dios activo en la historia para desafiar y juzgar a su pueblo. Jesús también anunció que Israel iba a ser desposeído como pueblo de la alianza de Dios y que se levantaría un nuevo pueblo para ocupar su lugar (Mt. 21:43).

Al mismo tiempo, Jesús miró más allá de este juicio histórico hacia un juicio escatológico final. Esto se desprende claramente de las parábolas; en el día del juicio se separarán el trigo y la cizaña, y los peces malos serán recogidos de entre los buenos (Mt. 13).

Esta tensión entre historia y escatología (cf. G. E. Ladd. Presence of the Future [1974], pp. 64 y ss.) se aprecia con mayor viveza en el discurso del Olivar. Según Mateo, los discípulos hicieron dos preguntas: ¿cuándo será destruido el templo y cuál será la señal del fin de los tiempos? En su respuesta, Jesús parece haber mezclado estos dos acontecimientos y haber contemplado el futuro escatológico a través de la transparencia del futuro histórico más cercano. Mc 13 y Mt 24 enfatizan el aspecto escatológico: la aparición del Anticristo y la última gran tribulación (Mt 24:15ss).

En el pasaje paralelo, Lucas escribe que Jerusalén está rodeada de ejércitos (Lc. 21:20). Dios, que actuará al final de la historia para establecer su reino, está actuando en la historia con su poder real. Esta tensión entre historia y escatología es uno de los rasgos más distintivos de la escatología profética en contraste con la apocalíptica judía. Aunque Jesús comparte el dualismo escatológico de la apocalíptica, con su expectativa de una catástrofe cósmica. Sin embargo, se sitúa de lleno en la tradición profética, ya que también ve la mano de Dios en los acontecimientos históricos.

  • Pesimismo:

La apocalíptica judía también puede describirse como pesimista sobre la historia. Algunos estudiosos (por ejemplo, H. H. Rowley, Relevance of Apocalyptic [1947], p. 36) se oponen al uso del término «pesimista». Como escribe Rowley, es erróneo calificar a los apocalípticos de pesimistas en su perspectiva última, pues nunca perdieron la confianza en que Dios triunfaría finalmente. Poseían un optimismo final que nacía de una fe inquebrantable. De hecho, el propósito mismo de sus escritos era asegurar al pueblo de Dios que Dios no les había abandonado realmente, sino que en su momento se levantaría para salvar a Israel y castigar a los malvados.

Pero también es cierto que los apocalípticos no sólo habían perdido el sentido de la actividad divina en la historia; se habían vuelto totalmente pesimistas sobre el carácter malvado de esta época: las bendiciones del reino de Dios no podían experimentarse en el presente, porque Dios había abandonado esta época al sufrimiento y al mal. Tal teología fue impuesta a los judíos devotos como la única explicación posible de su situación de maldad. La solución al problema del mal se proyectaba totalmente hacia el futuro; el presente se consideraba irremediablemente malo. Los justos sólo podían someterse pacientemente al sufrimiento, sostenidos por la seguridad de que la liberación llegaría cuando la era del mal hubiera pasado y la nueva era del Reino hubiera llegado.

La ilustración más vívida de esto se encuentra en las visiones oníricas de 1 Enoc (caps. 83-90). Según la segunda visión, Dios guió personalmente las experiencias de Israel a lo largo de su historia hasta el cautiverio babilónico. Entonces Dios retiró su liderazgo personal, abandonó el templo y entregó su pueblo a las bestias salvajes para que lo desgarraran y devoraran. Dios «permaneció impasible, aunque lo vio, y se alegró de que fueran devorados y tragados y robados, y los dejó para ser devorados en manos de todas las fieras» (12En 89:58, APOT). Entonces Dios entregó la suerte de la nación a setenta ángeles-pastores, dándoles instrucciones sobre el número de judíos que podían ser asesinados. Sin embargo, los pastores fueron obstinados e infieles, ignorando la directiva divina, y permitiendo que terribles males cayeran sobre el pueblo de Dios.

Cuando se informó a Dios de la mala conducta de los pastores, Él se desentendió y permaneció impasible y distante (12En 89:71, 75). Se dejó constancia de la infidelidad de los ángeles para que fueran castigados en el día del juicio cuando Israel fuera liberado. Entre los años 586 y 165 a.C., Dios fue concebido como inactivo en las fortunas de Israel. El pueblo de Dios se encontró a merced de ángeles infieles. No se podía esperar ninguna liberación hasta la era mesiánica. El apocalipsis de Esdras refleja un pesimismo igual.

El problema de Esdras se encuentra en el hecho de que Israel ha recibido y guardado la Ley de Dios (4 Esdras 6:55-59), mientras que los gentiles la han rechazado (3:31-34; 7:20-24); sin embargo, Dios ha perdonado a los impíos y ha preservado a sus enemigos, pero ha destruido a su pueblo (3:30). Este problema insoluble sume a Esdras en una desesperación abyecta. Desearía no haber nacido (4:12). Las bestias mudas están mejor que los justos, pues no pueden pensar en su destino (2:36). La única esperanza reside en el futuro. Por decreto divino, hay dos épocas: la actual es irremediablemente mala, pero la futura será testigo de la solución al problema del mal (4:26-32; 7:50; 8:1-3). Los justos, por tanto, deben ahora resignarse pacientemente al mal en la confianza de una solución en la era venidera, y no deben perturbarse porque las masas perezcan. Dios mismo no se conmueve por la muerte de los impíos (7:60s, 131; 8:38, 55). Esta era es mala; la esperanza pertenece por completo a la era venidera.

El NT comparte el punto de vista de la apocalíptica judía de que esta era es malvada (Gal. 1:4). Incluso se llama a Satanás el dios de esta era (2 Cor. 4:4). Pero ningún escritor del NT comparte el pesimismo judío sobre esta época. De hecho, el corazón del evangelio se encuentra en el hecho de que en Jesús de Nazaret Dios ha actuado para traer a los hombres las bendiciones de su gobierno real. El reino de Dios, que pertenece a la era venidera, ha llegado realmente a los hombres en la historia (Mt. 12:28). Aunque Satanás es el dios de este siglo, la misión de Jesús logra atar a Satanás (Mt. 12:29). Con su muerte, Jesús ha «destruido al que tiene el imperio de la muerte, es decir, al diablo» (Heb 2:14).

Nuestro apocalipsis del NT comparte esta visión redentora de la historia. Juan ve el rollo del destino humano reposando en la mano de Dios, pero el rollo está firmemente sellado con siete sellos para que nadie pueda abrir el libro y leer su contenido. Cuando Juan llora porque el libro no puede abrirse, se le dice: «No llores; he aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido [lit, ha ganado una victoria], de modo que puede abrir el rollo y sus siete sellos» (Ap. 5:5). Cuando Juan se vuelve para ver al León -el Rey Davídico- ve en su lugar un cordero, que lleva las marcas del sacrificio. El Rey Davídico sólo podrá llevar la historia al reino de Dios porque antes fue el Cordero sufriente de Dios. Él ganó una victoria en la historia que conducirá al reino de Dios. Este es el tema de todo el NT: la obra redentora de Dios en el Jesús histórico de Nazaret, que desembocará finalmente en la venida apocalíptica de Jesús como Hijo del Hombre para establecer el glorioso reino de Dios.

  • Determinismo:

Otra característica de la apocalíptica judía es el determinismo. El curso de esta era está predeterminado y debe correr hasta su culminación. El Reino no llega aunque los justos lo merezcan, porque primero deben desarrollarse ciertos períodos fijos. Por lo tanto, el Reino debe esperar su tiempo señalado. Se pone poco énfasis en un Dios soberano que actúa a través de estos tiempos señalados para llevar a cabo Sus propósitos. Más bien, Dios mismo está esperando el paso de los tiempos que Él ha decretado. «Porque ha pesado la edad en la balanza, y ha medido los tiempos con medida, y ha contado los tiempos con número; y no se moverá ni los despertará hasta que se cumpla aquella medida» (4 Ez. 4:36s). Todo el curso de la historia humana está pregrabado en los libros celestiales (12En 81:1-3; 103:1s).

Puesto que el tiempo del fin está fijado, a menudo se piensa que la era presente está dividida en ciertos períodos determinados. Las visiones oníricas de Enoc dividen el tiempo, desde el cautiverio hasta el fin, en setenta períodos durante los cuales Israel es entregado al cuidado de setenta pastores (12En 89:72; 90:1, 5). Sólo cuando han transcurrido los setenta períodos puede llegar el fin. Los apocalipsis suelen suponer que los períodos fijados están a punto de agotarse y, por tanto, que el fin está a punto de llegar.

En contraste con esto están las palabras de Jesús: «Pero de aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni aun los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt. 24:36); «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (v. 42); «El señor de aquel siervo vendrá un día que no espera y a una hora que no sabe» (v. 50).

  • Pasividad ética:

Una última característica puede denominarse pasividad ética. Los apocalípticos no estaban motivados por una fuerte urgencia moral o evangélica. Los profetas apelaban continuamente a Israel para que se arrepintiera y se volviera de sus pecados a Dios. Profetizaron que el juicio caería sobre una nación pecadora, pero que el reino llegaría un día para un remanente justo. Sin embargo, los profetas no se interesaban por el futuro en sí mismo, sino sólo por su impacto en el presente. Predijeron el juicio y la salvación futuros para que, a la luz de ese futuro, pudieran confrontar a Israel con la voluntad de Dios.

Sin embargo, tal como lo percibían los apocalípticos, el problema de su época no era la necesidad de un arrepentimiento nacional. Más bien, el problema surgía de su convicción de que el Israel de su época era el remanente justo, pero el Reino no había llegado. Las definiciones apocalíptica y rabínica de la justicia eran básicamente las mismas: obediencia a la Ley de Moisés; y los círculos en los que se movían los apocalípticos eran fieles a la Ley.

La literatura de las cuevas de Qumrân, por ejemplo, demuestra que los qumraníes eran legalistas estrictos. Por ello, la mayoría de los apocalipsis dedican muy poco espacio a la exhortación ética. Las dos excepciones notables son los Testamentos de los Doce Patriarcas y la última parte de Enoc (caps. 92-105). Los Testamentos tienen un fuerte énfasis ético, con una notable insistencia en la justicia interior y la ética del amor; pero esto diferencia al libro de la atmósfera habitual de la literatura apocalíptica. De hecho, el libro no tiene forma apocalíptica, sino que es profecía imitativa. La última sección de Enoc define la justicia en términos de obediencia a la Ley (99:2, 4) y tiene poco material apocalíptico en el sentido estricto de la palabra. Los eruditos que insisten en un fuerte énfasis ético en la literatura apocalíptica extraen la mayoría de sus ilustraciones de los dos apocalipsis canónicos, Daniel y Apocalipsis, y de los Testamentos de los Doce Patriarcas.

Falta la exhortación ética porque se ha perdido el sentido de la pecaminosidad. El problema de los apocalípticos se encuentra en el hecho de que el verdadero Israel cumple la ley y, por tanto, es justo, y sin embargo se le permite sufrir. Cuarto Esdras parece ser una excepción a esta afirmación, ya que el autor expresa en varios puntos un profundo sentido de pecaminosidad (4:12; 7:118). Esto, sin embargo, se contrarresta con un sentido de la justicia del pueblo de Dios, que ha recibido la Ley (3:32; 5:29; 8:29), la ha guardado (3:35; 7:25) y, por tanto, tiene un tesoro de obras ante Dios (6:5; 7:77; 8:33). Sin embargo, Jerusalén ha sido destruida por los romanos y el templo arrasado, y según la teología profética esto debe ser un juicio por los pecados de Israel. Pero ahí está el problema: de hecho, ¡Israel no es pecador! Ha cumplido la Ley. Este problema creó una tensión en la mente del autor que le llevó a una profunda desesperación (7:118) y a un grito lastimero a Dios para que tratara a su pueblo en términos de gracia (8:6).

Así pues, el sentimiento de pecado de Esdras es más el resultado de una teología teórica que de una convicción profunda. A lo largo del libro nos encontramos con el contraste entre los pocos justos que han guardado la Ley -los fieles de Israel- y la masa de hombres que perecen, pero por cuya suerte Dios no se preocupa (8:56; 7:61, 131; 8:38).

Tanto las enseñanzas de Jesús como el Apocalipsis reflejan una teología profética más que apocalíptica en este punto. El pronóstico de Jesús sobre el futuro tiene una finalidad ética. «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Pero sabed esto: si el dueño de casa hubiera sabido a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, habría velado y no habría dejado que asaltaran su casa. Por eso, estad siempre preparados» (Mt 25:42-44).

Las siete cartas de Apocalipsis 2-3 están repletas de advertencias éticas. La mayoría de ellas contienen una llamada al arrepentimiento. El Apocalipsis en su conjunto concluye con un llamamiento evangélico para que los hombres vengan y beban del agua de la vida (Ap. 22:17).

Apocalipsis de Juan – Ambientación Histórica

El llamado Apocalipsis de Juan presenta su propia originalidad, tanto en el aspecto literario como en el teológico, hasta el punto de constituir una obra maestra en el género según la opinión común. Pero no es fruto de un genio solitario. Tanto por su forma literaria como por su mensaje, el Apocalipsis se sitúa en el ámbito de la escuela apocalíptica y, más específicamente, del “círculo joanneo”, al que se atribuyen el cuarto evangelio y las cartas que figuran bajo el nombre de Juan.

  • La Escuela Apocalíptica:

¿Puede hablarse de una verdadera y propia escuela apocalíptica? La falta de una documentación histórica en este caso impide la identificación de un grupo apocalíptico, dentro del ámbito del AT y NT, con la misma precisión con que podemos señalar, por ejemplo, el grupo fariseos, los saduceos, el grupo de los esenios de Qumrán. Resulta realmente difícil, en el estado actual de las investigaciones, decir si existía realmente un grupo apocalíptico, con una actividad especifica o al menos con una importancia histórico-sociológica apreciable. Sin embargo, la existencia de un material escrito típico, relativamente amplio y difundido – el “corpus apocalyptum”— ha hecho que se piense así con cierto fundamento. En efecto, a partir del s. II a.C. hasta el s. III d. C. por lo menos encontramos un verdadero florecimiento de este género literario, con unas características propias tanto en la forma literaria como en el contenido.

Estas formas características se pueden reducir a dos: la expresión simbólica, particularmente elaborada hasta el artificio, y, por lo que se refiere al contenido, una atención especial a los hechos concretos de la historia puestos en relación con las promesas de Dios. Cuando también en el ámbito del NT se hizo sentir la exigencia de una confrontación de los valores religiosos que aportaba la comunidad cristiana con el cuadro de la historia en que vivía, nació y se desarrolló la apocalíptica cristiana. La confrontación con los hechos, aunque no representó respecto a la comunidad cristiana primitiva aquel papel decisivo y en sentido único que se le ha atribuido a veces a la apocalíptica, no cabe duda de que dio un impulso decisivo a la toma de conciencia, siempre por parte de la comunidad, del contenido de la fe y de las implicaciones aplicativas a la historia que supone.

  • El “círculo joánico”:
Oscar Cullmann (Estrasburgo, Francia, 25 de febrero de 1902 – Chamonix, Francia, 16 de enero de 1999) fue un teólogo protestante francés.

¿Dónde nació y se desarrolló la apocalíptica cristiana? No es posible dar una determinación geográfica concreta. Dada la presencia de escritos de estilo apocalíptico en el ámbito de textos diferentes por su índole y por su origen, se puede hablar de un conjunto de tendencias que cristalizaron en grupos existentes dentro de las diversas comunidades cristianas primitivas.

