Los movimientos revolucionarios fueron una respuesta judía a la injusticia de los opresores de Israel. Aunque la Revuelta macabea (168/7–164 a. C.) se puede considerar como una importante precursora de los posteriores movimientos revolucionarios judíos, este artículo se centra en los movimiento judíos de resistencia contra el Imperio romano.
El siglo I A. D. fue una de las épocas más violentas de la historia judía. La caldera de la agitación alcanzó su punto álgido con la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70. A su vez, esta estuvo salpicada con el suicidio en masa de las fuerzas rebeldes judías en Masada en el año 74. Sesenta años más tarde, los humeantes rescoldos de esta guerra fueron convertidos en llamas por el líder judío Simeón bar Kojba (o Koziba), que dirigió la Segunda Revuelta contra los romanos en los años 132–35.
- Hasta la Primera Revuelta
- La Segunda Revuelta (Bar Kojba)
- Jesús, los cristianos y los revolucionarios
- Conclusión
Hasta la Primera Revuelta
Las causas de esta agitación fueron muchas y variadas, pero los siguientes factores contribuyeron a crear un ambiente listo para la revolución: la ocupación militar extranjera, los conflictos sociales, la mala conducta de los funcionarios judíos y romanos, la helenización, los gravosos impuestos y la situación samaritana.
Cuando el ejército romano ocupaba una tierra, se hacía acompañar por miles de civiles (esposas, niños, médicos, comerciantes, etc.). El ejército vivía del país ocupado, robando sus recursos naturales, esclavizando a miembros de su población, violando mujeres y, en general, aterrorizando a sus habitantes. La nobleza de Palestina colaboraba con las fuerzas ocupantes y, a cambio de seguridad personal y riqueza, ayudaba a los opresores de Israel. Esta conjura llevó a conflictos sociales entre ricos y pobres, leales y desleales, gobernantes y el pueblo (véase Horsley y Hanson).
Con unas condiciones tan difíciles para el judío palestino medio, no es sorprendente que hubiera bastante actividad revolucionaria entre ellos. Esta actividad adoptó distintas formas.
Bandoleros sociales
En términos generales, el bandolerismo social surge en sociedades agrarias donde los campesinos son explotados por el gobierno o la clase gobernante. Los bandoleros son los «Robin Hood» de la tierra y normalmente su número aumenta en tiempos de crisis económica, hambre, impuestos elevados y alteraciones sociales. El pueblo de la tierra suele ponerse del lado de los bandoleros porque para el pueblo común ellos son defensores de la justicia. Estos forajidos funcionan como símbolos del sentido fundamental de justicia del país y de sus lealtades religiosas básicas.
En 57 a. C. Gabinio, procónsul de Siria, otorgó un mayor poder a la nobleza, poniendo así bajo extrema presión al campesinado. En respuesta, los campesinos se rebelaron, y no fue sino hasta una década más tarde que Palestina pudo gobernarse otra vez a sí misma en la práctica. Por lo tanto, no resulta sorprendente encontrarse con un aumento del bandolerismo social durante y después de este período de guerra civil y precariedad económica.
De hecho, Josefo informa de que un cierto Ezequías dirigió una banda de forajidos sociales que asaltaron la frontera siria (Bell. 1.204–211; Ant. 14.159–174). Cuando Herodes gobernaba Galilea capturó y mató a Ezequías y a muchos de sus secuaces. Sin embargo, estas muertes no supusieron el final del bandolerismo social. Años más tarde Herodes todavía estaba tratando de exterminar a los forajidos (Bell. 1.304).
En 39–38 a. C. Herodes reunió un ejército para que localizara a estos bandoleros sociales con el fin de consolidar su poder como rey cliente de Roma. Josefo observa que había una «fuerza numerosa de forajidos» (Bell. 1.303–304). Indudablemente estos bandoleros sociales estaban atacando a la nobleza que estaba coaligada con Herodes. Los forajidos se retiraron a las cuevas que había cerca de Arbela pero eran lo suficientemente fuertes como para continuar hostigando a los nobles y desafiando el control completo de la tierra de Herodes, hasta que este finalmente pudo exterminarlos (Bell. 1.309–314).
Dado que las fuentes del reinado tardío de Herodes no contienen referencia alguna a bandoleros sociales, este ataque puede que acabara con ellos, pero se trata de un argumento basado en el silencio. De hecho, hasta el final del reinado de Agripa I (A.D. 44) hay muy pocas evidencias de resistencia activa en forma de bandolerismo social. En Marcos 15:27, sin embargo, se menciona a dos «ladrones» (lēstai). También se dice en el relato evangélico de la pasión que Barrabás estaba «preso con sus compañeros de motín que habían cometido homicidio en una revuelta» (Mc 15:7), y se le llama «ladrón» (lēstēs) en Juan 18:40.
Josefo también menciona a un cierto Tolomeo como jefe de ladrones siendo procurador Fado (A.D. 44–46) (Ant. 20.5), pero probablemente no era el único. Parece que alrededor de mediados del siglo I A. D., probablemente como resultado de una severa hambruna, el bandolerismo social aumentó de manera pronunciada. Eleazar fue uno de estos forajidos, y su carrera duró veinte años (Bell. 2.253). Al parecer, las acciones tomadas por las autoridades lo único que hicieron fue que proliferara el bandolerismo palestino. Cumano (48–52 A. D.) tomó medidas militares agresivas contra los bandidos, pero ellos simplemente se retiraron a sus bastiones, y «después de esto, toda Judea estuvo infectada de ladrones» (Ant. 20.6.1 §124).
Justo antes de la Revuelta Judía ricos y pobres estaban sumamente polarizados, los impuestos eran muy altos, la opresión romana era severa, la justicia estaba pervertida y la pobreza muy extendida. En consecuencia, el bandolerismo judío alcanzó proporciones de epidemia, de modo que un número no desdeñable de la población eran forajidos. Esta situación evidentemente se cobró un precio entre los nobles y contribuyó a la espiral de agitación social. Sin ningún género de duda, el bandolerismo social es un factor importante que debe ser considerado en cualquier estudio de la Primera Revuelta Judía.
Cuando estalló la revuelta, los bandoleros jugaron un papel importante en la resistencia frente a las incursiones del ejército romano en Judea y Galilea, con grupos de bandoleros que dominaban la región de Galilea. La efectividad de estos grupos en su lucha contra Roma no se debió únicamente a su impresionante poderío militar, sino también a la favorable relación con los campesinos y su capacidad para establecer alianzas con otras fuerzas rebeldes. La contribución más importante realizada por estos bandoleros sociales fue su uso altamente efectivo de la guerra de guerrillas, algo que demostraron al destruir el ejército de Cestio Galo en el año 66 A. D. Sin embargo, en última instancia los bandoleros fracasaron en su intento de liberar Palestina de la dominación romana.
Pretendientes mesiánicos
En el judaísmo anterior al siglo I A. D. los judíos no tenían una única expectativa mesiánica. Además, «mesías» como título no aparece frecuentemente en la literatura precristiana. Solo después de la destrucción de Jerusalén en el año 70 A. D., cuando la reflexión teológica rabínica estandarizó y popularizó el término, aparece con frecuencia «mesías» con básicamente el mismo significado en cada uso.