La apocalíptica es casi una escuela dentro de otra escuela. Esto vale de manera especial para aquella gran escuela de cristianismo que floreció en Asia Menor en la segunda mitad del siglo I, y que ha sido denominada, con una terminología de O. Cullmann, como el “círculo joaneo”. Son expresiones de esta escuela el cuarto evangelio, las tres cartas de Juan y el Apocalipsis. Aun dentro de la diversidad de su formulación literaria, tienen un trasfondo teológico común indudable; y, especialmente en lo que se refiere al cuarto evangelio y al Apocalipsis, pueden señalarse muchos puntos de contacto –relativos sobre todo a la cristología-, así como un movimiento evolutivo que parte del cuarto evangelio y desemboca en el Apocalipsis

  • El Apocalipsis como “hecho literario”:

Los estudios relativos a los diversos y complejos aspectos literarios del Apocalipsis, desde la lengua que emplea hasta la estructura del libro, se han multiplicado y permiten determinar algunos puntos con un grado suficiente de aproximación.

  • La Estructura Literaria:

Ciertos elementos literarios típicos que se van encontrando a lo largo del libro, como frases que se repiten igual; frases que se repiten ampliadas progresivamente; concatenaciones típicas, como las series septenarias y los trípticos; las referencias al autor, las celebraciones doxológicas, estudiados de cerca y sumando sus resultados, sugieren este cuadro de conjunto, que vale la pena examinar en detalle para una comprensión del Apocalipsis 1:1–3 nos presenta el título ampliado del libro y nos permite vislumbrar en la relación típica entre “uno que lee” y muchos “que escuchan” (1:3) la asamblea litúrgica cristiana como protagonista activa del libro. Viene luego una primera parte (1:4–3, 20), caracterizada por un mensaje a siete Iglesias del Asia Menor, que geográficamente giraban en torno a Éfeso. Esta primera parte se desarrolla en tres fases sucesivas: un diálogo litúrgico inicial entre el lector y la asamblea cristiana (1:4–8); un encuentro particularmente detallado y enmarcado en el “día del Señor”, con Cristo resucitado (1:9–20); un mensaje a las siete Iglesias en siete misivas, que Cristo resucitado dirige a las siete Iglesias del Asia Menor (2, 3, 22).

La segunda parte es mucho más compleja (4:1–11, 5). Los indicios literarios antes señalados permiten formular su articulación en cinco secciones: una sección introductoria (4:1–5, 11); tres secciones centrales, a saber: la sección de los sellos (6:1–7, 17); la sección de las trompetas (8:1–11–14) y la sección de las tres señales (11:15–16:16); viene, por último, la sección final o conclusión (16:17–22:5).

Estas cinco secciones están atravesadas por un eje de desarrollo hacia adelante, preparado por la sección introductoria, puntualizado en las tres secciones centrales, sintetizado y concluido en la sección final. En torno al eje principal giran diversos elementos literarios desvinculados, a través de un sutil pero evidente juego de tiempos verbales, del desarrollo hacia adelante. Hay que señalar además, para una primera aproximación a cada una de las secciones, sus características propias. La sección introductoria se desarrolla en tres fases: un redescubrimiento de Dios; la toma de conciencia de un plan de Dios relativo al hombre y a la historia, pero totalmente en manos de Dios y desesperadamente inaccesible, y, finalmente, la intervención de Cristo, como cordero (arníon), que hace legible, a través de su pasión y de su revelación, el libro de los destinos humanos.

En las tres secciones centrales se presentan, con repeticiones más o menos ligeramente variadas, ciertos paradigmas interpretativos, que podrán servir al grupo de oyentes para hacer una lectura sapiencial de su historia. La sección conclusiva, al presentar la destrucción de la gran prostituta y el triunfo de la ciudad esposa, ilumina con una luz retroactiva el camino actual del cristiano. Finalmente, en el diálogo litúrgico final, la explicitación de todos los protagonistas de la experiencia apocalíptica ya concluida–Juan, el ángel intérprete, Jesús, el Espíritu y la “esposa”- confirma al grupo de oyentes en la situación que se ha ido madurando.

  • La lengua y el estilo:

En una primera lectura del Apocalipsis surgen ya dos características de fondo: un sustrato semítico evidente y una serie de anomalías, gramaticales y sintácticas, que rozan el límite de lo inexpresable.

A este problema, tal como lo hemos planteado, se han dado respuestas diversas. Se ha dicho que el texto actual del Apocalipsis es una traducción desmañada del arameo (Torrey) o del hebreo (Schott), capaz de mostrar todavía ciertas huellas sin absorber del texto original; el autor piensa en hebreo y escribe en griego (Charles), hasta el punto de que muchas de sus anomalías se pueden explicar precisamente por la permanencia de estructuras gramaticales hebreas en un contexto griego (Lancellotti).

Pero estas soluciones no convencen si se aplican en conjunto. El autor del Apocalipsis tiene una personalidad desconcertante, incluso desde el punto de vista literario: fuerza deliberadamente la gramática, con la intención de chocar al lector y de provocar de este modo su reacción.
El estilo –Boismard lo define como “inimitable”— ejerce una seducción excepcional. Es difícil precisar sus características. Hay un ritmo particular que, aunque no obedece a las leyes fijas del carácter métrico, arrastra inmediatamente al lector en su marcha.

El autor tiene una notable capacidad evocativa. Sugiere ciertas ideas, que luego el lector desarrolla espontáneamente. Es típico en este sentido su modo de usar el AT: no tiene nunca una cita explicita, pero inserta, a menudo literalmente, con algún ligero retoque, expresiones enteras veterotestamentarias, haciendo revivir el contexto del AT con la perspectiva que le añadió el NT.
También el estilo del autor tiene su propio refinamiento; lo vemos en el uso insistente, pero nunca mecánico, de los esquemas (p.ej., los septenario); en los elegantes juegos de palabras; en el recurso a los criptogramas (cf. 13:18); en el uso del simbolismo, que aparece al mismo tiempo muy atrevido y muy mesurado.

  • El autor:

Resulta problemática la atribución del Apocalipsis al apóstol Juan. La encontramos atestiguada en la antigüedad por Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría y Tertuliano, los cuales, sin embargo, se limitan a dar las noticias que podemos sacar del propio Apocalipsis. Ya en la antigüedad la negaron algunos, por razones muy diversas; entre ellos están Gayo y Dionisio de Alejandría.

Los puntos de contacto, evidentes y estimulantes, entre el Apocalipsis y el cuarto evangelio permiten opinar actualmente que las dos obras han nacido del mismo ambiente teológico-cultual, el círculo joaneo. Las diferencias impresionantes de vocabulario y de estilo, y especialmente la diversa formulación y organización de los símbolos, hacen pensar, todo lo más, en dos autores distintos, en el ámbito de la misma escuela.

  • La Teología:

En el marco de la teología del Apocalipsis resaltan ante todo algunos temas generales. Son comunes a todos los escritos del NT. Por lo que concierne al Apocalipsis, constituyen como otros tantos puntos de cristalización característicos y especifican ya su mensaje: Dios, Jesús, el Espíritu, la Iglesia…

1. Dios. El apelativo “Dios” (ho Théos), sin añadidos, es el título más frecuente (65 veces); evoca y actualiza la carga, incluso emotiva, que se tiene generalmente cuando en el AT se habla de Dios.
Entre los atributos que se le dan a Dios se impone particularmente a la atención el de kathémenos, “sentado en el trono”; inculca la capacidad de dominio de Dios sobre la historia.

Alrededor de Dios sentado en el trono (cf 4:2ss) hay todo un contorno misterioso, pero significativo: encontramos a los “veinticuatro ancianos”, que representan con toda probabilidad esquemas relativos a personajes del AT y del NT, los cuales, llegados ya personalmente a la meta escatológica, ayudan a la Iglesia todavía en camino. Son nuestros santos.

Junto a los ancianos, siempre alrededor del trono de Dios, están los “cuatro vivientes”: figuras simbólicas sumamente complejas, sacadas de Ezequiel, pero repensadas creativamente por el autor para expresar muy probablemente un movimiento ascendente y descendente de intercambio entre la trascendencia de Dios y la zona de los hombres. Y del trono sale continuamente un impulso por parte de Dios hacia la historia (cf. 4:5)

Pero el Apocalipsis no nos presenta un Dios visto sólo en su funcionalidad: invita atrevidamente a realizar de él una experiencia en cierto sentido dirigida a contemplarlo (cf. 4:3). Dios, sobre todo, es el “Padre de Cristo”: este epíteto se encuentra bajo la forma de “mi Padre” y está en labios de Cristo (1:6); (2:28); (3:5); (3:21); (14:1). Cristo es y se expresa como Hijo del Padre, en el sentido trascendente de la palabra. Pero Dios, Padre de Cristo, se sitúa también en relación con los cristianos: ellos son “sacerdotes para su Dios y Padre” (1:6). Cristo reconocerá su nombre “delante de su Padre” (3:5); los cristianos llevan escrito en su frente el nombre de Dios junto con el de Cristo (cf. 14:1), grabados por el mismo Cristo (cf. 3:12).

En una visión sintética: Dios es “el que es, el que era y el que viene” (1:8); (4:8); (11:17); (16:5 tiene sólo: “El que es, el que era”). Dominándolo todo con su poder, pone en movimiento todo su proyecto y lo hace desarrollar en el tiempo. Pero Dios actúa en la historia por medio de Cristo.

2. Cristo. La cristología del Apocalipsis ha sido calificada como la más rica del NT (Bossuet). Esto aparece, sobre todo, en las denominaciones.

Empezando por el nombre, se observa cierta frecuencia en el uso de “Jesús”, que aparece sin más aditamentos en siete ocasiones (1:9; 12:17; 14:12; 17:6; 19:20; 20:4; 22:16). Es una frecuencia apreciable, que nos remite o al Jesús histórico (Charles, Comblin) o, preferiblemente, al Jesús de la liturgia de la comunidad cristiana primitiva. “Cristo”, solo, aparece en cuatro ocasiones (11:15; 12:18; 20:4, 6) y se refiere expresamente a su función mesiánica con una relación especial al reino: En el título del libro y en el saludo final (1:1, 2, 5; 22:21) encontramos la combinación de los dos nombres.

Jesús es sentido y concebido en el nivel de Dios. Es el Hijo de Dios en el sentido más fuerte de la expresión (2:18). Pero se le ve especialmente en relación con los hombres y con su historia: actualiza en sí mismo las prerrogativas del “Hijo de hombre” de Daniel (cf. Dan 7:13), incluida la de juzgar al final sobre el bien y el mal que se han realizado en la tierra (cf 1:11–12; 14:14). Es el “viviente” (1:18), el resucitado, pero después de haber compartido la suerte de los hombres, la muerte; siempre en la relación con los hombres, es “el testigo fiel” (1:5; 3:14) de las promesas de Dios; es “el que dice la verdad” a su Iglesia. El desarrollo de la historia de la salvación está, como ejecución, en sus manos. Los atributos de Dios en el AT, especialmente los dinámicos, se le aplican también a él: él es “el primero y el último”, “El alfa y la omega” (1:7; 2:8; 22:13); se encuentra al comienzo y al final de la serie homogénea de la historia de la salvación.

Precisamente cuando realiza su conclusión es cuando se manifiesta en todo su alcance; su nombre es entonces “Palabra de Dios” (19:13), probablemente en el sentido de una actuación de todas las promesas de la palabra de Dios, que se realizan en él. Habiendo superado las fuerzas terrenales hostiles a Dios, Cristo es “rey de reyes” con esto se manifiesta como equivalente a Dios y le corresponde el título divino de “Señor de los señores” (17:4; 19:6).

En la segunda parte del Apocalipsis se impone a la atención el título de “cordero” (arníon). Se trata de una construcción simbólica típica del autor. Según su estilo, la primera vez que habla de él (5:6) presenta un cuadro completo: el “cordero” es el Cristo preparado por el AT en la doble línea del Éxodo y del Segundo Isaías, juntamente muerto y resucitado, con un poder mesiánico que le corresponde, con la plenitud del Espíritu que ha de enviar sobre la tierra. Las otras 28 veces que encontramos el título de “cordero” habrá que recordar expresamente todo este cuadro teológico para comprender adecuadamente el sentido del contexto.

Podríamos continuar este análisis; la cristología del Apocalipsis es realmente inagotable. Cristo está presente en cada una de las páginas del libro bajo algún aspecto nuevo. Muerto y resucitado, dotado de todas las prerrogativas de Dios, vivo en su Iglesia y para ella. Cristo la tiene sólidamente asida de su mano y la impulsa hacia adelante. La juzga con su palabra, purificándola desde dentro (cc. 1–3); la ayuda luego a discernir su hora, su relación con las fuerzas históricas hostiles. Las derrota junto a ella, convirtiéndola así por completo en su esposa. De esta manera Cristo sube al trono de Dios, prolongando en la realización histórica de la Iglesia la que había sido su victoria personal, obtenida con la muerte y la resurrección.

3. El Espíritu. La teología del Espíritu en el Apocalipsis se presenta con indicaciones sobrias, descarnadas a primera vista, pero que, agrupadas, constituyen un cuadro especialmente interesante.

El Espíritu, como suele suceder generalmente en el AT, pertenece a Dios, es una prerrogativa suya; el Espíritu de Dios está en su plenitud delante de él (los “siete Espíritus de Dios”), según una interpretación probable de 1:4 y 4:5. El Espíritu de Dios en la totalidad de sus manifestaciones concretas se convierte –como parece indicar además el complejo simbolismo— de los “vivientes” – en una energía que pare de la trascendencia divina y actúa a nivel de la historia humana; es la energía que invade al autor del Apocalipsis (cf 1:10, 17:3, 21:10), que da la vida de la resurrección (11:11).

El Espíritu, totalidad de la energía divina trascendente, que entra en contacto con la historia humana, pertenece a Cristo, que “tiene los siete Espíritus de Dios” (3:1), el Espíritu en su totalidad, y lo envía a la tierra (cf. 5:6).

Enviado a la tierra, el Espíritu se manifiesta y actúa como persona, convirtiéndose simplemente en “el Espíritu” (tô pnêuma). Pero esto se verifica en contacto con la Iglesia: el Espíritu revela (14:13), “habla” continuamente “a las Iglesias” (2:7, 2:11, 2:17, 2:29, 3:6, 3:13, 3:22), anima a la Iglesia en su amor de esposa y sostiene su esperanza escatológica (22:6).

4. La Iglesia. Dios se revela, se expresa en Cristo, testigo fiel; Cristo envía su Espíritu, que es recibido en la Iglesia; de este modo se pasa de Dios a Cristo, al Espíritu, a la Iglesia, sin solución de continuidad.

El autor del Apocalipsis hace uso del término «ekklesia» para referirse a la iglesia local, bien identificada en su circunscripción geográfica (2:1). Pero habla de “Iglesias”, también en plural (cf. 22:16), y entonces el discurso se hace más general. Incluso cuando insiste en las determinaciones locales expresa mediante el número siete una totalidad generalizada: “las siete Iglesias de Asia” (1:4, 1:11, 1:20) constituyen el conjunto permanece la Iglesia más allá de las concreciones espacio-temporales.

Son características del autor del Apocalipsis algunas imágenes que expresan o ilustran su concepto de Iglesia: La Iglesia es la totalidad litúrgica, en la que está presente Cristo (los siete candelabros de oro: 1:20, 2:1). La Iglesia terrestre tiene su propia dimensión trascendente (Ángeles de la Siete Iglesias: cf. 1:20), la Iglesia celestial y terrestre al mismo tiempo tiene que expresar, en la tensión de las persecuciones, a su Cristo (la mujer vestida de sol: cf. 12:1ss). La Iglesia es el conjunto del pueblo de Dios, con toda la carga de que este concepto tiene en el AT, tanto en el estado de peregrinación por el desierto (12:6) como en la situación final: es la Jerusalén terrestre (cf. cap. 11) y la Jerusalén nueva (21:1–22:5), fundada sobre los apóstoles del Cordero (cf. 21:14), está unida a Cristo con un vínculo indisoluble de amor; es la novia que se convierte en esposa (cf. 21:2, 21:9; 22:17).

En la unión de estas dos imágenes, ciudad y esposa, se realiza (21:2): “…como una esposa” 22:9–10; la ciudad– esposa) la síntesis de la eclesiología del Apocalipsis: la Iglesia está unida a Cristo con un amor que no debe caer de nivel (2:4), que debe ir creciendo hasta la intimidad familiar (3:20), venciendo todas las negatividades interiores: es el aspecto más personal, que interesa a cada uno de los individuos; pero la Iglesia es también ciudad: tienen un aspecto social que se desarrolla en su línea, venciendo las negatividades hostiles exteriores.

Cuando acabe este doble proceso, interno y externo, entonces y sólo entonces se alcanzará la síntesis perfecta entre las dos: La Iglesia “santa”, “amada”, esposa capaz de amar, será la ciudad en la que no podrá entrar nada contaminado. Estaremos en la fase escatológica final.

5. La escatología. La eclesiología desemboca en la escatología. La escatología es, en opinión universal, uno de los temas teológicos más característicos del Apocalipsis: la insistencia en el tiempo que pasa y que ya no tiene dilación, las amenazas, el simbolismo de la convulsiones cósmicas, el desarrollo literario hacia adelante con vistas a una conclusión final…, todo esto nos está hablando de escatología.

No es fácil recoger estos elementos dispersos en una síntesis concreta. Pero podemos determinar al menos algunos rasgos fundamentales:

El arco de la historia de la salvación abarca expresamente en el Apocalipsis, todos los tiempos: el presente, el pasado el futuro. Esto es lo que se expresa, entre otras cosas, por la frase característica: “el que es, el que era y el que viene” (cf. 1:8).

Existe en el Apocalipsis una tensión hacia una meta final; nos lo indica el análisis de la estructura literaria, que nos revela una sucesión creciente de las diversas secciones, nos lo dice igualmente el tiempo que, según la concepción del Apocalipsis, tiene un ritmo veloz de desarrollo: “el tiempo esta cerca” (1:3). “El gran día” (16:14) nos presenta el punto de llegada de todo.

El mal, visto bajo las formas concretas que podrá asumir en el arco de la historia –la raíz demoniaca; el Estado que se hace adorar, simbolizado por el primer monstruo, la propaganda que le da vida, simbolizada por el segundo, los “reyes de la tierra”, que corresponden a los centros de poder, y, finalmente, “Babilonia”, la ciudad secular por excelencia, expresión de un sistema terrenal cerrado a la trascendencia de Dios, que dará superado de forma irreversible. Vendrá luego, la renovación general, con la convivencia, al nivel vertiginoso de un amor paritario, entre Dios, Cristo-Cordero y el Espíritu, por una parte, y por otra, los hombres unidos entre sí. Así será la Jerusalén nueva (cf. 21:1–22:5).

Respecto a esta fase cronológica final existe una anticipación de la salvación reservada a una parte del pueblo de Dios, pero funcional respecto al conjunto, que es expresada por los 144.000 salvados con el “Cordero” en el monte Sión (14:1–5), por los “dos testigos” (11:1–13) y por los que participan del reinado milenario de Cristo (20:1–6).

6. Teología de la historia. La escatología del Apocalipsis, con esta riqueza y complejidad de elementos, no permite una huida hacia adelante respecto a la realidad en que vive la Iglesia. La Escatología está anclada en la historia. En efecto, el Apocalipsis tiene como su materia específica “lo que va a ocurrir”, la historia, entendida precisamente en su contenido concreto. ¿Qué historia? La historia contemporánea del autor, dicen con diversos matices Giet (guerra de los judíos), Touilleux (Culto a Cibeles, culto al emperador), Felulillet (conflicto con el judaísmo, con el paganismo, triunfo posterior) etc… El Apocalipsis expresa una interpretación religiosa de esa historia: la comunidad que escucha estará en disposición de comprenderla y aprenderla.

La historia futura, la historia universal de la Iglesia, nos dicen Joaquín de Fiore y Nicolás de Lira. El Apocalipsis es una profecía en el sentido habitual de la palabra: revela las grandes constantes históricas concretas, nos instruye sobre lo que ha de ser el desarrollo evolutivo de los grandes períodos. La comunidad eclesial de cada época podrá por tanto, escuchando, prever el desarrollo de hecho de la historia y sacar de este modo sus conclusiones.

Son innegables en el Apocalipsis alunas evocaciones y referencias concretas a hechos contemporáneos del autor, tanto en la primer como en la segunda parte. Pero no parece que el autor se detenga en ellos. El simbolismo arranca estos hechos de su concreción histórica aislada y les da al mismo tiempo una lectura teológica paradigmática. De aquí surgen ciertas “formas” de inteligibilidad teológica. Estas “formas” tienen como trasfondo genérico el eje del desarrollo lineal de la historia de la salvación, y en este sentido se refieren al futuro de todos los tiempos; pero, tomadas singularmente, pueden desplazarse hacia adelante y hacia atrás respecto al desarrollo cronológico; tomadas en su conjunto, constituyen como un gran paradigma de inteligibilidad teológica capaz de aplicarse de la realidad histórica concreta.

Por consiguiente, la historia concreta no es el contenido propio del Apocalipsis; por el contrario, se contienen en él ciertas formas de inteligibilidad, casi a priori respecto al hecho histórico; más tarde tendrán que llenarse con el contenido histórico concreto, iluminándolo, para volver a desvanecerse en seguida.

7. El tema teológico de fondo: La Iglesia purificada, vislumbra su hora. La comunidad eclesial, situada en el desarrollo eclesial, situada en entre el “ya” y el “todavía no”, se pone en primer lugar en un estado de purificación interior, sometiéndose al “juicio” de la palabra de Cristo. Se renueva, se tonifica interiormente, se va adaptando a la percepción (“El que tenga oídos…” 1:7) de la voz del Espíritu.

En esta situación interior se siente invitada a subir al cielo (cf. 4:1) y a considerar desde allí los hechos que la afectan desde fuera.

Aplicando a los hechos los esquemas de inteligibilidad correspondientes, la Iglesia estará en disposición de comprender mediante un tipo de reflexión sapiencial, su propia hora en relación con las realidades históricas simultáneas.

Esta reflexión sapiencial y actualizante es el mismo paso en la hermenéutica del Apocalipsis (sigue al desciframiento del símbolo) y se realiza en el contexto litúrgico de la asamblea que escucha y discierne (cf. 1:3; 13:18). Es éste el punto focal, la clave de la bóveda del edificio teológico del Apocalipsis.

El autor lo pone de relieve con el carácter marcadamente litúrgico que imprime a todo el libro: los elementos litúrgicos más externos (“día del Señor” 1:10) son llevados por el autor a una profundidad de experiencia litúrgica sin precedentes: la liturgia se desarrolla en la tierra, pero tiene una influencia decisiva en el cielo, constituye la expresión de la comunidad eclesial, consciente de la presencia de Cristo y del Espíritu (cf el “diálogo litúrgico de 22:6–21).

En esta situación litúrgica, la Iglesia se purifica y discierne su hora. Esto significa la posibilidad y la capacidad de una lectura religiosa, en profundidad, de la historia simultánea. La historia simultanea, a su vez, se encuadra dentro del gran contexto de la escatología.

Más en general, en esta acción de purificación, primero, de discernimiento, después la comunidad eclesial descubre su identidad con todas las implicaciones y toma conciencia de ella; comprende que está animada por el Espíritu; descubre entonces al Cristo del misterio pascual y vence con ella; reconoce, a través de Cristo y de su obra, la inmensidad inefable del Dios “santísimo”, “que lo domina todo”, pero que es al mismo tiempo Padre de Cristo y Padre nuestro.

8. El Apocalipsis en la vida de la Iglesia. Los diversos métodos de lectura. Aunque al principio surgieron algunas dificultades por parte de la Iglesia oriental para acoger el Apocalipsis dentro del canon de los libros inspirados, su presencia en el ámbito de la vida de la Iglesia ha sido siempre especialmente estimulante. Pero no siempre del mismo modo. Algunos estudios detallados sobre el desarrollo de la presencia del Apocalipsis en la vida de la Iglesia (Maier) han puesto de relieve dos aspectos que están en tensión entre sí: por un lado, la influencia profunda que ejerció siempre el libro del Apocalipsis; por otro, los diversos métodos de lectura a los que se le ha sometido.

No nos ha llegado verdaderos y auténticos comentarios del Apocalipsis de los tres primeros siglos cristianos. Las muchas citas que encontramos de él en Justino, Ireneo, Hipólito, Tertuliano, Clemente de Alejandría y Orígenes permiten, sin embargo señalar dos aspectos: les interesa de manera especial la perícopa 20:1–10, donde se habla de un reino de Cristo que durará mil años (ver articulo sobre: El milenio). Este reino es interpretado literalmente; tenemos entonces el llamado “quiliasmo” (de chíloi, “mil”) o milenarismo: se le atribuye al Apocalipsis la previsión de un reinado de Cristo sobre la tierra antes de la conclusión escatológica de la historia. Cada autor lo entiende de manera distinta como plazo y como duración. Esta perspectiva literal suponía una interpretación realista y de alcance inmediato, con una referencia prevalente al Imperio romano, de los símbolos más característicos, como la bestia del capítulo 13.

Esta perspectiva –es el segundo aspecto que hay que señalar— tiende a ser superada, en el ámbito de la escuela alejandrina, así como la interpretación literal del milenio. Orígenes ya no es milenarista.

Los primeros comentaros completos del Apocalipsis son los de Victorino y Ticonio, redactados en latín. Victorino es todavía milenarista, pero sienta expresamente un principio que llevará a la superación del milenarismo: la recapitulación. El Apocalipsis no se refiere a una serie continuada de acontecimientos futuros, sino que apela a los acontecimientos mismos bajo diversas formas. Ticonio formulará de manera más precisa —en siete reglas, comentadas por Agustín— la teoría exegética de la recapitulación, y con él puede decirse que se ha superado ya el milenarismo: el reinado de Cristo del capítulo 20 es la victoria de Cristo desde la encarnación en adelante.

Jerónimo y Agustín, aunque no comentan expresamente el Apocalipsis, demuestran que aprecian adecuadamente su importancia. Su exégesis parece moverse en la línea de la recapitulación. Una vez rechazado radicalmente el milenarismo —definido como una “fábula”—, se afirma en ambos la tendencia a una interpretación amplia y polivalente. “Tiene tantos significados secretos como palabras”, escribe Jerónimo a Paulino (Carta LIII, 8). La influencia de Jerónimo y de Agustín deja sentir sus efectos. Tenemos una serie de comentarios que siguen siempre sustancialmente la teoría de la recapitulación, profundizando atinadamente en el conjunto del libro y en sus detalles. Encontramos así el primer comentario griego que nos ha llegado: el de Andrés de Cesarea, que destaca el sentido espiritual, entendido como aplicación inmediata del texto a la experiencia de la vida de la Iglesia. En el mundo latino encontramos los comentarios de Primasio, Beda el Venerable, Beato de Liébana, Ricardo de san Víctor y Alberto Magno.

Este período tranquilo e intenso recibió una brusca sacudida en la segunda mitad del s. XII con Joaquín de Fiore. Encuadrando el Apocalipsis en los tres períodos de la historia del mundo (AT de 42 generaciones; el reino milenario a partir del 1200: Cristo vuelve a aparecer en la tierra, vence al anticristo y conduce a los fieles a la vida contemplativa), lo refiere a la historia de los dos últimos períodos, distribuyéndolo en ocho visiones de acontecimientos sucesivos, desde la persecución de los apóstoles hasta el juicio universal y la visión de Dios. En esta estrecha concatenación con una interpretación histórica de los símbolos no queda ya lugar para la recapitulación: Joaquín, con un gran artificio, intenta buscar ese lugar: las cinco primeras visiones- la historia hasta los tiempos de Joaquín, además de expresar su objeto principal, resumen cada una de ellas las fases anteriores.

En la misma línea, de una forma más en consonancia con los acontecimientos, se mueve Nicolás de Lira (primera mitad del s. XIV): se ve y se interpreta el Apocalipsis como una profecía continuada y sin repeticiones de la historia de la Iglesia, desde Juan hasta el fin del mundo. Esta tendencia, seductora e insidiosa, a descubrir en el Apocalipsis acontecimientos históricos precisos, llevó a una proliferación de interpretaciones fantásticas, subjetivas y parciales.

Se estaba gestando, sin embargo una reacción, que confluyó en los grandes comentarios de Ribeira (1591), Pereyra 1606) y su escuela: el Apocalipsis se refiere a los acontecimientos del comienzo de la Iglesia y a los del final de la historia, no a los intermedios. Otra línea, igualmente en reacción contras las fantasmagorías precedentes, pero paralela a la anterior, considera que el Apocalipsis se refiere al conflicto sostenido por la Iglesia naciente, primero contra los judíos y luego contra los paganos. El representante más notable es el comentario de Alcázar (1614, 1519), que ejerció un influjo decisivo desde Grocio (1644) hasta Bossuet (1689). Hasta mediados del siglo XIX no hay novedades interesantes.

Los comentarios, que siguen apareciendo en buen número, se mueven sustancialmente en la línea de Ribeira o en la de Alcázar-Bossuet. No faltan algunos resabios milenaristas: el representante más original, Bengel (Ordo temporum, 1741, Cyclus sive de anno magno consideratio 1754), con su historia de los dos milenios: el de Satanás atado: 1836–2836; el de Cristo: 2836–3836; y luego el juicio, lleva la convicción milenarista hasta sus últimas consecuencias. Es interesante la tendencia, presente toda una serie de autores (Abauzit, Harduin, Wettstein, J.G. Herder), a referir todo el Apocalipsis a la descripción figurada de la suerte de Jerusalén y de los judíos.

Se lleva a cabo un giro auténtico en la segunda mitad del s. XIX, determinado por el desarrollo de la crítica histórica y literaria. Apoyándose en la una y en la otra, se presenta una actitud nueva: se estudia y se pondera el texto, con una mentalidad típicamente racionalista, en su contenido y en su forma. Uno de los representantes más ilustres, siempre en lo referente al Apocalipsis, es E. Renan (publica en 1873 su libro Antéchrist), seguido por Holtzmann (1891) y otros: el contenido del Apocalipsis se refiere constantemente a fenómenos naturales o a hechos históricos de la época, que habrían sido recogidos por Juan para sensibilizar respecto a la venida de Cristo, que se consideraba inminente.