La escasez del término, no obstante, no indica que no hubiera expectativas sobre un líder judío real ungido. El AT había comenzado a moldear la esperanza con sus promesas de un «renuevo» que Dios le levantaría a David (véase Hijo de David) Esta idea puede verse en Jeremías 23:5–6 y también en Isaías 11:1–9, donde la «vara (…) del tronco de Isaí» juzgará a los pobres con justicia. Miqueas también profetizó acerca de un gobernante de Israel que vendría de Belén (Miq 5:2). Pero es inexacto hablar de la esperanza general veterotestamentaria en un mesías.
Durante el período de la dominación persa y helenística también hay pocas pruebas de una esperanza mesiánica. Las promesas a David y las profecías de un futuro rey davídico eran conocidas durante estos períodos (Eclo 47:11, 22 – «lectura de Eclo 47:11, 22»; 1 Mac 2:57 – «lectura de 1 Mac 2:57»), pero su cumplimiento estaba pospuesto para el futuro lejano. Probablemente este fue también el caso durante la persecución de Antíoco Epífanes, aunque algunas referencias podrían interpretarse en el sentido contrario (1 En. 90:9, 37–38 – «lectura de 1 En. 90:9, 37–38»; 1 Mac 3:4 – «lectura de 1 Mac 3:4»).
Sin embargo, durante el período asmoneo la esperanza de una figura real ungida que liberaría a Israel se hizo más relevante. En Qumrán al parecer había dos figuras ungidas: un mesías sumo sacerdotal y el príncipe de la congregación, la cabeza laica de la comunidad escatológica.
Salmos de Salomón se escribió tras la conquista romana de Jerusalén por Pompeyo en el 63 a. C., a quien se denomina «el dragón» (SalSl 2:25), y en ellos se dice que un rey davídico llamado «el Señor Mesías» (SalSl 17:32) va a purgar Jerusalén de la dominación gentil. Pero entre los escritos que han sobrevivido solamente los procedentes del período que sigue a la muerte de Herodes (4 a. C.) se refieren claramente a una figura ungida prometida.
En torno a principios del siglo I existían cuatro grandes tipos de esperanza mesiánica: rey, sacerdote, profeta y mesías celestial. Si bien algunas veces algunas de estas categorías se mezclaban para formar una sola figura, la tendencia general era distinguir entre los distintos oficios (véase Collins 2010). Una manifestación popular de la esperanza mesiánica en el judaísmo del siglo I A.D. era la de los pretendientes reales davídicos.
Tras la muerte de Herodes en 4 a. C. los judíos presionaron al hijo de Herodes y aparente heredero, Arquelao, para que acometiera una serie de reformas. Durante la Pascua, cuando las demandas alcanzaron niveles de máxima locura, Arquelao envió a sus ejércitos a Jerusalén y masacró a miles de peregrinos. Esta acción catalizó una revuelta en cada una de las grandes áreas del reino de Herodes, y algunas de estas revueltas tomaron la forma de movimientos mesiánicos.
Josefo identifica a varios líderes de estos movimientos:
Judas, hijo de Ezequías (Ant. 17.271–272; Bell. 2.56); Simón, siervo del rey Herodes (Ant. 17.273–276); y Atronges (Ant. 17.278–285). Josefo indica claramente que estos hombres aspiraban a convertirse en rey de Israel (Ant. 17.285; Bell. 2.55). Todas estas figuras mesiánicas eran de orígenes humildes, y sus seguidores eran fundamentalmente campesinos (véase Barnett).
El objetivo principal de estos revolucionarios era derrocar la dominación herodiana y romana de Palestina. Además de luchar contra los romanos, estos revolucionarios atacaron las mansiones de la aristocracia y las residencias reales. Esto sin duda evidenció la frustración de años de desigualdad social. En respuesta, Varo, legado de Siria, envió dos legiones (con seis mil efectivos cada una) y cuatro regimientos de caballería (cada uno de ellos compuesto por quinientos hombres). Esto fue además de las tropas que ya estaban en Judea y las tropas auxiliares que habían aportado las ciudades estado y los reyes clientes de la zona. A pesar de este poderío militar, estos movimientos mesiánicos fueron difíciles de someter.
Debido a la falta de fuentes, resulta difícil identificar a cualquiera de los movimientos mesiánicos entre las citadas revueltas y las que rodearon la Primera Revuelta Judía (excepto, naturalmente, los seguidores de Jesús). Con respecto a la Primera Revuelta Judía, Josefo recoge dos movimientos mesiánicos que vale la pena destacar. El primero estuvo dirigido por Menajem, hijo de Judas el Galileo, que tomó consigo a algunos hombres de renombre y se retiró a Masada, donde abrió la armería del rey Herodes y dio armas no solo a su propia gente, sino también a otros salteadores. A estos los utilizó como guardia y regresó como rey a Jerusalén; se convirtió en el líder de la sedición y dio órdenes de continuar el asedio (Bell. 2.433–434; cf. Bell. 2.422–424).
El segundo movimiento mesiánico mencionado por Josefo se construyó en torno a Simón bar Giora (i.e., «Simón hijo de un prosélito»). En el 66 A. D., al comienzo de la guerra, Simón ayudó a los judíos contra Cestio atacando la retaguardia romana (Bell. 2.521). El movimiento mesiánico de Simón también estuvo motivado por la opresión que ejercía la aristocracia de Israel. Cuando Simón se hubo hecho con el control de la campiña de Judea e Idumea, los habitantes de Jerusalén le invitaron a dirigir la defensa contra Roma. Tras una lucha por el poder en la que forzó a los zelotes y a Juan de Giscala a apartarse, Simón tomó el control de Jerusalén (Bell. 4.556–577).
Simón era un disciplinario estricto y le fue bien en su lucha contra los romanos, pero el ejército romano era abrumadoramente poderoso. Adornado con una túnica blanca y una capa púrpura como rey de los judíos, Simón se rindió y fue llevado a Roma. Allí fue ejecutado ritualmente (Bell. 7.26–36, 153–157). El movimiento mesiánico dirigido por Simón fue el mayor de todos los movimientos descritos por Josefo, y duró casi dos años. Puede que se alimentara de las esperanzas escatológicas.
Josefo trata de explicar cómo una profecía mesiánica de la Escritura llevó a los judíos, equivocadamente según él, a entrar en una guerra imposible contra los romanos:
«Pero lo que a ellos principalmente les movió a ser pertinaces y guerrear era un vaticinio dudoso que se hallaba también en los libros y escrituras sagradas, la cual decía que había de ser en aquel tiempo, cuando un hombre nacido entre ellos había de tener el imperio del universo. Tomaron esto como propio, y muchos sabios se equivocaron en declarar lo que esto significaba. Y esta profecía hablaba el imperio de Vespasiano, el cual fue elegido emperador estando en Judea»
(Bell. 6.312–313).
Aunque Josefo no especifica el pasaje bíblico en cuestión, un candidato probable sería la combinación de Daniel 2 y Daniel 9. Un cálculo de los últimos tiempos como mediados de los años 60 A. D. sobre la base de la profecía sobre las «setenta semanas» de años en Daniel 9:24–27, junto con la esperanza de un gobernante mundial que destruiría el cuarto reino de Daniel 2:34–35, 44, podría haber avivado el fervor mesiánico judío durante la década de los 60 (véase Wright; Grabbe).
El último movimiento mesiánico de la antigüedad judía que ha quedado registrado (132–35 A. D.) fue dirigido por Simón Bar Kojba (Del que hablamos mas adelante).
Profetas revolucionarios
Pese a la cantidad de actividad profética anterior al siglo I, prácticamente no hay pruebas de una esperanza judía en el inminente retorno del profeta escatológico prometido. Tampoco había expectativas vívidas de la aparición del profeta como Moisés mencionado en Deuteronomio 18:18. Puede que hubiera alguna esperanza en el retorno de Elías, pero nunca llegó a materializarse un pretendiente que se arrogara esta identidad. Así pues, la aparición de cualquier profeta popular de reputada importancia escatológica era más que solo el cumplimiento de una expectativa popula
Se ha establecido una provechosa distinción entre «movimientos proféticos populares» y «profetas oraculares» (Horsley y Hanson). Este último grupo era parecido en carácter a los profetas oraculares clásicos como Oseas o Jeremías; profetizaba o bien juicio o bien liberación.
Los profetas oraculares que proclamaban liberación aparecieron justo antes de y durante la Primera Revuelta Judía. Normalmente, aquellos profetas oraculares que pronunciaban juicio no eran bien recibidos, ya que el establishment los percibía como una amenaza y consecuentemente eran silenciados.
Movimientos revolucionarios judíos y conflicto con Roma
| c. 4 a.C. | Arquelao masacra a los peregrinos de Pascua en Jerusalén. |
| c. 36 d.C. | El Samaritano conduce a sus seguidores al monte Gerizim. |
| 40 | Calígula intenta erigir su estatua en el templo |
| 44 | Muere Herodes Agripa, el último rey judío. |
| 45 | Teudas persuade a sus seguidores para que le acompañen al Jordán. |
| 50s | El Egipcio lleva a sus seguidores al Monte de los Olivos para experimentar la caída de los muros de Jerusalén. |
| c. 60–62 | Un profeta sin nombre conduce al pueblo al desierto para recibir la salvación. |
| 66 | Florus, procurador, se opone a los judíos al tomar dinero del tesoro del templo. |
| 66–68 | Simón bar Giora es aclamado popularmente rey y más tarde desempeñará un papel de liderazgo en Jerusalén. |
| 66 | Agosto Insurgentes judíos capturan Antonia; Cestio, legado sirio, ataca Jerusalén y se retira. |
| 67 | primavera-otoño El ejército romano bajo Vespasiano somete Galilea. |
| 67–68 | invierno El partido zelote formado bajo Eleazar controla Jerusalén. |
| 69 | primavera La agitación divide Jerusalén y tres partidos se disputan el poder. |
| 70 | primavera-otoño Tito conquista y destruye el templo y Jerusalén. |
| 74 | Los rebeldes judíos de Masada se suicidan en masa. |
| 132–135 | Bar Kokhba lidera la segunda revuelta contra Roma. |
Profetas populares
Los movimientos proféticos populares, por su parte, contaban con líderes que dirigían movimientos considerables de campesinos. Las autoridades políticas generalmente consideraban esta actividad como una insurrección, y por tanto forzaban una confrontación militar. Estos profetas y sus seguidores solían levantarse anticipando la aparición de la liberación escatológica de Dios.
Esta liberación se consideraba inminente, y cuando llegara los judíos serían liberados de su esclavitud política y gobernarían nuevamente Palestina, la tierra que Dios les había dado como su posesión. Los líderes de estos movimientos proféticos populares fueron desestimados por Josefo como impostores y demagogos que engañaban al pueblo (Bell. 2.259; cf. Ant. 20.168).
Estos profetas populares, aprovechándose de las condiciones sociales, aparentemente enseñaban que Dios estaba a punto de transformar su sociedad — caracterizada por la opresión y la injusticia social— en una sociedad marcada por la paz, la prosperidad y la justicia.
Respondiendo a la llamada, grandes números de campesinos abandonaron sus hogares, sus trabajos y sus comunidades para seguir a estos líderes carismáticos hasta el desierto. Allí aguardaban que Dios manifestara su presencia mediante señales y prodigios, purificara a su pueblo y desvelara el plan de redención escatológico que previamente había revelado a su profeta. En este momento decisivo Dios mismo actuaría y derrotaría a los enemigos de Israel.
El Samaritano
El primero de estos profetas apareció cuando era prefecto Poncio Pilato. Resulta interesante notar que este primer movimiento surgió entre los samaritanos. Los samaritanos, al igual que los judíos, reverenciaban a Moisés como el profeta y cultivaban la esperanza de la llegada de un profeta mosaico futuro a quien se llamaba el Taheb («restaurador»). El Taheb aparecería y restauraría el templo de Salomón en el monte de los Gerizim.
Josefo habla de un profeta samaritano que convocó a las personas para que acudieran al monte de los Gerizim, prometiendo mostrarles las vasijas sagradas enterradas por Moisés. Una gran multitud se reunió en la aldea cercana de Tirataba, pero este movimiento fue considerado sedicioso por Pilato y fue rápidamente sofocado (Ant. 18.85–87).
Teudas
Tal vez diez años más tarde, alrededor del año 45, se inició un segundo movimiento profético importante. Cierto Teudas organizó uno de estos movimientos proféticos durante el reinado de Fado (44–46 A. D.). Aunque Josefo lo llama «mago» (goēs), Teudas afirmó ser un profeta y persuadió a una gran multitud para que le siguiera hasta el Río Jordán, prometiendo que cuando él lo mandara el río se dividiría (Ant. 20.97–98).
Quizás Teudas, en una especie de éxodo a la inversa, se vio a sí mismo como el nuevo Moisés que sacaría al pueblo de la esclavitud (como en Egipto) y atravesaría el Jordán (como el mar Rojo) para ir al desierto y ser preparado divinamente para la nueva conquista. Fado, que no quiso correr ningún riesgo, actuó de manera contundente, demostrando así su temor ante tales movimientos.
La rápida aniquilación del movimiento indica casi con toda seguridad que, a diferencia de los movimientos mesiánicos, esta banda profética iba desarmada. La humillación pública de Teudas tras su muerte, con el desfile ceremonial que mostraba su cabeza cortada, tenía como propósito mandar una seria advertencia a cualquier futuro líder de movimientos proféticos similares.
Hechos 5:36 también menciona a Teudas, pero esta referencia no está exenta de un serio problema cronológico. Es posible que no se trate la misma persona que el Teudas a quien describe Josefo.