Al lado de esta actitud crítica de carácter histórico se desarrolla, quizá en dependencia de la misma, otra actitud paralela de tipo literario. La multiplicidad de los hechos históricos a los que alude, la heterogeneidad de estilo y las numerosas anomalías gramaticales llevan a formular varias hipótesis sobre la composición del libro: la hipótesis redaccional (Völter, Erbes, J. Weis, Loisy) piensa que al núcleo primitivo se fue añadiendo un material sucesivo, mediante un trabajo complejo de reelaboración; por el contrario, la hipótesis de las fuentes considera que el Apocalipsis es el resultado de un conjunto de escritos independientes (Spitta, Briggs, Schmidt), que es posible identificar todavía; la hipótesis de los fragmentos piensa que el Apocalipsis es obra de un solo autor, pero que habría incorporado a su escrito toda una multitud de fragmentos más antiguos (Weizsächer, Sabatier, Bruston).

El desplazamiento de perspectiva característico de este método histórico-crítico no dejó de difundirse y fue madurando poco a poco. La expansión se produjo cuando se pasó de las referencias históricas judeo-cristianas a una atención a las aportaciones del ambiente cultural de la época en el Asia Menor (otras religiones, corrientes, prácticas o creencias astrológicas). Hubo además un desarrollo en profundidad: el desmembramiento del Apocalipsis de la primera crítica literaria apareció en contraste con la personalidad literaria del autor; las referencias a la historia contemporánea fueron valoradas con vistas a una comprensión más adecuada del mensaje. De esta forma fueron apareciendo algunos comentarios del Apocalipsis que siguen aún siendo clásicos: Swete, Bousset, Charles, Allo, Lohmeyer.

El desarrollo en extensión y en profundidad del método histórico-crítico, una vez superadas las asperezas ingenuas del racionalismo primitivo, sigue aún vigente. Es el método que prevalece en la exégesis actual. Cada vez se atiene más- es el desarrollo en extensión- a todos los elementos que pueden haber influido en el autor del Apocalipsis dentro de su ambiente cultural (elementos judíos, elementos del cristianismo primitivo, con especial referencia a la liturgia; aspectos sociológicos y políticos; comparación con otros escritos apocalípticos). Igualmente —es el desarrollo visto más desde dentro— se valoran cada vez más los aspectos literarios, desde la estructura hasta el estilo y el lenguaje simbólico. Todo esto ha llevado en el período de los últimos años a una profundización notable del aspecto teológico-bíblico, como demuestran las monografías relativas a los temas más interesantes del libro (Dios, Cristo, el Espíritu, la Iglesia, el sacerdocio…).

Escritos apocalípticos

Aquí se incluyen varios libros que suelen agruparse bajo el epígrafe de escritos apocalípticos, aunque algunos de ellos no sean, estrictamente hablando, apocalípticos en su forma.

  • Primer (o etíope) Enoc:

Han llegado hasta nosotros tres libros apocalípticos que llevan el nombre de Enoc, conocidos como Enoc etíope (1 Enoc), Enoc eslavo (2 Enoc) y Enoc hebreo (3 Enoc). Puesto que el último de éstos está más allá del período de nuestro interés, no recibirá ninguna atención.

El Primer Enoc es evidentemente una obra compuesta, que consta de al menos cinco partes diferentes. La tercera parte (caps. 72-82) es un tratado astronómico que no contiene escatología y puede ignorarse aquí. Dado que en las cuevas de Qumrân se han encontrado fragmentos arameos de diez manuscritos diferentes, que representan cuatro partes del libro, es bastante seguro que el libro en sus diversas partes fue escrito originalmente en arameo y luego traducido al griego en una fecha temprana. Se han encontrado fragmentos considerables de la versión griega, que han sido reeditados recientemente por Matthew Black (Apocalypsis Henochi Graece [1970]). La versión griega se tradujo al etíope. En 1773, un viajero, James Bruce, trajo a Gran Bretaña tres manuscritos en etíope desde Abisinia. Ahora poseemos veintinueve manuscritos, todos ellos más o menos corruptos. No disponemos de materiales para trazar la historia de las cinco partes de Enoc como libros individuales o como colección.

Existen pocos criterios objetivos para datar la producción de estos libros y su colección. La mayoría de los eruditos creen que se escribieron entre el 165 y el 64 a.C., pero las conclusiones varían considerablemente.

El motivo central de Enoc es fácil de entender. Según Gn. 5:24, Enoc fue arrebatado de la tierra para estar con Dios. Los libros de Enoc relatan muchos de los secretos celestiales que Enoc supuestamente vio en sus viajes por los cielos. No sólo aprendió secretos sobre el fin de la era y la llegada del reino de Dios, sino también secretos sobre muchos de los misterios de la vida y del mundo.

El primer libro (caps. 1-36) se abre con una breve introducción (caps. 1-5) que contiene un breve pasaje citado en Judas 14s: «¡Y he aquí! Él viene con diez mil de Sus santos para ejecutar juicio sobre todos y destruir a todos los impíos, y para convencer a toda carne de todas las obras de su impiedad que han cometido, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra Él» (1:9). En esta parte de Enoc no hay ningún personaje mesiánico; es Dios quien viene.

La mayor parte del primer libro trata del problema del mal. El origen del mal se remonta a los ángeles caídos que codiciaron a las hijas de los hombres. Los ángeles caídos instruyeron a los hombres en muchas artes y oficios de la civilización. Además, todo pecado se atribuye a estos ángeles caídos (10:8). Se les permite plagar a la humanidad a lo largo de la historia humana, pero Enoc prevé su perdición final. Este libro describe la llegada del reino de Dios, pero en términos muy crudos: «Entonces escaparán todos los justos, y vivirán hasta engendrar millares de hijos. Y completarán en paz todos los días de su juventud y de su vejez» (10:17). No hay mesías de ningún tipo.

En sus viajes, Enoc visita el Seol. La descripción del Seol muestra un desarrollo considerable más allá de la concepción veterotestamentaria de un lugar donde todos los muertos tienen una existencia sombría. En la descripción de Enoch hay varios compartimentos en los que se separa a los hombres según el bien y el mal de sus vidas. Los justos son reunidos en un lugar que tiene una fuente brillante de agua (cap. 22). Aunque no se dice explícitamente, Enoc probablemente esperaba una resurrección antes del día del juicio.

El segundo libro, llamado las Parábolas o Similitudes (caps. 37-71), es de gran interés para los estudiosos del NT. Difiere significativamente del primer libro en que no hace referencia a los ángeles caídos. En cambio, se dice que los malvados están sometidos a Satanás (54:6) que, a diferencia de los ángeles caídos, tiene acceso al cielo (40:7s) para acusar a los hombres. Las Similitudes revisten especial interés por su peculiar doctrina sobre el Hijo del Hombre y el reino de Dios. En Dnl. 7 «uno como un hijo de hombre» se acerca al trono de Dios para recibir el reino de Dios. Los eruditos no se ponen de acuerdo sobre si este pasaje se refiere a un individuo concreto o simplemente a un símbolo que representa a los santos de Dios (cf. las cuatro bestias). En cualquier caso, en Enoc el Hijo del Hombre se ha convertido en un individuo que también es llamado el Elegido. Es un ser sobrehumano, celestial, preexistente, a quien Dios ha dado todo dominio, que viene a resucitar a los muertos y a sentarse en juicio sobre todos los hombres. Dos veces en Enoc se llama a este Hijo del Hombre el «mesías» (48:10; 52:4), pero como muestran los Salmos de Salomón, se pensaba que el mesías era un rey terrenal, humano, davídico, no un ser sobrenatural celestial. Por lo tanto, es bueno distinguir entre el mesías davídico terrenal y el Hijo del Hombre preexistente celestial.

En Enoc los justos serán resucitados a un Reino glorioso. Serán «vestidos con vestiduras de gloria» (62:16). Tanto la tierra como el cielo se transformarán (45:4) como morada final de los justos. Esto refleja la teología del nuevo cielo y una nueva tierra de Isaías 65:17; 66:22.

Algunos eruditos han sostenido que la figura del Hijo del Hombre celestial en las semejanzas puede utilizarse para explicar el uso del término por parte de nuestro Señor. Otros han argumentado que los pasajes del Hijo del Hombre en Enoc son el resultado de una redacción cristiana de un libro judío. La situación se complica aún más por el hecho de que se han encontrado fragmentos de los otros cuatro libros de Enoc en Qumrân; y algunos estudiosos han utilizado este hecho para argumentar que las Similitudes son una obra cristiana. Sin embargo, no hay ningún elemento cristiano distintivo en el libro. El tema del Hijo del Hombre puede explicarse como un midrash sobre el Hijo del Hombre en Dnl. 7. Este libro es de gran valor para el estudio del Evangelio porque muestra cómo algunos círculos del judaísmo interpretaron Dnl. 7.

El cuarto libro (caps. 83-90) es el relato de dos visiones vistas por Enoc en sus sueños. La segunda visión utiliza un elaborado simbolismo animal para trazar la historia del mundo hasta el establecimiento del Reino mesiánico. Podemos seguir esta historia hasta la época macabea. En el período final, los gentiles atacarán a Israel, pero no prevalecerán porque surgirá un libertador, representado como un poderoso cuerno que brota de una de las ovejas (90:9ss). El juicio tendrá lugar, los malvados serán destruidos y los gentiles supervivientes se convertirán para servir a Israel (90:30). Una nueva Jerusalén sustituirá a la antigua, los justos muertos se levantarán y el mesías los guiará (90:37). No se le llama «mesías», pero la idea está presente.

El quinto libro (caps. 92-105) contiene un apocalipsis de las semanas, en el que la historia humana se divide en un periodo de diez semanas. La séptima semana está marcada por la apostasía; la octava semana es un tiempo de justicia; la novena semana verá la destrucción de las obras de los impíos; y la décima semana será testigo del juicio final de los ángeles. Este apocalipsis destaca por el hecho de que el reino de Dios está en un cielo nuevo (91:16); no se menciona una tierra nueva.

  • Libro de los Jubileos:

En su forma, Jubileos es un apocalipsis, pues supuestamente recoge la revelación que Dios hizo a Moisés en el monte Sinaí. «El ángel de la Presencia» dicta la historia del mundo comenzando en la creación y terminando con Moisés en el monte Sinaí. El libro se llama Jubileos por su forma de calcular el tiempo. La historia se divide en una serie de cuarenta y nueve jubileos de cuarenta y nueve años cada uno. También se le ha llamado el «Pequeño Génesis», no por su tamaño, sino porque cuenta la historia del Génesis con mucho más detalle.

Los eruditos están de acuerdo en que fue escrito en el siglo II a.C. Se han encontrado fragmentos del libro en hebreo en tres de las cuevas de Qumrân, que representan diez MSS diferentes. El texto hebreo en su totalidad se ha perdido, al igual que la mayor parte de la traducción griega. Poseemos cuatro traducciones etíopes del griego y un fragmento considerable en latín.

El libro, aunque técnicamente es un apocalipsis, contiene muy poca escatología. Su principal objetivo es demostrar que las prácticas cultuales y religiosas aceptadas por el autor se remontan en realidad a Moisés. Esto refleja la tradición judía de que tanto la Ley escrita como la interpretación oral de la Ley se remontan a Moisés. El autor reescribe toda la historia del Génesis para demostrar que los patriarcas observaban las costumbres de la época del autor. Se trata ante todo de un libro que glorifica la Ley e Israel, e insta a separarse de las prácticas gentiles. Así, por ejemplo, los ángeles fueron creados circuncidados (15:27).

La escasa escatología que contiene el libro es significativa. Se iniciará una época de decadencia y apostasía, a la que seguirá un renovado estudio de la ley y la obediencia a los mandamientos. Esto dará lugar a la llegada del Reino, que se describe en términos muy terrenales: los hombres vivirán 1000 años (23:27). No hay ningún indicio de resurrección, sino que «sus huesos reposarán en la tierra y sus espíritus tendrán mucha alegría» (23:31), una enseñanza muy poco habitual en el judaísmo.

  • Testamentos de los Doce Patriarcas:

Este libro (abbr. XII P.) pertenece más a la PSEUDEPIGRAPHA que a la literatura apocalíptica, pues consta de doce pseudoprofecías supuestamente pronunciadas por cada uno de los patriarcas antes de su muerte. Por lo general, cada una de las doce partes consiste en un resumen de la vida del patriarca en cuestión, haciendo hincapié en sus méritos o debilidades particulares; una aplicación moral instando a sus hijos a seguir su ejemplo en las cosas buenas y advirtiéndoles que eviten sus pecados; y una predicción del futuro de la tribu. El libro contiene un fuerte elemento escatológico, y por esta razón suele incluirse en el debate sobre la literatura apocalíptica.

El texto de XII P. es un problema sin resolver. Existe en traducción griega y en traducciones armenias y eslavas del griego. En las cuevas de Qumrân se han encontrado numerosos fragmentos en arameo de Leví y Neftalí, pero parecen más fragmentos de fuentes utilizadas por los autores que fragmentos del original semítico. El problema del texto se complica aún más por el hecho de que hay algunos pasajes evidentemente cristianos en los Testamentos, por ejemplo, «En ti se cumplirá la profecía del cielo, acerca del Cordero de Dios y Salvador del mundo» (T. Benj. 3:8, APOT.) La versión armenia carece de las glosas cristianas que aparecen en la griega. Estos hechos han llevado a diversas conclusiones. La conclusión más obvia es que XII P. es un libro judío que ha sido interpolado por una mano cristiana. Aunque algunos eruditos han argumentado que XII P. in toto es una producción cristiana, los pasajes cristianos son tan obvios e interrumpen el contexto de forma tan abrupta que esto parece poco probable. Un erudito ha dicho: «Dada tal historia del texto es aparentemente inútil intentar desentrañar la tortilla actual» (M. Smith, IDB, IV, 578).

La fecha del libro es difícil de determinar. Se lo ha fechado entre los siglos III y II a.C., pero prevalece la opinión de que se trata de una obra de la Antigüedad. A.C., pero la fecha predominante elegida por quienes lo aceptan como obra judía es el período macabeo, probablemente en el reinado de Juan Hircano, entre 140 y 110 a.C.

El libro tiene un fuerte énfasis moral y ético. Dan advierte contra la ira y resume la ley en estas palabras: «Ama al Señor durante toda tu vida, y a los demás de corazón sincero» (T. Dan. 5:3). Gad odia a José y advierte contra el odio. José se detiene largamente en su negativa a ceder ante la mujer de Potifar y exhorta al amor mutuo que cubre las faltas del otro.

A lo largo del libro, se hace hincapié en la ley moral más que en la ceremonial. El pecado es el resultado del impulso maligno del hombre, personificado en Beliar, el príncipe del mal, y sus siete falsos espíritus: lujuria, avaricia, hostilidad, hipocresía, arrogancia, falsedad e injusticia (T. Reub. 3:3-6). Los siete falsos espíritus son, por tanto, tendencias malignas más que demonios. El arrepentimiento recibe una atención considerable. «Porque el arrepentimiento verdadero y divino ahuyenta las tinieblas, ilumina los ojos, da conocimiento al alma y conduce la mente a la salvación» (T. Gad. 5:7). Hay un pasaje en José (1:5s) que es sorprendentemente similar a Mt. 25:35s.