El Egipcio
En otro movimiento, unos diez años más tarde, participó un profeta judío que venía de Egipto (Josefo, Ant. 20.169–171; Bell. 2.261–263; cf. Hch 21:38). Josefo recoge que este profeta tenía treinta mil seguidores que debían marchar desde el desierto hasta el monte de los Olivos y después a Jerusalén. Félix envió tropas romanas para masacrar a todos aquellos que tenían que ver con el movimiento. El ejército romano derrotó fácilmente a esta banda profética, si bien el propio Egipcio escapó.
Parece bastante claro que estos movimientos proféticos se veían a sí mismos como continuadores en cierta medida de las grandes liberaciones históricas del pasado de Israel. Su afirmación de que Dios estaba a punto de liberar a Israel y concederle su autonomía en la tierra prometida también tenían una dimensión escatológica.
Profetas oraculares
La segunda categoría de profetas, los profetas oraculares, pronunció la liberación divina inminente o bien el juicio inminente; estos profetas se concentraron alrededor de la Primera Revuelta Judía. Josefo (Bell. 6.300–309) recuerda con gran detalle a cierto profeta Jesús, hijo de Anán. Este Jesús apareció cuatro años antes de la Primera Revuelta Judía, durante una época en la que Jerusalén gozaba de «gran paz y prosperidad», y profetizó contra Jerusalén durante siete años y cinco meses.
Al final fue alcanzado por una piedra procedente de una máquina de guerra y murió. Cuando la guerra comenzó y el número de profetas aumentó, los judíos fueron instados a esperar la ayuda de Dios (Bell. 6.286–287). Incluso al final de la guerra, cuando el templo ya había sido saqueado y se encontraba en llamas, un profeta pronunció a seis mil refugiados que recibirían «señales milagrosas de su liberación». Cada uno de esos seis mil pereció (Bell. 6.283–285).
Apocalipticistas
Los movimientos revolucionarios son un fenómeno complejo. La resistencia contra los imperios no solo consiste en actos de rebelión físicos, visibles, sino también en textos y discursos que pretenden resistir la dominación imperial y su ideología. Esto último servía de base a lo primero (Horsley 2008; Portier-Young). Por tanto, el apocalipticismo judío se convirtió en una poderosa ideología contra el imperio de los judíos que se encontraban bajo el dominio helenístico y de la Roma imperial.
Los textos apocalípticos elaborados por escribas judíos llegaron a ser herramientas poderosas de resistencia contra la dominación imperial (Horsley 2009) (vease art. La literatura apocalíptica).
Los apocalipticistas no parecen haber sido un partido per se, pero muchos de los judíos en el período 200 a. C.-100 A. D., incluidos algunos de los profetas oraculares, al parecer llegaron a ser persuadidos por la escatología apocalíptica. Para los apocalipticistas, la situación de Israel era fúnebre. Era un período deprimente de esperanzas sin cumplir, sueños escatológicos hechos añicos, conflicto con la clase dirigente, falta de un portavoz profético autorizado y, sobre todo, un período de persecución para los justos que se mantenían fieles a la Torá.
Al mismo tiempo, la helenizada y severamente comprometida aristocracia judía estaba prosperando. Esta situación, que algunos en Israel percibían como una crisis, obligó a buscar soluciones creativas. Esto dio lugar a una escatología apocalíptica que representaba una nueva interpretación de la historia y el destino humanos, con nuevos énfasis y percepciones. Aunque mantenía cierta continuidad con la escatología profética del pasado, se desarrolló en una dirección que era, simultáneamente, dualista, cósmica, universalista, trascendental e individualista.
La escatología apocalíptica llevó a un énfasis en lo ultramundado y un desinterés en los asuntos temporales. Con su énfasis en el dualismo cósmico, los apocalipticistas entendieron que la batalla real era la que se libraba en los lugares celestiales entre los poderes. Así pues, estaban llamados a participar con Miguel y las huestes celestiales en la batalla contra el mal. El Rollo de la Guerra de Qumrán describe la batalla escatológica entre los «hijos de la luz» y los «hijos de las tinieblas».
Estos últimos, dirigidos por Belial, incluyen el ejército de los «kittim», que en el contexto del siglo I se refería a los romanos. El «rey de Kittim» (1QM XV, 2) sería entonces el emperador romano. El arma principal de esta guerra era la oración, pero también incluía la santidad personal y la fidelidad a la Torá, incluso aunque eso significara una prueba severa. De este modo, los apocalipticistas podían derrotar al opresor de Israel y ser calificados con toda justicia de «movimiento revolucionario».
Los apocalipticistas creían que al final Dios intervendría en la historia humana y derrotaría a los poderes gentiles, reivindicando así a su propio pueblo. Esta creencia optimista puede que explique el misterio de porqué las diversas facciones de rebeldes en Jerusalén gastaron una enorme energía luchando entre sí en lugar de estar unidos en su lucha contra los romanos (Grabbe).
Tras la derrota de la Primera Revuelta Judía y la destrucción de Jerusalén y su templo en el año 70, se escribieron varios apocalipsis como reacción a esta tragedia nacional. El libro de 4 Esdras trata con detenimiento la cuestión de la teodicea en relación con la destrucción de Jerusalén por los gentiles. En el mundo narrativo del libro, que está ambientado en la época del Esdras bíblico, se refieren a los babilonios, pero para los lectores del libro en el siglo I se refieren claramente a los romanos. Esdras lamenta el sino de Jerusalén, pero también recibe una esperanza escatológica para Israel. En una visión nocturna Esdras ve un águila, que simboliza el Imperio romano. El águila es reprendida por un león (i.e., el Mesías), y finalmente es destruida (4 Esd 11:1–12:35).
Al final, aunque 4 Esdras defiende la justicia con la que Dios juzga a Jerusalén, también ofrece una esperanza futura para Israel y la destrucción final de Roma. En una línea parecida, 2 Baruc habla sobre el juicio y la destrucción del «cuarto reino» (i.e., Roma) por el ungido de Dios (2 Bar. 39–40). La destrucción del templo también es el tema central del Apocalipsis de Abraham. Hacia el final del libro también se refiere al juicio escatológico de los adversarios del pueblo de Dios (ApAbr 29–31). Por tanto, en las respuestas apocalípticas a la derrota de la Primera Revuelta Judía la esperanza de una victoria final sobre el Imperio romano no había desaparecido, lo que podría haber servido como trasfondo teológico para la Segunda Revuelta Judía.
La Cuarta Filosofía
Además de fariseos, saduceos y esenios, Josefo menciona una «Cuarta Filosofía». Las identidades exactas de la Cuarta Filosofía, los sicarios y los zelotes, así como la relación de estos tres entre sí, han sido objeto permanente de debate académico. Aunque muchos han vinculado a esta Cuarta Filosofía con los zelotes y los sicarios, R. Horsley y J. Hanson ha defendido convincentemente que esta identificación no es correcta (Horsley y Hanson).
Por una parte, Judas el Galileo fue un maestro que contó con su propio partido (Josefo, Bell. 2.118), pero, por otro lado, la gente de la secta «imitan a los fariseos, pero aman de tal manera la libertad que la defienden violentamente, considerando que solo Dios es su gobernante y señor» (Ant. 18.23). Al menos a simple vista, la Cuarta Filosofía era una rama del fariseísmo en la que ciertos maestros (e.g., Judas, Sadoc) defendían una postura muy activa contra la dominación romana. Horsley y Hanson sugieren que la defensa de la resistencia contra Roma estaba arraigada en cuatro conceptos interrelacionados.
El primer concepto tenía que ver con los impuestos. Pagar impuestos a Roma era considerado equivalente a la esclavitud. Segundo, Israel solamente debía ser gobernado por Dios. Someterse a un gobierno extranjero no era sino idolatría, y una violación del primer mandamiento del Decálogo. Tercero, Dios obraría de forma sinérgica a través de su pueblo fiel si este se mantenía firme y resistía activamente a sus opresores. Cuarto, si Israel demostraba su resistencia, Dios actuaría a través de ellos para establecer su reino en la tierra.
A Judas se le menciona en Hechos 5:37. En el consejo de Gamaliel al Sanedrín habla sobre Judas junto con Teudas y Jesús, a quienes se consideraba profetas y pretendientes mesiánicos. Basándose en este tratamiento de Hechos, así como en la exhortación de Judas de que los judíos reivindicaran su libertad (Josefo, Ant. 18.4), C. Evans opina que se trataba de otro pretendiente mesiánico. Sin embargo Evans admite que su rol principal era el de maestro.
En efecto, aunque Josefo parece indicar que la Cuarta Filosofía proporcionaba una base ideológica para las posteriores actividades violentas, nunca describe esta resistencia como una rebelión armada. De hecho, parecen más bien sufridores voluntarios a quienes les preocupaba poco su propia muerte o la muerte de sus parientes y amigos (Ant. 18.23).
La suposición de que la Cuarta Filosofía llamaba a las personas a la rebelión armada ha demostrado ser una incorrecta identificación de la Cuarta Filosofía con los zelotes, con Judas como fundador del movimiento. En lugar de la resistencia armada, los partidarios de la Cuarta Filosofía pensaron que si se mantenían firmes y resistían a Roma sin rehuir las muertes violentas, Dios ciertamente les ayudaría (véase Ant. 18.5). Si esta interpretación de la Cuarta Filosofía es correcta, este grupo podría remontar su linaje ideológico a los mártires bajo Antíoco Epífanes.
La tradición martiriológica, aunque contaba con antecedentes, se desarrolló principalmente en el siglo II a. C. cuando Israel estaba experimentando una severa persecución. La aristocracia había comprometido su fe y estaba cooperando con la nación opresora, mientras que aquellos que se mantenían fieles a la Torá estaban sufriendo una severa persecución. No obstante, el sufrimiento de los justos se interpretaba como una «guerra». Parte de la cosmovisión de estos judíos piadosos era la creencia en que su sufrimiento inocente sería tan atroz que forzaría a Dios a actuar, casi como una acción refleja.
Donde mejor se ve esta idea es en las palabras de Taxo recogidas en el Testamento de Moisés: «Si nosotros (…) morimos, nuestra sangre será vengada delante del Señor y luego aparecerá su reino por toda su creación (…). Él (…) los vengará ante sus enemigos (…). Saldrá de su santa morada con indignación e ira a causa de sus hijos» (TestMo 9:7–10:3).
El martirio del inocente Taxo y sus hijos fue presentado por el autor del Testamento de Moisés como un hecho que provocó a Dios a la acción debido al clamor de la sangre inocente. La respuesta de Dios sería, ni más ni menos, la completa aniquilación de los enemigos de Israel y la aparición del reino escatológico. Esta perspectiva también aparece en literatura de este período, especialmente en 4 Macabeos.
El libro de 4 Macabeos fue escrito en algún momento antes de la Primera Revuelta Judía como un elogio a los mártires fallecidos bajo Antíoco Epífanes. El libro incluye una revisión de la historia de los martirios del sacerdote Eleazar y de los siete hermanos y su madre que se encuentra en 2 Macabeos 6–7. El propósito del libro no era solo glorificar a los mártires, sino también animar a los que se enfrentaban a tribulaciones similares a permanecer firmes y luchar contra la oposición con las armas de la obediencia y el sufrimiento. El autor claramente percibe la lucha de los mártires como ni más ni menos que una guerra. Se trata de un conflicto entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. La madre de los siete hijos se ha ganado todo el respeto del autor como una asaltante en la batalla contra Antíoco. Le otorga el título de «soldado de Dios» (4 Mac 16:14) y recalca con asombro su animoso combate. El autor atribuye la reivindicación de la nación a las luchas de los mártires (4 Mac 17:10).
Esta evidencia da a entender que los mártires, por su sufrimiento inocente, participaron en la guerra contra Antíoco y fueron los agentes principales de la victoria. Su sufrimiento fue un factor decisivo en la guerra. Si R. Horsley está en lo cierto con su identificación de la Cuarta Filosofía, estos mártires, con su teología del martirio, fueron probablemente sus predecesores, y la Cuarta Filosofía sostuvo muchos, si no todos, los constructos teológicos antes citados. Si bien esta era fundamentalmente una teología del sufrimiento, el resultado final fue la victoria sobre los enemigos de Israel y, por lo tanto, no tuvo ni un ápice menos de movimiento revolucionario que cualquier otro.
Los sicarios
El nombre «sicarios» se tomó por el arma que empleaban sus adeptos, una daga curva como la sica romana (Josefo, Ant. 20.186). Josefo los describe así:
«Y limpiadas aquellas tierras de esta basura de hombres, apareció otro género de ladrones dentro de Jerusalén, estos se llamaban matadores o sicarios, porque solían hacer matanzas de unos y otros en el centro de la ciudad, en pleno día. Se mezclaban, principalmente los días de las fiestas, entre el pueblo, trayendo cubiertas con sus ropas los cortos puñales, y con ellos mataban a sus enemigos y se mezclaban entre la multitud, imitando a los que se quejaban de aquella maldad, y con este engaño se quedaban, sin que de ellos se pudiese sospechar algo»
(Bell. 2.254–255)
Este famoso pasaje de Josefo había sido muy explotado para describir a los sicarios como asesinos urbanos, en contraste con los ladrones rurales. Sin embargo, esta interpretación de los sicarios ha sido muy cuestionada en los estudios académicos recientes (véase Brighton 2009; 2011). Aunque Josefo llama la atención sobre su uso de las dagas con el objeto de explicar el origen de su nombre, en general describe las actividades de los sicarios a grandes rasgos, no limitándose al uso de dagas o a los ámbitos urbanos (véase Ant. 20.187). Antes bien, su uso del término «sicarios» hace referencia en líneas generales a un grupo de judíos que actuaba contra su propia gente por motivos religiosos o políticos. Esta interpretación de los sicarios encaja bien con el uso del término en Hechos 21:38, donde un tribuno romano le pregunta a Pablo si él es el Egipcio que había llevado a cuatro mil sikarioi al desierto.