Beliar desempeña un papel importante en el libro y se menciona con frecuencia. Es el señor de las tinieblas (T. Jos. 20:2); puede gobernar a los hombres (T. Dan. 4:7). En los últimos días los hombres servirán a Beliar (T. Is. 6:1). Se levantará uno (Mesías) que hará la guerra a Beliar y librará a los hombres de su cautiverio (T. Dan. 5:10s). Atará a Beliar (T. Lev. 18:12) y lo arrojará al fuego (T. Jud. 25:3). Beliar se opone a Dios; es la encarnación del mal como Dios es de la bondad. H. H. Rowley opina que Beliar se corresponde con el Anticristo (Relevance of Apocalyptic [1963], p. 72); y aunque no es una figura humana, es la personificación de la oposición a la voluntad de Dios, por lo que cumple el papel del Anticristo.

Hay varias similitudes sorprendentes con la literatura del Qumrân, especialmente en la oposición de la luz a la oscuridad (T. Lev. 19:1; T. Jos. 20:2). El oficio del sacerdocio se exalta por encima del oficio del rey. Se insta a los descendientes de Leví a venerar a Leví y a Judá: el sacerdocio y el reino; pero Dios «puso el reino por debajo del sacerdocio» (T. Jud. 21:3). Antes de que se publicaran los materiales de Qumrân, G. R. Beasley-Murray defendió la tesis de que había dos mesías en los Testamentos (aunque no se les llama «mesías»), con el mesías real subordinado al mesías sacerdotal (STC, 48 [1947], 1-13); y ésta es aparentemente la teología mesiánica de Qumrân. «El Señor suscitará de Leví como un Sumo Sacerdote, y de Judá como un Rey» (T. Sim. 7:2; véase también T. Iss. 6:7). Judá dice: «A mí me dio el Señor el reino, y a él (Leví) el sacerdocio. Puso el reino debajo del sacerdocio. A mí me dio las cosas sobre la tierra, a él las cosas en los cielos. Como el cielo es más alto que la tierra, así el sacerdocio de Dios es más alto que el reino terrenal, a menos que por el pecado se aparte del Señor y sea dominado por el rey terrenal» (T. Jud. 21:2s; cf. APOT).

Está claro que se espera un rey mesiánico que «hará la guerra contra Beliar y ejecutará una venganza eterna contra nuestros enemigos» (T. Dan. 5:10). Israel será devuelto a su tierra (T. Is. 6:4). Habrá una resurrección de los patriarcas (T. Jud. 25:1), de los mártires (v 4) y de todos los santos (T. Lev. 18:14). Habrá un juicio de los hombres, de los ángeles y de Beliar (T. Lev. 3:2s); los impíos serán arrojados al fuego eterno (T. Zeb. 10:3). Dios visitará a Su pueblo (T. Ash. 2:3), y «los santos descansarán en el Edén, y en la Nueva Jerusalén se regocijarán los justos… y ya no sufrirá desolación Jerusalén, ni Israel será llevado cautivo, porque el Señor estará en medio de ella, y el Santo de Israel reinará sobre ella» (T. Dan. 5:12s). Los santos entrarán en la vida eterna (T. As. 6:6).

  • Salmos de Salomón:

Estos Salmos no son propiamente apocalípticos, pero dado que contienen uno de los pasajes escatológicos más importantes de la literatura judía, suelen analizarse en relación con este género. Por qué se atribuyen los Salmos a Salomón es cuestión de conjeturas.

Los Salmos reflejan una situación histórica concreta. Judea estaba sumida en la guerra (1:2), invadida por un extranjero (17:8) venido de los confines de la tierra (8:16). Las autoridades le abren las puertas de Jerusalén (8:18s), pero encuentra una dura resistencia dentro de las murallas (8:21). Derribó las murallas con un ariete (2:1) y pisoteó Jerusalén (2:20), profanando el santuario (2:2). Multitudes fueron asesinadas (8:23) y muchas llevadas cautivas a occidente (8:24; 17:13s). Sin embargo, el destructor pronto encontró su perdición en las montañas de Egipto, a orillas del mar. Su cuerpo fue arrojado a las olas sin que nadie lo enterrara (2:30s).

La situación descrita aquí corresponde a la situación histórica del año 63 a.C., cuando el general romano Pompeyo llegó a Jerusalén. Aristóbulo II e Hircano II se disputaban el liderazgo de los judíos. Cuando Pompeyo llegó, le enviaron embajadores con regalos. Hircano abrió la ciudad a Pompeyo, pero Aristóbulo se fortificó en el monte Sión; y Pompeyo tuvo que asediar y derribar con arietes los muros que protegían la zona del templo. Entró en el lugar santísimo para ver lo que había allí, profanándolo. Llevó cautivos a Roma a Aristóbulo y a sus hijos. Unos años más tarde (48 a.C.) Pompeyo se enzarzó en una guerra civil con César. Derrotado en Farsalia, huyó a Egipto, donde fue asesinado y decapitado. Su cuerpo permaneció insepulto durante algún tiempo y finalmente fue quemado sobre una pila de palos. Las alusiones a estos hechos indican que el libro fue escrito poco después del 48 a.C.

El tono de los Salmos es claramente farisaico. Israel se divide en los justos pobres que temen al Señor, y los pecadores o transgresores que son la aristocracia sacerdotal o saducea. Los piadosos, o jasidim, son humildes y pobres (16:12-15), almas tranquilas que buscan la paz (12:6), soportando pacientemente el castigo de la angustia presente (14:1; 16:11). Esperan la recompensa después de la muerte (13,9-11; 14,3; 15,13; 16,1-3) y la llegada del reino mesiánico.

El autor reza por la venida del rey, el Hijo de David, llamado «el ungido del Señor» (17:36; 18:8), es decir, «el Cristo del Señor». Él destruirá a sus enemigos con la palabra de su boca (17:37s), purificará Jerusalén, reunirá a los justos de Israel bajo su gobierno. Así, «el Señor mismo es nuestro Rey por los siglos de los siglos» (17:46, APOT).

He aquí un concepto mesiánico muy diferente del que se encuentra en las Similitudes de Enoch. Estas últimas, siguiendo a Dnl. 7, espera la venida de una figura preexistente, supramundana y celestial, a cuya llegada se transformará la tierra misma. Los Salmos esperan la venida de un mesías real davídico, surgido de entre los hombres, humano pero con poder divino para destruir a los enemigos de Israel, purificar Jerusalén y reunir al pueblo de Dios en un reino terrenal. Estos dos conceptos deben mantenerse diferenciados en el estudio del NT.

  • Asunción de Moisés:

Este libro existe en un único MS latino del siglo VI descubierto en 1861 en Milán. Es evidente que el latín está traducido del griego, y el griego del hebreo o del arameo. Se trata de una profecía de Moisés a Josué en el umbral de la entrada en la Tierra Prometida. Moisés pronostica el futuro de Israel hasta la llegada del Reino. Se trata en gran medida de una profecía didáctica y no utiliza el elaborado simbolismo animal de Daniel o las visiones oníricas de Enoc. Se pueden identificar acontecimientos que pertenecen al periodo macabeo. El rey insolente (6:2) es probablemente Herodes el Grande, y el Rey de Occidente (6:8) Varo, gobernador de Siria, que sofocó una rebelión en el año 4 a.C. A esto le sigue un tiempo de problemas y luego llega el reino de Dios. Por tanto, es fácil datar el libro; debió de escribirse poco después de la muerte de Herodes el Grande, en el año 4 a.C.

Es bastante seguro que el cap. 8 está fuera de lugar y pertenece entre los cap. 5 y 6. Algunos eruditos piensan que el cap. 9 también está fuera de lugar. Algunos eruditos piensan que el cap. 9 también está fuera de lugar. Contiene una referencia a un misterioso personaje, Taxo (9:1), que tuvo siete hijos. Algunos creen que se trata de una referencia al Eleazar de la época macabea (2 Mac 6:18-31); otros piensan que es un contemporáneo desconocido del autor. S. Mowinckel (El que viene [1956], p. 301) sugiere que la palabra «Taxo» procede del GK. táxōn, «el ordenador», el que expone la ley y establece el orden correcto. Mowinckel piensa que Taxo es idéntico al Maestro de Justicia de la comunidad de Qumrân.

Los eruditos discrepan en cuanto a la naturaleza del Reino en el libro. Una cosa está clara: no hay ninguna figura mesiánica para «el Dios Altísimo, el Dios Eterno y Único se levantará y se manifestará para castigar a las naciones» (10:7). «Entonces serás feliz, oh Israel, y montarás sobre el cuello y las alas del águila… Y Dios te exaltará y te llevará al cielo de las estrellas, lugar de su morada. Y mirarás desde lo alto y verás a tus adversarios en la tierra, y los conocerás y te alegrarás, y darás gracias, y reconocerás a tu Creador» (10:7-10s). Es posible que en lugar de «tierra» (GK. gḗ) debamos leer «Gehenna», pues gḗ puede representar por sí solo al heb. gê-hinnōm. Algunos estudiosos piensan que se trata de una escatología terrenal nacionalista, otros de una escatología totalmente supramundana.

  • Segundo (o eslavo) Enoc:

Se ha conservado un segundo libro con el nombre de Enoc sólo en versión eslava. No está nada claro que este libro pertenezca a la época del NT, pues algunos estudiosos han encontrado razones de peso para fecharlo mucho más tarde (véase K. Lake, HTR 16 [1923]). Rowley dice que «es improbable que la fecha del siglo I se mantenga» (Relevance of Apocalyptic [1963], p. 110). El libro describe las cosas vistas en los siete cielos cuando Enoc ascendió de la tierra a la morada de Dios. En el primer cielo ve a los ángeles que guardan el hielo, la nieve y el rocío; en el segundo ve a los ángeles caídos en tormento esperando su condena final. En el tercer cielo ve el paraíso de los justos y el lugar de tormento de los malvados. En el cuarto cielo están el sol, la luna, las estrellas y los ángeles que los acompañan. En el quinto ve a los vigilantes que se rebelaron contra Dios, y a su jefe, Satanás. En el sexto ve a los ángeles que supervisan las fuerzas de la naturaleza. En el séptimo cielo llega al trono de Dios mismo, con los arcángeles y la gloria celestial.

El libro contiene varios puntos de interés. A Enoc se le habla de las almas que han sido creadas desde la eternidad (23:5). Se le habla del curso de la creación, que durará siete mil años: mil años por cada día (33:1s). El séptimo milenio será un período de descanso, correspondiente al sábado. Este es el único lugar de la literatura judía donde encontramos la idea de un milenio, un reino interino de mil años. Al final de los mil años el tiempo llegará a su fin. No habrá «cómputo ni fin; ni meses, ni semanas, ni días, ni horas» (32:2). Se trata de una idea muy poco judía, ya que nuestra otra literatura considera que la «eternidad» es el tiempo sin fin en la era venidera. No hay referencia a un mesías ni descripción de un reino mesiánico.

  • Cuarto Esdras:

Este libro se escribió originalmente en hebreo o arameo, que a su vez se tradujo al griego. De él han descendido versiones en latín, siríaco, etíope, árabe, armenio y copto. De todas ellas, la latina es la mejor. La latina contiene cuatro capítulos adicionales -dos al principio y dos al final- que obviamente no forman parte del Apocalipsis. La traducción del latín, incluidos los cuatro capítulos adicionales, se incluye en nuestras versiones inglesas de los apócrifos como 2 Esdras. El apocalipsis por sí solo suele denominarse 4 Esdras.

El libro contiene una serie de siete visiones supuestamente dadas a Esdras en Babilonia, pero claramente fue escrito poco después de la caída de Jerusalén en el año 70 d.C.. Es, con mucho, el apocalipsis más profundo y conmovedor que poseemos. «Esdras» está profundamente consternado por el hecho de que un destino tan terrible haya podido caer sobre el pueblo de Dios, que ha recibido y guarda la Ley de Dios. Desciende a las profundidades del pesimismo y la desesperación, clama a Dios por ayuda y ruega por un corazón nuevo (8:6, 31-33). Siente que habría sido mejor que la raza humana no hubiera sido creada ni se le hubiera dado el poder de elegir (7:116). «Sería mejor para nosotros no estar aquí que venir aquí y vivir en la impiedad, y sufrir y no entender por qué» (4:12).

En respuesta a su desesperación, Esdras dice que los caminos de Dios son inescrutables (4:7-11), que la inteligencia humana es finita y limitada (4:12-21), que la historia humana está predeterminada (4:33-43) y que Dios ama a Israel (5:31-40). La respuesta más fundamental es que los males de la era actual se corregirán en la era futura (7:1-16).

El sufrimiento en esta era es el camino hacia la bendición futura. Aunque Dios ama a Israel, no ama a la masa de los pecadores (7:60s, 131). Dios es paciente con los hombres no porque los ame, sino porque los tiempos han sido ordenados (7:74).

La escatología del libro destaca por su dualismo explícito. «El Altísimo no ha hecho un mundo, sino dos» (7:50; cf. 6:7; 7:113; 8:1, 4-6). «Este siglo está lleno de tristezas y enfermedades» (4:27); el siglo actual se ha cansado y ha perdido la fuerza de la juventud (5:55); este siglo debe pasar para dar paso a un nuevo siglo (4:29).

En la primera visión (3:1-5:19), se le dice a Esdras que el final de la era actual no está lejos (4:44-50). Los signos del fin serán desolación generalizada, portentos en los cielos, nacimientos monstruosos y maldad universal (5:1-5). También se le dice a Esdras que «reinará uno que no esperan los que moran en la tierra» (5:6) -probablemente el anticristo.

En la tercera visión (6:35-9:25) se cuenta a Esdras cómo aparecerá la Nueva Jerusalén (7:26) y se revelará el mesías junto con los que no han probado la muerte. Al mesías se le llama «mi Hijo el Mesías». El mesías permanecerá cuatrocientos años «y los que queden se alegrarán» (7:28). También aquí, como en 2 Enoc, está la idea de un reino terrenal temporal antes de la era venidera. Después de este «milenio» el mesías muere, y todos los hombres mueren con él. Este es el único lugar de la literatura apocalíptica donde encontramos la idea de un mesías moribundo. Sin embargo, no se atribuye ninguna razón o valor a su muerte. Siguen siete días de silencio en la tierra, tras los cuales vendrá la resurrección de todos los hombres para el gran juicio (7:31-35). La Gehena y el Paraíso se enfrentarán (7:36), y el período del juicio durará una semana de años (7:43).

Aquí el mesías es mortal y no desempeña un papel significativo en el Reino ni en el Juicio. La resurrección es universal, y no existe un reino terrenal e nduring reino terrenal, sino un reino terrenal temporal seguido de la edad por venir.

En la cuarta visión (9:26-10:59) Esdras contempla a una mujer afligida, que representa a Jerusalén en toda su miseria y desolación. El santuario está asolado y el altar derribado (10:21); el culto y los cantos sagrados ya no existen, y el exilio, la esclavitud y la deshonra son la suerte del pueblo (10:22). Este pasaje, que representa la desolación de Jerusalén, apunta a una fecha para el libro poco después del año 70 d.C. De repente, la mujer se transfigura, de modo que ya no es una mujer, sino la Nueva Jerusalén, sobrecogedora en belleza. De este modo se asegura al vidente un futuro bendito para la Ciudad Santa.

La quinta visión (11:1-12:51) es la visión del Águila. La visión es de un águila de doce alas con tres cabezas, que se interpreta como el cuarto reino de Dnl. 7. El águila representa, pues, a Roma, cuyos emperadores están indicados por las alas y las cabezas. Las tres cabezas representan probablemente a Vespasiano, Tito y Domiciano, que reinaron como emperadores en los años 70-96 d.C. Después aparece un león que anuncia la destrucción del águila. El águila es destruida y quemada. Se declara que el león es el mesías, que ejecutará el juicio sobre los opresores, librará a los justos con misericordia y los alegrará hasta el día del juicio. Poco se dice aquí del reinado del mesías, y éste sólo desempeña el papel de libertador. Se limita a traer la alegría que durará hasta el momento no especificado del Juicio Final.