En cualquier caso, es evidente que estas tácticas violentas no son las de la Cuarta Filosofía. Josefo, sin embargo, parece sugerir una conexión en el liderazgo: Eleazar, líder de los sicarios al comienzo de la revuelta, era el nieto de Judas de Galilea o tal vez su hijo (véase Bell. 7.253–254). Esto podría significar que existía cierto grado de correspondencia entre las orientaciones religioso-políticas de estos dos grupos. Ahora bien, es más probable que Josefo agrupara varios grupos revolucionarios en una sola familia, que tenía su origen en Judas, con el fin de apartar la sospecha romana del resto de los judíos (McLaren).
Las tácticas de asesinato aparecieron por primera vez durante el reinado de Félix en los años 50 A. D. (véase Josefo, Bell. 2.254–257, 264–265; Ant. 20.163–165, 186–188). A diferencia de los bandoleros sociales que asediaban a funcionarios romanos de segunda fila y los trenes de suministro, los sicarios al parecer atacaban a la aristocracia judía. Estos ataques podían ser de tres tipos. Primero, había asesinatos selectivos de la élite dirigente. El asesinato del sumo sacerdote Jonatán, cometido bajo la iniciativa de Félix (Ant. 20.163), es un ejemplo. Esto muestra que los sicarios a veces colaboraban incluso con la autoridad romana. Segundo, los sicarios mataban a miembros prorromanos seleccionados de la aristocracia judía que vivían en el campo. Estos ataques también incluían el saqueo y la quema de propiedades aristocráticas seleccionadas (Bell. 2.264–265; Ant. 20.172). Tercero, los sicarios practicaban la toma terrorista de rehenes (Ant. 20.208–210).
Estos ataque de los sicarios contribuyeron a precipitar la situación revolucionaria. Llevaron a la desconfianza entre la élite dirigente y al temor entre la aristocracia, y catalizaron la fragmentación del orden social. Aquello que normalmente proporcionaba seguridad a la clase alta comenzó a deteriorarse, y en su lugar aparecieron vagos sentimientos de ansiedad e inseguridad; cualquiera podía ser el siguiente. La fragmentación de la clase dirigente fue inevitable; la seguridad personal individual se convirtió en el valor más importante de la sociedad. Así, en vez de involucrarse en efectos cooperativos para proteger sus intereses, la aristocracia eclesiástica y la clase gobernante empezaron a contratar ejércitos personales para que lo hicieran ellos (Josefo, Ant. 20.206–207). Al responder con la fuerza y la violencia, la clase dirigente contribuyó aún más a la descomposición de la fibra social y ayudó a preparar el terreno para la Primera Revuelta Judía.
El papel de los sicarios en la revuelta en sí parece haber sido bastante limitado. Aparentemente, al principio no estaban en medio de la refriega, pero antes de que pasara mucho tiempo entraron en acción. Ayudaron en el sitio de la parte alta de la ciudad y sus habitantes aristócratas (Josefo, Bell. 2.425); también ayudaron a destruir los palacios reales y la residencia del sumo sacerdote
Ananías
Poco después estalló el conflicto entre los sicarios y el resto de fuerzas revolucionarias. En cuestión de semanas, el grueso de los sicarios había sido ejecutado, o bien se había retirado a Masada, o habían huido y se habían ocultado.
Los sicarios que ocuparon Masada no participaron en el resto de la guerra y asediaron la campiña circundante para conseguir alimentos. En 73/74 A. D. los romanos atacaron Masada, uno de sus últimos reductos, tan solo para constatar que, tras un largo sitio, prácticamente todos sus ocupantes habían cometido suicidio y solamente quedaban unas pocas mujeres y niños (Bell. 7.320–406).
Los zelotes
Aunque Lucas menciona a cierto Simón el «zelote» (zēlōtēs) (Lc 6:15; Hch 1:13), probablemente se trate de un nombre descriptivo (i.e., Simón era celoso) y no de un término técnico que lo identifique como miembro de un partido revolucionario. El partido zelote per se no se formó hasta hasta el invierno de 67–68 A. D.
Los orígenes del partido se pueden remontar al enfrentamiento entre el procurador romano Floro (64–66 A. D.) y los habitantes de Jerusalén. Durante su mandato Floro había robado el tesoro del templo, permitió que su ejército saqueara la ciudad y trató de capturar y controlar el templo. Con tales abusos, que no se corrigieron, y la ciudad en un estado de insurrección, los sacerdotes inferiores comenzaron a promover la guerra. El capitán del templo, Eleazar, hijo de Ananías, aportó su liderazgo y, junto con los sacerdotes inferiores y los dirigentes revolucionarios de la población, decidió acabar con los sacrificios que se ofrecían dos veces al día en honor de Roma y el emperador romano (Josefo, Bell. 2.409–410). Previamente, la ofrenda de este sacrificio había sido negociada como un sustituto satisfactorio del culto al emperador y, por tanto, era una señal tangible de lealtad de los judíos a Roma. Así pues, el rechazo a ofrecer sacrificios equivalía a una declaración de guerra; con ello se rompió el tratado de paz e Israel fue considerado como si estuviera fuera del Imperio romano (Bell. 2.415).
Los principales sacerdotes y los fariseos más destacados, sin embargo, se resistieron a los cambios, y pronto estalló una guerra civil. Los sicarios se unieron a Eleazar (Josefo, Bell. 2.425), y juntos derrotaron a sus rivales. Pero a continuación se produjo una lucha por el poder, con los sicarios luchando contra Eleazar y sus fieles. Los sicarios fueron derrotados y se refugiaron en Masada. Menajem, su líder, fue capturado y ejecutado (Bell. 2.441–448). Eleazar tenía ahora el control en Jerusalén. Sin embargo, en agosto del año 66 Cestio, gobernador de Siria, reforzado con tropas romanas, atacó Jerusalén. Mediante un giro inesperado de los acontecimientos, Cestio abandonó el sitio de Jerusalén y, durante la retirada, perdió un buen número de sus tropas.
Animados por su éxito, la mayor parte de Jerusalén y Judea se reunieron para dar su apoyo a la causa revolucionaria. Es importante fijarse en que la revuelta fue apoyada por la clase dirigente judía local, ya que sin su apoyo no era posible ninguna rebelión seria contra Roma (Goodman). La nación, que ahora estaba básicamente unificada, nombró a José el hijo de Gorion y al sumo sacerdote Anán como sus líderes (Bell. 2.563).
Los romanos comenzaron entonces su reconquista. Durante el verano y el otoño del año 67 habían sometido Galilea y estaban marchando a través de Judea. Los bandoleros y las fuerzas revolucionarias de estas zonas se estaban retirando. A medida que estos fugitivos, así como los procedentes de Idumea y Perea, se refugiaban en la ciudad, sus propias ideas se parecían a las de los sacerdotes inferiores que habían comenzado la revuelta con el cese de los sacrificios en honor de Roma. Esta nueva coalición es el grupo de Josefo llama «zelotes» (zēlōtai) (Bell. 4.160–161).