La sexta visión (cap. 13) es interesante por la aparición de la figura del Hijo del Hombre. Esdras contempla un mar agitado por la tempestad y emergiendo de él aparece la figura de un hombre, que viene con las nubes del cielo. Una multitud de hombres se reúne para combatirle. Se construye una montaña, que más tarde se explicará como el monte Sión, y vuela sobre ella. Consume a sus enemigos con el aliento de su boca, y luego convoca a una multitud pacífica. En la interpretación, el libertador es llamado «mi Hijo» (13:32). El hecho de que vuele con las nubes del cielo muestra que no es un mesías humano de la descendencia de David, sino la figura trascendental celestial de Dnl. 7. Sin embargo, su misión es destruir a sus enemigos y liberar a los santos. Poco se dice de las bendiciones que concederá a los justos en el Reino.

La séptima visión (cap. 14) asegura a Esdras que será trasladado fuera del mundo junto con «mi Hijo» (14:9), y junto con los que son como él hasta el tiempo del fin; y se le dice que nueve de las doce partes en que se divide la era ya han pasado.

En conclusión, Esdras experimenta una notable inspiración. Lleva a cinco hombres al campo, y después de beber de la copa de la inspiración dicta a los cinco escribas durante cuarenta días y noches sin parar. Durante estos cuarenta días, se escriben noventa y cuatro libros: los veinticuatro del canon hebreo que deben leer todos los hombres, y setenta libros que deben darse «a los sabios de tu pueblo» (14:46). Al parecer, se trataba de libros apocalípticos, y este incidente sugiere que los apocalipsis no eran muy leídos entre el pueblo en general, sino que eran posesión particular de pequeños grupos esotéricos.

Estas siete visiones contienen escatologías e ideas mesiánicas muy diversas, y han dado lugar a teorías sobre el origen del apocalipsis. Una cosa está clara: no hubo una escatología «ortodoxa» en el judaísmo.

  • Apocalipsis de Baruc:

También data de finales del siglo I d.C. d.C., el Apocalipsis de Baruc es similar a 4 Esdras en su teología, pero mucho menos profundo y original. La mayoría de los eruditos piensan que fue escrito a imitación de 4 Esdras. Se ha conservado en una única versión siríaca.

El libro comienza con Baruc, el escriba de Jeremías, en Jerusalén. Dios le anuncia la destrucción de la Ciudad Santa. Al día siguiente, los caldeos asedian la ciudad; pero antes de tomarla, es destruida por cuatro ángeles, que entierran los vasos sagrados del templo. Los caldeos toman entonces posesión de la ciudad. Jeremías parte al exilio, pero Baruc permanece en Jerusalén lamentando su destino. No entiende por qué, si el mundo está hecho para el pueblo de Dios, le suceden males tan grandes. (Como en 4 Esdras, la situación histórica real es la caída de Jerusalén en el año 70 d.C.). En respuesta, se le dice a Baruc que los hombres han pecado deliberadamente; por lo tanto, merecen sufrir (15:6). Un mundo futuro está destinado a los justos. Aquí aparece de nuevo el dualismo escatológico de las dos edades (15:7; véase también 44:13-15; 51:3; 83:8). Si el hombre es prosperado al final, entonces todo está en orden (19:7); lo que hay que considerar es el final (19:5). Mientras tanto, el destino de Sión acelerará la visita divina y la llegada del fin (20:1s). Sigue una serie de revelaciones sobre los ayes finales, el juicio, el mesías y el reino mesiánico. Estos acontecimientos no se revelan por medio de visiones o sueños, sino en forma de diálogo con Dios.

Las revelaciones comienzan con un tiempo de tribulación en el que los hombres abandonarán la esperanza (25:4). La tribulación se divide en doce catástrofes que precederán a la era mesiánica. Estos males afectarán a toda la tierra (29:1), pero los que estén en la tierra serán protegidos (29:2). «Entonces comenzará a revelarse el Mesías» (29:4), y se establecerá el Reino, representado en términos crudamente materialistas. Dos grandes monstruos, Leviatán y Behemot, que han permanecido en el mar desde el quinto día de la creación, saldrán del mar para servir de alimento a los que entren en el Reino (29:4). «También la tierra dará su fruto diez mil veces, y en una vid habrá mil sarmientos, y cada sarmiento producirá mil racimos, y cada racimo producirá mil uvas, y cada uva producirá un cor (120 gal) de vino» (29:5). El maná volverá a descender de lo alto.

Varios puntos de este libro son de gran interés. En comparación con 1 Enoc, hay poca angelología. Esto demuestra que una elaborada angelología y demonología no es esencial para una visión apocalíptica de la historia. El pecado no se originó con los ángeles caídos como en Enoc, sino que brota de un corazón malvado (3:20, 22). En efecto, el pecado se atribuye a Adán, pero Adán pecó porque tenía un corazón malvado (3:21). El libro tiene bastante que decir sobre la fe; pero la fe para Esdras no es el compromiso personal como en el NT, sino la fe en la ley (5:20). Los gentiles son condenados porque no han tenido fe en la ley (7:24). Por otra parte, Esdras habla con frecuencia de tesoros de obras depositados ante Dios (7:27; 8:33).

«Y sucederá después de estas cosas, cuando se cumpla el tiempo del advenimiento del Mesías, que Él volverá en gloria» (30:1, APOT). Se trata de un pasaje desconcertante, pues el mesías parece revelarse antes del comienzo del Reino. Muchos interpretan este pasaje como que el mesías volverá al cielo después de su reinado en el Reino. Sin embargo, es posible que se refiera a su venida a la tierra. Él sólo comienza a revelarse antes del Reino; su advenimiento se produce después del Reino. En cualquier caso, tenemos aquí un Reino terrenal temporal, al que sigue la resurrección de «todos los que durmieron en la esperanza de Él» (30,2). Las almas de los impíos, sin embargo, se consumirán en el tormento (30:4s). A esto seguirá la renovación de la creación (32:6). En este pasaje el mesías parece ser sólo una figura convencional, sin ninguna función significativa.

En la segunda sección (caps. 36-40), Baruc tiene una visión onírica de la llegada del Reino. En la visión, ve un bosque que representa los cuatro reinos de Dnl. 7. En el bosque hay un gran cedro. Luego ve una fuente pacífica que sumerge el bosque, desarraigando la mayor parte de los árboles de modo que no queda ninguno excepto el gran cedro. Finalmente, la fuente destruye también el cedro.

La interpretación de Baruc de esta visión toma la fuente como «el principado de Mi Mesías» (39:7). El alto cedro es «el último caudillo de aquel tiempo» (40:1), posiblemente el anticristo. La victoria de la fuente sobre el cedro significa que «Mi Mesías le condenará por todas sus impiedades… y después le dará muerte, y protegerá al resto de Mi pueblo que se encuentre en el lugar que he elegido. Y su principado permanecerá para siempre, hasta que el mundo de corrupción llegue a su fin, y hasta que se cumplan los tiempos antedichos» (40:2s). Aquí el Reino es un reino terrenal eterno, y el mesías un libertador guerrero que no destruye con la palabra de su boca, sino con la espada en su mano. El anticristo es aparentemente una figura humana, el último soberano romano; y el Reino del Mesías dura para siempre. No se dice nada sobre la Era Venidera.

Una tercera sección (caps. 49-52) es importante por su enseñanza sobre la resurrección. Baruc pregunta de qué forma saldrán los hombres en la resurrección. Se le dice que primero volverán a la vida en la misma forma en que murieron, para que puedan reconocerse unos a otros. Después de este reconocimiento, serán transformados. «Los que ahora han sido justificados por Mi ley» (51:3) serán «convertidos a la luz de su belleza», para que puedan heredar el mundo que no muere. Se transformarán en el esplendor de los ángeles porque han sido «salvados por sus obras» y la Ley ha sido para ellos una esperanza. Morarán «en las alturas de aquel mundo» y «serán hechos semejantes a los ángeles, y serán hechos iguales a las estrellas, y se transformarán en toda forma que quieran» (51:10, APOT) en el paraíso.

En los capítulos 53-74 se encuentra un apocalipsis final. En él, Baruc tiene otra visión onírica en la que todo el curso de la historia se le revela en forma de doce aguas blancas y negras que se vierten sobre la tierra desde una gran nube. Las aguas negras representan períodos malos de la historia de Israel, el último de los cuales es el período romano, y las aguas brillantes representan períodos buenos de la historia. Finalmente, ve un relámpago en la cima de la nube, que brilla tan intensamente que ilumina toda la tierra, y cura el lugar de las últimas aguas negras y tiene dominio sobre toda la tierra. El relámpago representa a «Mi Mesías», que «convocará a todas las naciones, y a unas perdonará y a otras matará… Toda nación que no conozca a Israel y que no haya pisoteado a la descendencia de Jacob será ciertamente perdonada» (72:2, 4, APOT). Los que han gobernado sobre Israel serán entregados a la espada. Aquí el mesías es un ser guerrero que mata con sus propias manos a los enemigos de Israel. Así se establece el Reino.

Está claro que el concepto de justicia de Baruc es legalista. Los justos pueden morir en paz porque «tienen contigo un cúmulo de obras conservadas en tesoros» (14:12). El Paraíso se abrirá a «los que se han salvado por sus obras» (51:7). Baruc, como 4 Esdras, no tiene doctrina sobre los ángeles caídos. Sin embargo, su teología del pecado es diferente. En 4 Esdras el pecado se debe a un corazón malvado; pero en Baruc todo hombre es libre. Adán fue ciertamente el primero en pecar; pero los sucesores de Adán son responsables de su propio pecado. El hombre puede elegir el tormento o las glorias venideras. «Adán no es, pues, la causa sino de su propia alma, pero cada uno de nosotros ha sido el Adán de su propia alma» (54:19, APOT).

Los viajes al otro mundo

El ascenso de los videntes al cielo y el descenso a los infiernos está atestiguado en muchas culturas y a menudo se asocia con el chamanismo (Culianu). Homero relata el descenso de Odiseo al Hades.

Hay un relato asirio de un sueño de un príncipe llamado Kumarbi en el que desciende a los infiernos (Kvanvig). Existe un elaborado relato persa de un ascenso, el Libro de Arda Viraf, de la época altomedieval, pero la tradición puede ser antigua. Existen relatos persas más antiguos sobre el ascenso del alma tras la muerte.

En la literatura grecorromana, el Mito de Er de Platón, en el libro 10 de la República, describe la experiencia de un hombre que murió en el campo de batalla y revivió más tarde. Este relato tuvo una enorme influencia. Otros ejemplos notables de viajes a otros mundos son el descenso de Eneas a los infiernos en el libro 6 de la Eneida y el Sueño de Escipión de Cicerón. (Para un inventario de textos grecorromanos, véase Attridge).

  • Literatura judía de ascensión:

En el contexto judío, la ascensión prototípica fue la de Enoc. Según la Biblia, Enoc caminó con elohim (Gn 5:22, 24), que puede significar ángeles o Dios. En los apocalipsis, esto se interpretó en el sentido de que fue devuelto a la Tierra para revelar lo que había visto antes de ser ascendido definitivamente. El Libro de los Vigilantes (1 Enoc 1-36) describe su ascenso al trono divino, seguido de un recorrido en el que se le muestra el jardín del Edén y las moradas de los muertos. Todos los libros de Enoc presuponen esta ascensión, incluidas las Similitudes de Enoc, muy deudoras del libro de Daniel por la imaginería del Hijo del Hombre.

Los textos de ascensión más elaborados del judaísmo antiguo se encuentran en 2 Enoc y 3 Baruc. Es significativo que estos libros se atribuyan a la diáspora egipcia. La fecha de 2 Enoc es incierta; 3 Baruc es claramente una meditación sobre la destrucción del templo. Ninguno de estos libros presta mucha atención a la historia o al tipo de escatología pública que se encuentra en los apocalipsis históricos. En cambio, describen el ascenso del vidente a través de una serie numerada de cielos, y 2 Enoc tiene siete cielos.

El ascenso de Baruc parece interrumpirse tras cinco cielos, y los estudiosos discuten si ésta era la forma original del texto. Este tipo de apocalipsis se desarrolla en el judaísmo posterior en forma de misticismo hekalot (Gruenwald). El hekal era el templo o palacio de Dios; el nombre implica que el místico asciende a través de varios templos celestiales. Los Cantos del Sacrificio Sabático (4Q400-407) de Qumrán, que no describen un ascenso sino la liturgia celestial, pueden presuponer ya una forma de misticismo Hekalot. Uno de los ejemplos posteriores más importantes es Seper Hekalot, también conocido como 3 Enoch.

  • Literatura cristiana de ascensión:

La ascensión del visionario se convirtió en la forma más popular de apocalipsis en el cristianismo primitivo después del siglo I (A. Y. Collins 1979). Entre los primeros apocalipsis más importantes de este tipo se encuentran el Apocalipsis de Pedro y el Apocalipsis de Pablo. También hay algunos ejemplos del género en la biblioteca gnóstica copta de Nag Hammadi (véase Gnosticismo). Quizá la mayor influencia literaria de este género se alcanzó en la Edad Media: El Infierno de Dante.

Hipótesis persa

La literatura persa ofrece paralelos asombrosos con los textos apocalípticos, y desde fines del siglo XIX se ha discutido sobre la literatura persa en conexión con la literatura apocalíptica. En el 1895, Gunkel fue el primero que propuso la hipótesis de que la literatura apocalíptica podría rastrearse hasta la literatura persa; reconoció aspectos comunes referente al uso de diferentes metales para representar los períodos históricos encontrados en Dan 7. Estas conexiones llevaron a un movimiento que buscaba ver el origen de la literatura apocalíptica en la religión persa, específicamente en el zoroastrismo. Aunque Collins, Russell, y otros han explorado las conexiones con los libros de Enoc y con el material del Qumrán, todavía no es clara la relación de la teología persa con la literatura apocalíptica en el Cercano Oriente antiguo.

  • Textos:

Los textos persas clasificados como apocalípticos se encuentran principalmente en la literatura Pahlavi. La forma de estos textos refleja un punto de vista marginalizado que proviene de un tiempo posterior a la caída del Imperio sasaniano en el 651 d.C. Aún las copias más antiguas se pueden fechar en el siglo noveno d.C. Aunque alcanzaron su forma presente en el siglo séptimo, contienen material más antiguo; posiblemente incluso secciones de la Avesta que se cree que son del mismo Zoroastro (Collins, Apocalyptic Imagination, 29–30).

Este material se utilizó en nuevos contextos, pero con edición mínima, lo que ofrece indicios de lo que sería el contexto original de los textos (Hultgård, Persian Apocalypticism, 33). Estos nuevos contextos determinan la presentación del material más antiguo en lugar de simplemente embellecerlos (Hultgård, Forms and Origins of Iranian Apocalypticism, 387–89). Por ejemplo las narrativas mismas son construcciones posteriores para la teología más antigua la cual originalmente estaba en un formato de preguntas y respuestas entre Zoroastro y Ahura Mazda (el dios elevado) (ver Collins, Persian Apocalypses y Hultgård, Forms and Origins of Iranian Apocalypticism).

El más famoso de estos textos es el Zand Vohuman Yast (o Bahman Yast) el cual es una interpretación del Vohuman Yast, que se piensa fue la fuente para muchas otras obras (ej., Oracle of Hystaspes). El texto describe a Zoroastro pidiéndole a Ahura Mazda la inmortalidad; en lugar de lo que pide, recibe “conocimiento pleno” (III.6b-8). Registra la visión de un árbol con cuatro ramas compuestas de un metal diferente (I.3–5). Ahura Mazda le explica que la visión representa diferentes reinos, y describe al enemigo final; que se cree que representa a los griegos. Esta visión posteriormente se amplia para que incluya un total de siete brazos, y Ahura Mazda describe un proceso de agitación cósmica y política antes de que la figura de un “salvador” final venga y destruya a los enemigos (III.14–23).

Luego de este evento hay un período de paz, en el cual las personas dominan la medicina al punto de eliminar la muerte. Cuando termina ese período, ocurre una gran purificación y la resurrección de todas las criaturas mientras comienza la era final (III.58–63). También se encuentra un dualismo fuerte a lo largo de todas las visiones. Un ejemplo singular se relaciona con un giro escatológico, “Yo [Zaratust] he visto una celebridad con muchas riquezas, cuya alma, infame en el cuerpo, estaba hambrienta y amargada y en el infierno, y que a mí no me parecía exaltado; y ví a un mendigo sin riquezas y sin esperanzas, y su alma estaba floreciente en el paraíso y me parecía exaltado” (II.12; West, Pahlavi Texts, 197).

La obra de Plutarco Sobre Isis y Osiris (capítulo 46 y 47) es otra evidencia importante sobre la literatura apocalíptica persa. La fecha de la obra se remite a fines del siglo primero d.C. y afirma contener teología persa en base a lo explicado por Teopompo en el siglo cuarto a.C. Por lo tanto este material ofrece la evidencia más antigua de la literatura apocalíptica persa. Plutarco describe a dos dioses que luchan por el dominio sobre cada período de la historia. Finalmente, el reino de un dios será destruido; por último, el Hades mismo será destruido, y la tierra colapsará. Al final, las personas vivirán vidas felices: no morirán, no necesitarán comer, no se deprimirán, y hablarán una sola lengua. El relato de Plutarco—especialmente sobre los períodos de lucha—comparte elementos con otras obras que se encuentran en la literatura Pahlavi.

  • Argumentos a favor.

Los tres elementos del modelo apocalíptico están presentes en la literatura persa, incluyendo el enfoque en la revelación divina (específicamente utilizando la sabiduría mántica), la división de la historia en períodos, y un fuerte sentido de determinismo (Olsson, Apocalyptic Activity, 26). El uso del dualismo para comprender la lucha cósmica entre el bien y el mal también está bien desarrollado. Se cree que la escatología es el material más antiguo preservado por los textos. El hecho de que se haya preservado en los textos posteriores una tradición teológica que enfatiza la escatología indica su importancia en la sociedad (Hultgård, Forms and Origins of Iranian Apocalypticism, 391). Esta escatología se remonta a por lo menos el siglo primero d.C. y retuvo su influencia hasta el siglo noveno d.C.

La literatura emplea recursos literarios apocalípticos tal como el discurso con seres sobrenaturales y un autor anónimo que escribe en primera persona como una figura venerada del pasado. También es evidente que la forma apocalíptica refleja las realidades de una sociedad con problemas posterior al período sasaniano. El lenguaje simbólico juega un papel central en la incorporación de material escatológico más antiguo a una estructura posterior.

  • Argumentos en contra:

El punto más flojo de la hipótesis persa radica en el fechado de la literatura y en la libertad con la cual los escribas utilizaron los materiales más antiguos. Por ejemplo, cuando la periodización de la historia en el Zand Vohuman Yast se extiende de cuatro ramas a siete, las adiciones se enfocan principalmente en el período sasaniano. Aunque la reinterpretación de los materiales y de la teología apocalíptica más antigua y es una práctica común en muchas culturas, el problema de ponerle una fecha significa que no hay una manera de determinar si los textos persas son anteriores o contemporáneos con las obras helenísticas a las cuales se parecen. En este punto, no hay manera de determinar el nivel de desarrollo de la literatura apocalíptica persa antes del siglo noveno d.C. (Collins, Persian Apocalypses, 207).

Hipótesis acadia

La antigüedad de la literatura acadia ofrece uno de los ejemplos más antiguos de literatura del Cercano Oriente antiguo. La conexión de la literatura acadia con la literatura apocalíptica es un desarrollo más reciente pero influyente. Los que argumentan a favor de la literatura apocalíptica acadia lo hacen basados en una convergencia de rasgos en la literatura acadia y en su antigüedad establecida.

  • Textos:

Aún se debate la clasificación del género de los cinco textos acadios que se consideran aquí.

  • Grayson y Lambert los catalogaron como profecías debido a que entienden que la predicción es la característica central de la profecía.
  • Hallo reclasificó los textos como apocalípticos.
  • Longman los catalogó como “autobiografía acadia de ficción con un final profético” (Longman, Fictional Akkadian Autobiography, 166–67)
  • Ellis los etiquetó como “textos literarios predictivos” (Ellis, Observations on Mesopotamian Oracles and Prophetic Texts: Literary and Historiographic Considerations, 127–86).

Estas clasificaciones reflejan los intentos de manejar el número limitado de textos a medida que se los coloca junto con otras clases de literaturas acadias conocidas, tales como augurios astrológicos, textos religiosos, y juramentos. Aunque generalmente a estos cinco textos se los agrupa juntos, hay un pequeño acuerdo acerca de cómo relacionarlos entre sí y con la literatura acadia como un todo. Abajo se los divide en dos grupos en base a la similitud de estructura (ver Longman, Fictional Akkadian Autobiography.)

La profecía de Shulgi (texto C) y la profecía de Marduk (texto D), parecen ser secciones de una misma obra. Como resultado, comparten muchos de los mismos elementos literarios apocalípticos, que incluyen:

  • profecía Ex eventu.
  • Adoctrinamiento.
  • Súplicas al reino sobrenatural por revelaciones
  • Lenguaje simbólico que tenía el propósito de ser interpretado por una audiencia familiarizada con las referencias del autor.

Ambos textos siguen una estructura similar, presentando una introducción en primera persona con una revelación divina o sueño, luego una narrativa de la historia y finalmente una profecía. En la profecía de Marduk, se describe al dios Marduk como rey (I.7) junto con un rey salvador humano que ordenará la sociedad (III.7–8; IV.4), renovará el culto (I.1), y establecerá la exención de impuestos para los babilonios (I.19).

En la profecía de Shulgi, un rey humano habla como un ser divino (6”) y predice el levantamiento de un rey salvador humano quien restaurará el orden en el caos de la sociedad a medida que repara los santuarios antiguos y construye nuevos (V. 16–32).

Los tres textos restantes—el texto A, la profecía de Uruk, y la profecía dinástica—se estructuran alrededor de un quiebre de la historia que se basa en la duración del reinado de cada rey sucesivo y en la bondad o maldad de ese rey (Text A: I.9, 14; II.2, 9, 14b, 19, 20; Uruk: Obverse 9; Reverse 3, 7b, 9, 11, 16; Dynastic Prophecy: II.4–10, 11–16, 17–24). Aunque esto permite que cada período de tiempo sea clasificado como bueno o malo, estas categorías no están conectadas con una lucha cósmica. Esencialmente, la clasificación de cada rey se basa en el que haya concedido o negado la justicia, mantenido o descuidado las obligaciones religiosas, y en su crónica de batallas.

Por ejemplo, la profecía dinástica manifiesta que (Grayson, Babylonian Historical-Literary Texts, 35):

15 “Enlil, Shamash, y [Marduk]
16 irán al lado de su ejército [y]
17 la derrota del ejército de los hanaeanos el [ocasionará]
18 llevará su botín de guerra masivo y
19[traerá (lo)] a su palacio.
20El pueblo que había [experimentado] desgracia
21[disfrutará] bienestar
22 El humor de la tierra [será uno de felicidad].
23 La exención de impuestos […]”

III.15–23

La profecía dinástica describe a un rey, posiblemente Darío III, que derrota a los “hanaeanos”, probablemente Alejandro el Grande (Longman, Fictional Akkadian Autobiography, 151). Este no fue el caso desde el punto de vista histórico; sin embargo, esta falta de exactitud no se puede explicar por el uso de la profecía ex eventu que lleva a una predicción falsa acerca de un evento inminente, debido a que la profecía dinástica continúa con la condena a los Imperios griego y seléucida (III.15–22). Parece que la teología del autor era lo suficientemente fuerte como para reescribir su historia. Se describe la victoria imaginaria como suficiente para asegurar la exención de impuestos para el pueblo (III.23).

  • Argumentos a favor:

Los textos acadios demuestran colectivamente seudonimia, lenguaje esotérico, profecía ex eventu, una comprensión determinista de la historia, dualismo ético, y un contexto de agitación social y anuncio de restauración. Estos textos están fechados desde fines del segundo milenio a.C. (profecía de Marduk) hasta el siglo segundo a.C. (profecía dinástica), y demuestran un papel distintivo en la sociedad acadia.

Argumentos en contra. La literatura apocalíptica acadia recibe crítica principalmente debido a la “escatología estrecha” que comparten todos los textos. En cada texto, el futuro es simplemente una versión mejorada del presente (Walton, Ancient Near Eastern Thought and the Old Testament, 313). A este futuro en general lo ocasiona una figura humana. El texto también carece de revelación o mediación divina; los únicos ejemplos concebibles de mediación o revelación son la profecía de Marduk y la profecía de Shulgi. El principio de ambos textos se refiere a la sabiduría mántica y al origen divino de la información, pero no proveen contexto para su transmisión. En lugar de eso, la visión simplemente se expone sin interpretación. A las visiones/profecías casi siempre les falta completamente el simbolismo intensificado que es común en las otras formas de literatura apocalíptica.

Debido a la ausencia de escatología y a la falta de lenguaje simbólico que exprese revelación divina, Ellis y Nissinen han cuestionado la idea de una literatura apocalíptica acadia desarrollada. Walton sostiene que por el contrario, una cosmovisión mítica común al Cercano Oriente antiguo se combinó con la cultura helenística, abriendo de esta manera la posibilidad de que los textos sean obras de ficción literaria diseñados como elementos de adoctrinamiento (Walton, Ancient Near Eastern Though and the Old Testament, 79–80).

  • Conclusiones:

A pesar de la dificultad para fechar la escatología de la literatura persa, la hipótesis de una literatura apocalíptica persa desarrollada es válida. El uso de la escatología—especialmente para entender una nueva crisis—revela lo crucial que fue esta teología para la cosmovisión del autor. La adaptación de la literatura apocalíptica a una estructura apocalíptica posterior no disminuye el papel que la literatura apocalíptica tuvo en la religión persa más antigua ni su importancia en moldear a la sociedad persa. El hecho de que haya una evidencia tan temprana de la literatura apocalíptica significa que no fue un desarrollo posterior de religiones fracasadas, sino que tiene una larga historia de luchas con un mundo deteriorado. El poder de la escatología apocalíptica fue lo suficientemente grande como para sostener a la religión persa a lo largo de los siglos de un poder que crecía y decrecía.

A la inversa, la hipótesis de una literatura apocalíptica acadia desarrollada no se sostiene mayormente debido a la falta de una escatología apocalíptica. Incluso Longman, que apoya la literatura apocalíptica acadia, lo hace debido a que los textos no se ajustan a otras formas literarias de los acadios (Longman, Fictional Akkadian Autobiography, 166).

Comprender el desarrollo de la literatura apocalíptica es crucial para leer y aplicar las Escrituras hebreas y el Nuevo Testamento. Por ejemplo, la comprensión del uso que la literatura acadia hace de la profecía ex eventu le permite al lector proporcionar las fechas aproximadas para el libro de Daniel, lo cual a su vez permite establecer el contexto histórico. Este contexto provee el fundamento necesario para percibir las creencias singulares de Daniel acerca de lo que Dios estaba haciendo en el mundo y acerca de cómo eso se relacionaba con sus promesas del pacto en medio del caos social y religioso.

La principal advertencia es contra el intento de dar explicaciones definitivas acerca de la literatura apocalíptica de otros lugares del Cercano Oriente antiguo. La literatura apocalíptica persa se fundamentaba en una cosmovisión mítica que era común en muchas sociedades de esa época. Tratar de explicar el desarrollo de la literatura apocalíptica en otras religiones simplemente como un derivado posterior de la religión persa antigua sería inapropiado. Por otra parte, la literatura acadia aún tiene un beneficio enorme al ayudar a comprender las imágenes y la estructura de revelación que posteriormente se desarrollaron en el apocalipsis histórico del judaísmo del período del segundo templo y en el libro de Apocalipsis.

Mitos

La referencia de Schwartz al «mito apocalíptico» llama la atención sobre otro aspecto del apocalipticismo antiguo que guarda relación con la cuestión del género, aunque no figure en el análisis estructural o morfológico presentado en Semeia 14. Se trata del uso de paradigmas míticos y, más en general, del uso de símbolos extraídos de los mitos antiguos. Se trata del uso de paradigmas míticos y, más en general, del uso de símbolos extraídos de mitos antiguos. Este aspecto del apocalipticismo ya fue señalado por Hermann Gunkel a finales del siglo XIX (Gunkel 2006). La recuperación de antiguos mitos de Babilonia y Ugarit ha arrojado mucha luz sobre los libros de Daniel y el Apocalipsis, en los que se describe un gran conflicto que se resuelve con la victoria de un dios concreto (Marduk en los textos babilónicos, Baal en los ugaríticos. Sobre el trasfondo mítico del Apocalipsis, véase Yarbro Collins 1976). Estos patrones míticos son más evidentes en el tipo «histórico» de apocalipsis, y no son una característica invariable del género. (Véase Reynolds 2011: 378-79 para una lista de «apocalipsis no simbólicos».) No obstante, debido a su prominencia en los apocalipsis canónicos de Daniel y Apocalipsis, han tenido una influencia de gran alcance.

No todos los apocalipsis extraen sus mitos de una misma tradición cultural. Los mitos de combate del Próximo Oriente de Ugarit y Babilonia son una fuente importante de imágenes apocalípticas, aunque difieren en los detalles. El dualismo de los dos espíritus que se encuentra en los Rollos del Mar Muerto es un mito claramente diferente, derivado del zoroastrismo. Más importante que la tradición cultural específica es el patrón de los mitos, que sugiere que el mundo se ajusta a una metanarrativa, en la que las fuerzas de la luz y la bondad acaban triunfando sobre el mal y la oscuridad. Gran parte de la fuerza emocional de los apocalipsis históricos proviene de la evocación de estos mitos, que sugieren que las pruebas del día no son sólo acontecimientos mundanos, sino representaciones de un patrón cósmico, cuyo resultado es inevitable. El lenguaje mítico sirve para magnificar la importancia de los acontecimientos históricos y ofrecer una perspectiva que trasciende las limitaciones de la historia.

El uso de modelos míticos conlleva la sensación de que el curso de la historia no está controlado por las acciones humanas, sino por fuerzas superiores, sobrenaturales. Esto puede aumentar el terror de la historia, pero lo hace con un efecto catártico, ya que también asegura al lector que el desenlace está asegurado. Al final, la liberación y la reivindicación están garantizadas. Al menos algunos de los mitos antiguos hablaban ya de triunfo sobre la muerte y de alguna forma de resurrección, aunque sólo fuera por parte de un dios (Baal, en los textos ugaríticos, que triunfa sobre Mot, la Muerte). Lo más importante es el carácter definitivo del triunfo, que una vez más trasciende las limitaciones de la historia.