Los zelotes agitaron la opinión contra la aristocracia eclesiástica, y pronto decidieron reivindicarse a sí mismos. Primero atacaron a algunos nobles herodianos contra los cuales todavía tenían algunas «antiguas rencillas» y que también fueron acusados de traición (Bell. 4.140–146). Estas «antiguas rencillas» casi con toda seguridad se centraban en aquellos miembros de la nobleza que eran terratenientes ricos que tenían a un gran número de campesinos que estaban endeudados con ellos. Los zelotes, con independencia de la amenaza romana, también estaban librando una guerra de clases contra la aristocracia judía.
Obviamente, esta actividad contra la nobleza herodiana haría que el resto de la clase alta de Israel se sintiera ansiosa. Por si esta violencia discriminada no fuera suficiente, los zelotes eligieron por sorteo a su propia gente para los cargos sacerdotales, llegando incluso a colocar a una persona laica sin educación en el cargo de sumo sacerdote (Josefo, Bell. 4.152–157). Sin ningún género de dudas, los zelotes estaban conspirando para hacerse con el control político. Dada la naturaleza incendiaria de esta actividad zelote, no es ninguna sorpresa que la aristocracia judía se revolviera rápidamente contra los zelotes y los atacara brutalmente. Incitado por Anán y Jesús el hijo de Gamala, ambos sumos sacerdotes, el pueblo de Jerusalén obligó a los zelotes a entrar en el atrio interior (Bell. 4.196–204). Atrapados en el templo, los zelotes contactaron con simpatizantes de fuera de Jerusalén para que los liberaran (Bell. 4.224–232). Los idumeos respondieron, liberando a los zelotes y matando a Anán y Jesús (Bell. 4.316). Mientras estaban en ello, otros nobles fueron asesinados. Hubo todavía una purga más de la nobleza de Jerusalén, y esta incluyó a muchos que anteriormente habían estado en el poder, así como a los ricos.
No obstante, entre las filas de los zelotes no todo iba bien. Muchos de los zelotes no eran receptivos a las formas dictatoriales de Juan de Giscala. Puesto que Juan no podía hacerse con la autoridad absoluta entre los zelotes, rompió con ellos y formó su propia facción revolucionaria (Josefo, Bell. 4.389–396). Sin embargo, la independencia de Juan duró poco. El movimiento mesiánico de Simón bar Giora era una amenaza para el régimen de los zelotes en Jerusalén, y una parte significativa del ejército de Juan desertó, de modo que Juan y los zelotes volvieron a formar una alianza.
Ahora bien, esta alianza no impidió que Simón intentara liberar la ciudad de los zelotes y Juan (Bell. 4.573–576). Simón pudo obligar a los zelotes a tener que refugiarse en el templo (Bell. 4.577–584). Los zelotes, propensos a dividirse, se separaron por el tema del liderazgo de Juan. Josefo dice que durante un tiempo se libró incluso una batalla a tres bandas. Simon bar Giora, que controlaba Jerusalén, acorraló a Juan de Giscala, que estaba luchando por controlar el atrio del templo y se encontraba atrapado entre Simón y el resto del partido zelote, que estaban en el atrio interior sobre el templo (Bell. 5.2–24). Poco después, Juan pudo reconciliarse con el resto del partido zelote, aunque solo pudo hacerlo mediante engaño. Juan volvía a ser ahora el líder de los zelotes (Bell. 5.98–105).
Para entonces, los romanos, liderados por Tito, se encontraban a las puertas de Jerusalén; esta amenaza galvanizó a las facciones rivales para que formaran un frente unido. Pese a ello, los judíos no fueron enemigo para los romanos. Durante el sitio, los zelotes eran el más pequeño de los grupos rivales, y por tanto desempeñaron el papel menos importante (2,400 zelotes, seis mil bajo el mando de Juan de Giscala, quince mil bajo Simón bar Giora) (Bell. 5.248–250). No obstante, los zelotes, a pesar de su papel menos significativo, lucharon valerosamente hasta el final en colaboración con sus rivales judíos contra el abrumador poderío militar de los romanos.
Los zelotes deberían ser recordados fundamentalmente por haber frustrado el plan de la nobleza de negociar un acuerdo con los romanos. Además, los zelotes no eran la Cuarta Filosofía mencionada por Josefo; de hecho, no eran una secta o filosofía en absoluto. Además, los zelotes no estaban entre la vanguardia de quienes estaban agitando a favor de la rebelión, pero una vez que la revuelta estuvo en marcha y la única elección era luchar o huir, se quedaron y lucharon hasta la muerte.
La Segunda Revuelta (Bar Kojba)
Entre la Primera y la Segunda Revuelta en Palestina, los judíos de la Diáspora se rebelaron durante el reinado de Trajano (115–117 A. D.). La rebelión de los judíos de Cirene estuvo liderada por un cierto Lucúa (Eusebio, Hist. eccl. 4.2.3–4). Los judíos destruyeron templos paganos y mataron gentiles, indicando así el trasfondo religioso y posiblemente mesiánico de la revuelta; una revuelta que se extendió por Egipto, Chipre y Mesopotamia. Es posible que los judíos de Palestina también se sublevaran contra Roma durante este período, pero no hay pruebas firmes de ello.
La Segunda Revuelta Judía contra los romanos en Judea estalló en el verano del 132 A. D. En esta ocasión la mayoría de los judíos estaban unidos bajo un único líder, Simón ben Koziba, conocido también como Bar Kojba («el hijo de la estrella»), basado en la interpretación mesiánica de Números 24:17. En efecto, fue aclamado como el «rey Mesías» por Rabí Aquiba, aunque no todos estuvieron de acuerdo con él (y. Taʿan. 4:5).
Los hallazgos arqueológicos relacionados con la Segunda Revuelta Judía incluyen monedas de Bar Kojba (monedas romanas vueltas a acuñar) y numerosos documentos descubiertos principalmente en la década de 1950. Entre estos últimos, los más importantes son quince cartas escritas o dictadas por el propio Bar Kojba. Estos hallazgos indican que Bar Kojba era un líder pragmático y exigente, y que él y otros rebeldes observaban estrictamente la ley judía.
Sin embargo, a diferencia de la Primera Revuelta Judía, que fue cuidadosamente documentada por Josefo, no disponemos de documentación detallada sobre esta revuelta, de manera que muchas preguntas acerca de la misma quedan sin respuesta. Entre estas preguntas está la causa de la revuelta y su extensión geográfica, y sobre todo si Bar Kojba fue capaz o no de tomar Jerusalén bajo su control.
Como causa de la revuelta se han apuntado varias opciones, incluida la fundación de la ciudad pagana de Aelia Capitolina sobre las ruinas de Jerusalén, la prohibición de la circuncisión por Adriano y su plan de reedificar el templo judío (que más tarde fue abandonado). Puede que no existiera una sola causa, sino que fuera una combinación de varios elementos lo que desembocó en la revuelta. Con respecto a la extensión geográfica de la revuelta, parece que Judea estaba bajo el control de Bar Kojba, pero Jerusalén siguió bajo control romano. Sigue sin estar claro, aunque es posible, que la influencia de la revuelta se extendiera más allá de las fronteras de Judea y alcanzara Samaria, Galilea, Transjordania y otros lugares.