Por último, cabe señalar que los modelos míticos preservan un sentido de misterio en la historia. Los mitos son multivalentes por naturaleza. Admiten múltiples realizaciones, y cualquier decodificación literal de los mismos es necesariamente provisional. En consecuencia, los apocalipsis antiguos como Daniel y el Apocalipsis conservan una cualidad literaria que atrae la imaginación mucho después de que los acontecimientos a los que se referían originalmente hayan desaparecido de la historia.

El Apocalipsis moderno

El género apocalíptico en su forma clásica presuponía alguna forma de cosmología antigua, con varias capas de cielos y moradas de otro mundo para los bienaventurados y los condenados (Wright 2000; Yarbro Collins 1997). El auge de la ciencia moderna socavó esta visión del cosmos. Sin embargo, la herencia apocalíptica sigue viva, aunque las analogías con los apocalipsis antiguos suelen estar atenuadas.

Quizá la forma más obvia en que el apocalipsis persiste en el mundo moderno sea la expectativa recurrente de un fin inminente de la historia o del propio mundo. El cálculo del final, ya sea de una crisis inmediata o de la historia en su conjunto, es a lo sumo un motivo menor en los apocalipsis antiguos, pero hay un precedente fatídico en el Libro de Daniel, que calcula el tiempo restante como un número específico de días. En el contexto de Daniel, el «fin» en cuestión es el fin de la profanación del templo y la persecución de los judíos por Antíoco Epífanes.

Además, Daniel ofrece no uno sino varios cálculos del tiempo restante, incluso yuxtaponiendo cifras contradictorias: «Desde el momento en que el holocausto regular sea quitado y la abominación desoladora sea erigida, habrá mil doscientos noventa días. Dichosos los que perseveren y alcancen los mil trescientos treinta y cinco días» (Dan 12:11-12). La explicación más sencilla de los dos números es que el primero pasó y el autor volvió a calcularlo, un fenómeno bien conocido en el caso de las predicciones modernas (Collins 1993: 401). Daniel también ofreció un esquema más amplio para calcular la duración de la historia, en forma de predicción de que el tiempo transcurrido desde la destrucción de Jerusalén por los babilonios hasta el «fin» sería de setenta semanas de años, o 490 años. Evidentemente, el autor creía que este tiempo se cumpliría en la era macabea, alrededor del año 164 a.C.. Su cálculo se equivocó en casi setenta años.

El cálculo de Daniel era ya una reinterpretación alegórica de la profecía de Jeremías de que Jerusalén estaría desolada durante setenta años. Los intérpretes posteriores aplicaron un método similar a las predicciones de Daniel, a menudo reinterpretando los días como años. Por ejemplo, el granjero William Miller, del norte del estado de Nueva York, calculó que el mundo se acabaría hacia el año 1843. (Interpretó Dan 8:14, «dos mil trescientas tardes y mañanas», como 2.300 años y, de forma un tanto arbitraria, tomó como punto de partida el año 458 a.C., la misión de Esdras).

Cuando 1843 llegó y pasó, algunos de sus seguidores se establecieron en una nueva fecha, más específica, el 22 de octubre de 1844. El fracaso de esta predicción se conoció como «La Gran Decepción». Sus seguidores acabaron dando origen al movimiento Adventista del Séptimo Día. Paul Boyer ha argumentado que el cálculo de Miller fue un arcaísmo en su época, y que se convirtió en un ejemplo de los peligros de la fijación de fechas (Boyer 1992: 82). No obstante, ha habido varios cálculos de gran repercusión en los últimos años, en particular la predicción de Harold Camping de que el mundo se acabaría el 21 de mayo de 2011 (Camping 2005) y el muy publicitado fin del calendario maya el 21 de diciembre de 2012.

La principal tradición «apocalíptica» en la América moderna es el dispensacionalismo premilenial, que se basa en un sistema formulado por John Nelson Darby, fundador de los Plymouth Brethern. No se basa tanto en los textos apocalípticos clásicos como en toda la Escritura interpretada como profecía sobre el fin de los tiempos, y en el continuo intento de identificar y descifrar los textos de prueba bíblicos. El libro más vendido de Hal Lindsey, El Gran Planeta Tierra Tardío (1970), es una formulación clásica, que ha sido revisada a través de múltiples ediciones sin pérdida aparente de credibilidad entre sus lectores. La mentalidad se popularizó en la serie de novelas Left Behind. Los principales principios del dispensacionalismo son caracterizados de la siguiente manera por Paul Boyer:

Según este esquema, a medida que la historia se acerca a su clímax, probablemente muy pronto, una serie de «señales» alertarán a los fieles de que el fin está cerca. Aumentarán la maldad y los desastres naturales. La fundación del Estado de Israel en 1948 y la reconquista por Israel de la Ciudad Vieja de Jerusalén en 1967 se consideran signos proféticos de primera importancia. Estos signos culminarán en el Rapto, doctrina extraída de 1 Tesalonicenses 4:16. En este acontecimiento de importancia cósmica, que tendrá lugar en un momento futuro desconocido… todos los verdaderos creyentes se reunirán con Cristo en el aire.

(1999: 151)

A los ojos del mundo secular y de los cristianos y judíos liberales, y de hecho de cualquiera que acepte una visión científica moderna del mundo, el dispensacionalismo, que a menudo va acompañado de conservadurismo político y social, aparece como una superstición irracional. Muchos tienden a equipararlo con el apocalipticismo en general. ¿Es justa esta equiparación con los textos antiguos?

La «creencia profética» dispensacional es, en algunos aspectos cruciales, una variante muy reductora del apocalipticismo. Aunque Hal Lindsey y la serie Left Behind (Dejados atrás) esperan la vida en el cielo («¿cuántas veces», se pregunta Hal Lindsey, «nos hemos preguntado cómo será el cielo?», 1970: 167) y, por tanto, puede decirse que afirman la esperanza apocalíptica de la trascendencia de la muerte, se preocupan principalmente por los signos del fin. Sus escritos carecen de la profundidad alusiva del simbolismo mítico o del alcance imaginativo de los apocalipsis de ascensión. La descodificación literalista de los pasajes bíblicos parece simplista. Mientras que los apocalipsis antiguos solían surgir de la crisis y la persecución, sus equivalentes modernos suelen parecer una autocomplacencia de los presuntos elegidos. Carecen del sentido de anomia y angustia existencial que caracteriza a los textos apocalípticos clásicos (Wilder 1971: 440).

Dicho esto, también hay puntos de continuidad. Desde la perspectiva dispensacionalista, el mundo está en crisis, aunque esa perspectiva pueda parecer paranoica a los forasteros. La interpretación descodificadora, que «consiste en presentar el significado del texto de otra forma menos alusiva, mostrando lo que el texto realmente quiere decir, con gran atención a los detalles» (Kovacs y Rowland 2004: 8), tiene una larga historia, que se remonta a los pesharim de los Rollos del Mar Muerto e incluso al Libro de Daniel. A lo largo de los siglos ha demostrado ser inmune a la falsificación. Los apocalipsis antiguos también son propensos al dualismo, a la división del mundo entre elegidos y condenados, y a menudo se regocijan en su anticipación de la vindicación escatológica. Es innegable que también los escritores antiguos cifraron sus esperanzas en una intervención divina que no se materializó cuando esperaban que lo hiciera.

En consecuencia, algunos comentaristas modernos ven el apocalipticismo como una tradición más allá de la redención. Rechazando la afirmación de Amos Wilder de «la saludable función de la genuina apocalíptica trascendental» (1971: 440), Lorenzo DiTommaso escribe que «el apocalipticismo es una cosmovisión malsana, particularmente en su forma bíblica. Es hostil a una visión madura del destino humano o a cualquier orden social basado en ideales humanistas. Es hostil a la vida en la Tierra, especialmente a la luz de la naturaleza y las necesidades de la sociedad contemporánea» (2011: 236).

A los críticos les preocupa especialmente la violencia de la retórica apocalíptica, que no incita directamente a la acción violenta, pero que se percibe ampliamente como promotora de la polarización y la intolerancia. «El apocalipsis», escribe Tina Pippin, a propósito de Marcos 13, «ha de producirse mediante el asesinato y la destrucción en masa; cueste lo que cueste… ¿por qué pensé alguna vez que este apocalipsis era éticamente aceptable?». (1995: 166).

David Frankfurter rechaza los argumentos según los cuales la violencia en el Apocalipsis estaba «dirigida o bien a desencadenar una justicia revolucionaria para los subalternos o bien a arremeter contra un imperio romano tiránico; leer el texto en cualquiera de los dos casos como una defensa de la justicia, la igualdad y la esperanza en lugar de la brutalidad, la misoginia y la venganza» es un intento de «racionalizarlo», y «un alegato canónico especial para un texto muy problemático» (2007: 121).

Críticos como Frankfurter y Pippin tienen razón al oponerse a la exégesis revisionista que intenta salvar el apocalipsis canónico negando o minimizando su potencial de violencia. (Para un ejemplo reciente, véase Hays y Alkier 2012.) Se trata, en efecto, de literatura problemática. Pero también es reduccionista ver sólo «brutalidad, misoginia y venganza» en la literatura apocalíptica. Se trata de una tradición compleja que ha contribuido a la cultura occidental de múltiples maneras.

El argumento de que textos como el Apocalipsis abogan por la justicia y la esperanza (¡no siempre por la igualdad!) no carece de fundamento. Como ha argumentado Elisabeth Fiorenza, el autor del Apocalipsis estaba «claramente del lado de los pobres y los oprimidos» (1981: 173; cf. Fiorenza 1985). Ella acusa a quienes critican la violencia en el Apocalipsis de «no sufrir una opresión insoportable y no estar movidos por la búsqueda de la justicia» (Fiorenza 1981: 84-85).

Incluso un crítico como Scott Appleby, que simpatiza mucho menos con el apocalipsis que Fiorenza, concede que «el fervor apocalíptico o milenarista adquiere un papel decididamente terapéutico en la vida y la imaginación de los ‘modernos antimodernos’. La anticipada inversión de la ‘historia ordinaria’ es una fuente de gran consuelo para millones de verdaderos creyentes que viven en condiciones de miseria, privación relativa o decadencia moral. El sufrimiento actual de los fundamentalistas no es más que el preludio de una recompensa profundamente satisfactoria por su perseverancia, ya vivan en los pútridos campos de refugiados de Gaza o del sur del Líbano, o en medio de la relativa opulencia de los espiritualmente estériles suburbios de Dallas» (Appleby 2002: 75).

En muchos casos, las visiones apocalípticas, que afirman una inversión radical del orden actual, dan esperanza a personas que de otro modo no la tendrían en absoluto. Si estas visiones son violentas, al menos son honestas al expresar sentimientos que son casi inevitables para las personas que han sufrido a manos de un poder conquistador. La ira y las fantasías de violencia pueden ser vivificantes para los impotentes. Esto no niega que también puedan ser brutalmente violentas. En el mundo posmoderno deberíamos haber aprendido que las acciones humanas rara vez son totalmente puras, y que la justicia y la brutalidad con demasiada frecuencia van de la mano.

Sin embargo, no todas las aplicaciones de las fantasías apocalípticas son violentas por naturaleza. Christopher Rowland escribe sobre otro tipo de «cristianismo radical» que también tiene raíces apocalípticas: «A lo largo de la historia cristiana -y especialmente en épocas de crisis y agitación social- han surgido escritos que, reflejando los valores del Reino, se han comprometido con críticas inquisitivas del orden político y han promovido el cambio en las relaciones sociales y económicas, normalmente defendiendo o promulgando la igualdad de riqueza, poder, género o estatus» (Bradstock y Rowland 2002: xvi; compárese con Rowland 1988).

Esto también forma parte de la historia efectiva del apocalipsis bíblico, como ejemplifican Gerrard Winstanley y los Diggers (Rowland 1988: 102-14). Es bastante fácil ver por qué la expectativa de un fin inminente de este mundo debería inspirar una visión de igualdad radical. Consideremos el llamado apocalipsis de Isaías, uno de los textos proféticos tardíos que anticipa los temas de destrucción cósmica de los apocalipsis:

Ahora el Señor está a punto de asolar la tierra y dejarla desolada,
torcerá su superficie y dispersará a sus habitantes.
Y será, como con el pueblo, así con el sacerdote;
como con el esclavo, así con su amo;
como con el comprador, así con el vendedor;
 como con el prestamista, así con el prestatario;
como con el acreedor, así con el deudor.
La tierra será asolada y despojada por completo.

(Isaías 24:1-3)

O el consejo de Pablo a los corintios:

El tiempo señalado se ha acortado; de ahora en adelante, que incluso los que tienen esposas sean como si no las tuvieran, y los que lloran como si no lloraran, y los que se alegran como si no se alegraran, y los que compran como si no tuvieran posesiones, y los que tratan con el mundo como si no tuvieran tratos con él. Porque la forma actual de este mundo pasa.

(1 Cor 7:29-31)

Si el mundo, tal como lo conocemos, pasa, entonces las distinciones sociales del orden actual pierden su significado.

No es menos cierto que la creencia en un eschaton inminente no siempre ha llevado a la abolición de las distinciones terrenales. Incluso las comunidades que comparten posesiones son a menudo muy autoritarias y jerárquicas, como puede verse ya en los Rollos del Mar Muerto. Pero también en este caso las tradiciones apocalípticas están abiertas a más de un tipo de interpretación.
Sin embargo, quizá el legado de mayor alcance del apocalipsis sea el cúmulo de imágenes y motivos que lega a la imaginación, tanto en el arte (por ejemplo, Seidel 1998; Mennekes 2007) como en la literatura.

Las imágenes de bestias surgiendo del mar persisten desde los mitos antiguos hasta los tiempos modernos porque articulan la sensación de un mundo que escapa al control humano. Las novelas «apocalípticas» modernas, como La carretera, de Cormac McCarthy, suelen centrarse en la desolación y la destrucción. Existe una larga tradición, que se remonta al menos a Qohélet, de escritores que intentan «encoger» la escatología apocalíptica para hacerla encajar en nuestra experiencia mundana. (Véase Sherwood 2002.)

Pero como señaló Amos Wilder (2007) hace más de cuarenta años, el escenario apocalíptico completo debería incluir tanto la salvación como el juicio, la nueva era. Sin embargo, la persistencia de los temas apocalípticos, incluso en los escritos seculares, debería prevenirnos contra cualquier rechazo de esta tradición como algo que la humanidad ha superado. El apocalipsis nace de miedos y esperanzas endémicos de la condición humana.

Tal vez sea lamentable que la literatura apocalíptica se invista tan a menudo de autoridad teológica, con la mirada puesta en mensajes codificados e instrucciones, en lugar de leerse como un producto exuberante de la imaginación humana. Más desafortunada aún es la tendencia moderna a reducir lo simbólico a verdades proposicionales. En manos de los literalistas, la literatura apocalíptica distorsiona la experiencia humana y puede ser éticamente peligrosa. Pero la tradición es demasiado rica y multiforme para dejarla en manos de los literalistas. Es una tradición resistente que sigue rondando nuestra imaginación y sigue siendo un recurso indispensable para dar sentido a la experiencia humana.


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