El último reducto de resistencia de Bar Kojba fue Betar, al sur de Jerusalén. Al parecer los romanos percibían la revuelta como una amenaza real para el imperio y enviaron un gran ejército con generales experimentados para que sofocaran la rebelión. Aunque los romanos finalmente consiguieron derrotar a los rebeldes, las bajas romanas fueron tan numerosas que Adriano omitió la frase inicial habitual «Yo y las legiones estamos bien» de su carta al senado (Dion Casio, Hist. 69.14.3).
Tras la guerra, la tierra de Judea quedó devastada. Los judíos tenían prohibido entrar en Jerusalén, que entonces se había reconstruido como la nueva ciudad pagana de Aelia Capitolina. El centro del judaísmo se trasladó a Galilea. A partir de ese momento se animó enérgicamente a evitar los elementos mesiánicos y apocalípticos del judaísmo. Debido al aparente fracaso de Yahvé en salvar a su pueblo de los romanos, algunos judíos abandonaron incluso el judaísmo por completo. E. Yamauchi considera que una de las raíces del gnosticismo hay que buscarla en los pensamientos de algunos de estos judíos desilusionados.
Jesús, los cristianos y los revolucionarios
Queda pendiente el tema de la relación de los movimientos revolucionarios judíos por un lado y de Jesús y los cristianos por el otro. Algunos especialistas han querido ver una conexión entre el movimiento de Jesús y los movimientos revolucionarios judíos violentos, sugiriendo que Jesús y sus seguidores eran revolucionarios, o que al menos sentían simpatía hacia ellos.
Sin embargo, esta afirmación sigue sin convencer, tanto por motivos exegéticos como históricos. Ni los Evangelios ni ningún otro documento neotestamentario respalda explícitamente el uso de la violencia física contra los enemigos. La enigmática orden de Jesús de que sus discípulos compraran una espada (Lc 22:36), que aparentemente contradice el hecho de que reprendiera a uno de los discípulos por utilizar una espada en el mismo capítulo (Lc 22:49–51), es mejor tomarla como simbólica. Tal como ya se ha dicho, Simón el zelote no debería considerarse como miembro de un determinado partido contrario a Roma. También deberíamos tener en cuenta que entre los doce apóstoles de Jesús también estaba Mateo, el recaudador de impuestos: una extraña compañía para un grupo revolucionario. El movimiento de Jesús estaba compuesto por personas políticamente diversas.
Aunque Jesús fue ejecutado por los romanos como el «Rey de los judíos» (Mc 15:26 par.), esto es, como una figura mesiánica real, su ministerio terrenal carece de un rasgo crucial del mesianismo real davídico al uso: la erradicación violenta de los enemigos de Dios y su pueblo (véase Collins 2010).
En el caso de Jesús, la derrota de los enemigos de Dios se espiritualiza (i.e., victoria sobre Satanás Jn 12:31; Heb 2:14–15) y al propio tiempo se pospone hasta su parusía (Ap 17:14; 19:15). Pero precisamente por esta razón se insta a los cristianos a no resistirse a los poderes terrenales por medios violentos (Mt 26:52; Rom 12:19). El libro de Apocalipsis contiene una teología del martirio comparable con la que encontramos en el judaísmo: los fieles mártires cristianos serán reivindicados por Dios en la guerra escatológica que se librará tanto contra Satanás como contra los poderes terrenales (Ap 19:19; 20:7–10; cf. Ap 6:9–11; 12:11; 20:4).
Tampoco hay ninguna prueba sólida de que los cristianos participaran activamente en la Primera o Segunda Revuelta Judía. Eusebio cuenta que durante la Primera Revuelta Judía un grupo de cristianos escapó de Jerusalén y huyó a la ciudad de Pella, en Transjordania (Hist. eccl. 3.5.3).
Aunque hay indicios de que algunos no judíos participaron en la Segunda Revuelta Judía, muy probablemente los cristianos no lo hicieron. De lo que no cabe duda es de que no habrían reconocido a Bar Kojba como mesías.
Ahora bien, todo esto no significa necesariamente que Jesús y sus seguidores respaldaran la dominación imperial de Roma o fueran indiferentes a la política. El auge reciente de lecturas antiimperialistas del NT muestra que muchos documentos neotestamentarios contienen una crítica severa del Imperio romano.
Sin embargo, el modo de resistencia varía de un libro a otro. Las tendencias antirromanas se aprecian con más claridad en el libro del Apocalipsis, pero incluso aquellos documentos que anteriormente se habían considerado como muy prorromanos, como Lucas-Hechos, se pueden tomar como sutiles críticas a la ideología imperial (véase Yamazaki-Ransom).
Horsley (2003; 2008) sostiene que documentos como Marcos y Q representan la «transcripción oculta» (la crítica entre bastidores del poder) del movimiento de Jesús. Por tanto, aunque no fueran revolucionarios en el sentido de rebeldes armados, Jesús y sus seguidores demuestran cierta proximidad con la rama no violenta de los movimientos de resistencia del judaísmo antiguo.
Conclusión
Los siglos que precedieron a la Primera y Segunda Revuelta Judía fueron muy dolorosos para la nación judía. El sometimiento político a naciones extranjeras, sobre todo al Imperio romano, fue extremadamente difícil. Además, sus estructuras religiosas, culturales y socioeconómicas se deterioraron. La respuesta de Israel a esta situación fue diversa. Los bandoleros sociales, zelotes, sicarios y pretendientes mesiánicos abogaban en general por la rebelión armada y alborotaban en busca de una solución militar.
Sin embargo, estos grupos a menudo luchaban entre sí, lo que debilitaba significativamente su impacto. La otra respuesta, defendida en general por los apocalipticistas, profetas y mártires, consistía en esperar en Dios, quien, según creían, estaba a punto de intervenir y derrotar personalmente al enemigo.
La Cuarta Filosofía, normalmente identificable por tener vínculos genealógicos con los mártires macabeos, abogaba por el sufrimiento y el martirio para hacer que Dios liberara a Israel. Estos movimientos de resistencia pasivos o intelectuales, no obstante, también sirvieron de fermento a las formas de rebelión más activas. Dicho esto, ninguna de estas respuestas fue adecuada para tratar la amenaza romana. Tras la Segunda Revuelta Judía Israel perdió su identidad política por espacio de casi dos milenios.
✦ Fuente principal:
W. J. Heard y Kazuhiko Yamazaki-Ransom, «MOVIMIENTOS REVOLUCIONARIOS», ed. Joel B. Green, Jeannine K. Brown, y Nicholas Perrin, trans. Rubén Gómez Pons, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Compendio de las Ciencias Bíblicas Contemporáneas (Viladecavalls, España: Editorial CLIE, 2016), 785–796.
✦ Bibliografía:
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